CRISTIAN CRUSAT

Y ese programa de refundación de lo moderno al que te refieres, Ricardo, arraiga en una tradición que concibió la modernidad, desde el principio, como un proceso que implicaba una pérdida continua (un buen ejemplo es aquella frase de Talleyrand según la cual quien no había conocido el mundo anterior a la Revolución francesa nunca podría hacerse a la idea de lo que era la dulzura de la vida). Sebald no fue ajeno a esto, aunque su discurso logró esquivar la mayoría de los peligros vinculados a esta tradición, que en parte rechaza, como hemos acordado un poco más arriba. A tenor de lo que acabas de decir, quisiera profundizar en varias facetas de esa memoria tan incómoda como decisiva sobre la que trabajaron Benjamin y Sebald. Es un hecho que con la Revolución francesa y las guerras que advinieron en lo sucesivo se aguijoneó una aguda y más alerta consciencia histórica, así como una obvia necesidad de preservar el pasado. De ahí, por un lado, que proliferaran las instituciones consagradas a guardar y coleccionar. Y, por otro, que en el último tercio del siglo xix encontremos fenómenos tan singulares como el que Eric Hobsbawm ha denominado la «tradición inventada» (prácticas normalmente gobernadas por reglas de naturaleza simbólica o ritual, que buscaban inculcar determinados valores o normas de comportamiento mediante su repetición y, así, denotar una automática continuidad con el pasado: ceremonias públicas, construcción de monumentos, sellos conmemorativos, días oficiales…) o, incluso, la curiosidad suscitada en torno al déjà vu (Paul Verlaine o Dante Gabriel Rossetti compusieron poemas en los que plasmaban experiencias vinculadas con esta particular reversibilidad del tiempo): resulta muy difícil no vincular estos fenómenos con el abismo entre pasado y presente que se había instalado en los acontecimientos y las conciencias, así como con esa aceleración del tiempo histórico que desdibujaba, hasta perderlo en el horizonte, un mundo sin la coherencia suficiente. La crisis de la memoria viene de lejos, por lo tanto. Sin embargo, la literatura de Sebald consigna un peculiar desplazamiento que consiste en que la memoria deja de ser un hecho asociado exclusivamente con la consciencia para materializarse en el mundo social: museos, periódicos, archivos, fotografías… La sombra de Walter Benjamin, en efecto, asoma por doquier. Puede trazarse un paralelismo entre el aspecto decadente, malogrado o sórdido que suelen exhibir los museos que se visitan en los libros de Sebald (esos extraños, anónimos y provincianos museos) y el de los pasajes de Benjamin: su cualidad decadente es la que les confiere precisamente un cierto halo mítico, en parte por todo lo que no hay o por aquello que denotan involuntariamente. A partir de esa enrevesada maraña donde se articulan las relaciones de poder y conocimiento —y de memoria y archivo—, actúa la literatura de Sebald, que en ocasiones se me presenta como la alternativa literaria al proceso de civilización que trazó el sociólogo Norbert Elias, ya que a su manera también elabora un particular recorrido a través de la modernidad para responder a la pregunta «¿cómo hemos llegado hasta aquí?» (donde «aquí» sería una modernidad que abarca hasta el final del siglo xx: un mundo sin internet, ordenadores o teléfonos móviles, que no figuran en sus textos). Otro escritor contemporáneo, J. G. Ballard, idearía su audaz proyecto de un modo opuesto: enfocándose en las sombrías fronteras, límites y fracasos del proceso, procedió entonces a imaginar hacia qué incontrolable lugar nos dirigíamos.

No me parece casual que el corpus literario que solemos vertebrar de Sebald arranque en 1988, es decir, cuando se aceleran los acontecimientos que enfrentarían a Europa definitivamente con su pasado y clausurarían la época de la posguerra. «Porque el final del comunismo marcó también el principio de la memoria», escribió Tony Judt. Pero, también, el del repliegue europeo. Los libros de Sebald ofrecen una respuesta a una de las llamadas fundamentales de la novela del siglo xx, según Milan Kundera: la llamada del tiempo. Para mí, esto significa que no limita la cuestión temporal al problema proustiano de la memoria personal, sino que la eleva hasta el enigmático reino del tiempo colectivo, esto es, el tiempo de Europa, de un continente que necesitaba volverse sobre su propio pasado para hacer balance de lo acontecido, obviamente sin nostalgia. Este ejercicio, tan brillante, que además logra espesar los contornos de la ficción, ha sido encuadrado a menudo como «posmemoria» (término acuñado por Marianne Hirsch), es decir, esa memoria de segunda generación que posibilita el colorido imaginativo de lo relatado en virtud de su distancia personal. En congruencia con esto, el discurso de Sebald es periscópico, elíptico, lleno de ramales y a menudo torrencial. Pero, moderno de suyo, soslaya sin embargo ese discurso que, fundado en el fragmento, Novalis proclamó el arte nuevo y el libro total de la modernidad. Sebald busca otros mecanismos para constatar las brechas, las fracturas, las ruinas. A veces, incluso, opera mediante grandes bloques de texto, a pesar de todos los vaivenes internos. Tal vez, pienso ahora, esto tenga que ver con la referida apertura de la narración al logos ensayístico.

 

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RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

Tu última intervención propone un abanico amplísimo. Muchos actores en un mismo diálogo. Algunos inesperados, pero todos bienvenidos. Voy a centrarme en uno de ellos para recoger el guante, en un caso que aparentemente nos aleja sin remedio del tema Sebald, para intentar después regresar al asunto que nos compete. Me refiero a Ballard, un escritor cuya importancia, a mis ojos, no hace más que crecer con el paso de los años, uno de esos autores que son sismógrafos destinados a leer la entraña de su época, los movimientos tectónicos sociales, las corrientes que acaban por configurar el hábitat que nos define.

Ballard faculta un paso capital en la dirección de la ficción contemporánea, un paso que inaugura la que, desde mi punto de vista, es la versión más fructífera del género distópico. Me refiero a despojar a la distopía de su naturaleza anticipatoria en beneficio de rastrear los elementos distópicos que existen aquí y ahora. Ballard es el patólogo de los puntos de fuga de las enfermedades posindustriales, turbocapitalistas. Aquí detecto yo el reverso, el fracaso, el hueco en el proyecto que mencionas. Sus mejores trabajos se ambientan en lugares de bienestar, privilegiados, satisfechos de sí mismos, en los cuales aparece siempre, tarde o temprano, la pasión por lo perverso. Ballard, en realidad, nos enseña que la utopía no se cumple porque la felicidad es aburrida, reiterativa y vacua, inane. El displacer, la tentación de la violencia y de la muerte, el riesgo de la incertidumbre son los auténticos depósitos de vida.

La ficción dibuja entonces una suerte de paradoja. En 1974, en el prólogo que antepuso a la edición francesa de esa cumbre de la pornografía que es Crash, Ballard advirtió que el impacto del capitalismo, de la televisión y de la política concebida como una rama de la publicidad hacían cada vez menos necesario que un escritor inventase contenidos ficticios. La ficción ya estaba aquí, entre nosotros, disuelta en la mentira cotidiana. La tarea del escritor consistía, por lo tanto, en inventar la realidad. Uno de los resultados de esta (re)invención es que, mientras el presente es distópico, es el futuro el que puede parecer anticuado. Ballard, y con él autores esenciales de nuestro tiempo como Tom McCarthy, David Foster Wallace y por supuesto Don DeLillo, no hablan de los anhelos por mejorar el porvenir, sino de las ansiedades y terrores actuales. Habitamos al fin un presente donde parecen haberse cumplido las distopías más influyentes del siglo corto: la farmacocracia de la que habló Lem, el bienestar químico soñado por Huxley, la videovigilancia orwelliena, la robotización del ser humano augurada por Capek o la presencia del cíborg pronosticada por Gibson.

Me permito un apunte personal antes de redescubrir a Sebald a través de este enorme rodeo. O’Hara, el protagonista de Homo Lubitz, mi última obra de ficción, es el resultado de un punto sin retorno pronosticado por Ballard: un tiempo donde ya no existe transición entre la enunciación de un deseo y su realización. En Homo Lubitz se sostiene que hoy todo consiste en un asunto de narrativas, de perspectivas, de la hermenéutica adecuada para interpretar cuanto sucede. Que la clave, en definitiva, radica en cómo decir el mundo. Ésta es la complejidad primordial de lo que el escritor persigue. Hasta no hace mucho la literatura pensaba que poseía las herramientas para dar cuenta del mundo, pero hoy todo sucede de una forma tan veloz, tan urgente, tan plástica, que es como si el propio lenguaje hubiera perdido adherencia. De ahí proviene la desconfianza experimentada hacia la novela como instrumento de diagnóstico de la realidad. Y esa desconfianza es la que genera indefensión ante un futuro que cada día parece más presente. Insisto en lo apuntado. Vivimos en una época que ha acortado brutalmente la distancia entre realidad y deseo. Eso deja huella en la percepción del tiempo, pero también en el lenguaje e incluso en el ethos. Has hablado, citando a Hobsbawm, de la obsesión por lo conmemorativo, por lo celebrativo, por la memoria domesticada, por el peso, en definitiva, de la «tradición inventada».

Aquí es donde entronco con el magisterio de Sebald. Porque yo concibo su obra como una lección de la mirada, como una reflexión en torno al lugar desde el que el autor puede (si es que puede) mirar. La pregunta decisiva no es, pues, qué contar, sino desde dónde contar. Sebald resulta aquí insoslayable. Desde dónde mira Sebald, entonces. Pues desde el nivel del peatón, del deambulador, del exhumador. Sebald es un fisgón en las costuras de la Historia, alguien que sospecha siempre, incluso de los nombres escritos sobre el papel. Te has referido al anhelo de una torre Eiffel construida con cerillas, al gusto por los museos comarcales, algo desvencijados, fuera de los itinerarios del prestigio. Esa contumacia en recoger Lebenszeichen, señales o signos de vida, sean las tarjetas de visita del dottore Pesavento o los ángeles inconsolables de la capilla Scrovegni, es no sólo impactante desde el punto de vista de la emoción estética, sino audaz desde el punto de vista epistemológico. Sebald devuelve a la prosa del mundo la poesía de lo pertinente. Y con ella una velocidad de crucero donde la inminencia queda sometida al palimpsesto. Cualquier objeto, cualquier rincón, cualquier incidente deviene memoria en sus manos. Y así, inesperadamente, se construye ese tiempo colectivo del que hablas, un tiempo que va más allá tanto del yo del narrador que se asfixia en su cama burguesa mientras agota la novela psicológica como del yo de Leopold Bloom que fatiga las calles de Dublín como encarnación de la aventura humana un 16 de junio cualquiera. Pero que también niega ese tiempo velocísimo y omnívoro que la literatura parece hoy querer atrapar a toda costa, incluso al precio de su misma credibilidad.

(Me permito un ejemplo sobre el impacto de lo colectivo en lo personal y su retraducción literaria. Pienso en la fotografía de las montañas de arenques de Lowestoft que aparece en Los anillos de Saturno. Una imagen que me conmocionó al descubrirla pues me devolvió un recuerdo de mi niñez que yo había enterrado quién sabe dónde. Me refiero a las mareas de bocartes que durante mi infancia asolaban a veces la playa de La Griega, en Colunga, y cuya resurrección acabará formando parte del corpus de la vida de Prohaska, el protagonista de Medusa, como bien has señalado mi obra más sebaldiana).

 

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