POR RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN Y CRISTIAN CRUSAT

CRISTIAN CRUSAT

Antes que nada, Ricardo, quisiera agradecerte que hayas accedido a entablar este diálogo sobre un autor de cuyo fallecimiento se cumplen veinte años en 2021. Me apetecía mucho intercambiar algunas ideas e impresiones lectoras sobre W. G. Sebald contigo. Y creo, además, que sería aconsejable hacerlo a partir de unas palabras del propio Sebald acerca de nuestro tiempo, ya que sus diversos aturdimientos determinan en gran medida los hábitos de lectura que desarrollamos y cómo nos relacionamos con los textos. Así, recuerdo que durante una entrevista, mientras reflexionaba sobre el modo en que se viaja en la época contemporánea, llegó a afirmar Sebald: «La modernidad encierra un rasgo terrible: nunca regresamos». En parte, me gustaría que esta conversación fuera una forma de regresar a su literatura, la cual por muchos motivos me parece una de las más estimulantes de cuantas jalonaron el cambio de siglo. Por un lado, tengo la impresión de que el proyecto de Sebald —gracias a su poderoso magnetismo— fue rápidamente subsumido en el discurso artístico y cultural que atravesaba los siglos xx y xxi. De hecho, resulta difícil mencionar alguna expresión que no haya acusado el enorme impacto de este autor: arte, fotografía, cine, teatro, música, performance, proyectos textuales internáuticos, instalaciones y exhibiciones… Pero, por otro lado, se alza la atinada consideración de Sebald y el riesgo de que, como sucede con los viajes, hayamos hecho la marquita correspondiente, hayamos dado por consabida su propuesta y no regresemos a ella como convendría. En el caso de Sebald, esto sería especialmente negligente por cuanto su obra problematiza de un modo singular las relaciones y representaciones del pasado y el presente o del propio continente europeo, siempre en crisis. ¿Qué razones te han movido a ti, Ricardo, desde que leíste a Sebald, para regresar a sus libros?, ¿a cuál de ellos regresas más asiduamente?

 

*

 

RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

La gratitud es mía, Cristian. Y lo es por un motivo que querría mencionar, y que tomando a Sebald como disculpa, introduce una reflexión necesaria. Me refiero a la posibilidad de interlocución entre escritores a los que separan doce años en términos biológicos, lo cual en literatura es un mundo, pero que confluyen aquí desde las afinidades electivas, decisivas a la hora de construir la autobiografía. No en vano, una de mis obsesiones es la idea de genealogía, el cronomapa físico, afectivo, intelectual, filosófico e incluso espiritual del que se procede como creador (los restos de caza en torno a la madriguera, por emplear una imagen cinegética), inexcusable para definir las características que conforman una obra. En ese sentido, el diálogo contigo, desde que descubrí tu trabajo en Solitario empeño hasta tu último texto en WunderKammer, precisamente sobre Sebald, instaura un ecosistema compartido, en el que el maestro alemán sospecho que es pieza privilegiada.

Y lo denomino maestro alemán con ánimo nada inocente, polémico si se quiere, recogiendo la pista del poema de Celan y el título del libro de Safranski sobre Heidegger, e intentando ubicar a Sebald en esa fecunda trayectoria que en Alemania se mantiene viva, la del intelectual que enseña a pensar, sea a través del cine, como Fassbinder, de la filosofía, como Habermas, del arte, como Kiefer, de la novela, como Grass, o de todo ello a la vez, en un totum revolutum soberbio, como Kluge, otra figura para mí ineludible y con la que nuestro autor dialoga en el libro que voy a mencionar como precipitado del interés que Sebald mantiene para mí y que además me permite recoger el testigo de tu pregunta. Ese libro son las conferencias de Zúrich sobre guerra aérea y literatura, que en España se tituló Sobre la historia natural de la destrucción, y que añade a las lecciones dictadas en Suiza el durísimo texto dedicado a Alfred Andersch y a la tentación, tan literaria, de reescribir nuestra historia a la luz de la Historia que nos contiene.

Sebald es inagotable, y escoger un único libro carece de sentido, porque su coherencia está en la obra completa, en el proyecto, pero las páginas de Sobre la historia natural de la destrucción encierran todo aquello que para mí es central en su propuesta: la pregunta por la modernidad y los límites del progreso, la apertura de la narración al logos ensayístico y a una cierta dimensión forense, la voluntad ética de la literatura y la noción de responsabilidad. Estos intereses hacen de Sebald un memorable ejemplo de discurso literario. Y subrayo esta palabra, discurso, porque un escritor decisivo es lo que genera. No opinión, doxa, conjetura, sino discurso: sobre el ser del lenguaje, sobre el significado cambiante de las grandes palabras, sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular.

 

*

 

CRISTIAN CRUSAT

Precisamente hoy comencé la lectura de Una Odisea, de Daniel Mendelsohn –a la que he llegado a través de tu último libro, No entres dócilmente en esa noche quieta—, y resulta que en esta espléndida memoir hay un pasaje donde se alude a las singulares connotaciones que siempre han guardado en Alemania las relaciones entre profesores y estudiantes, en especial por la forma de referirse al mentor intelectual, al Doktorväter, denominación que en sí misma combina sentimentalidad y reverencia por la autoridad intelectual… De eso —de ese repertorio privado de conocimientos, gustos e idiosincrasias perpetuado de generación en generación— trató siempre la universidad, pienso ahora, ya que no deja de ser una institución de raíces medievales cuya mezcla de civilización feudal y organización eclesiástica puede ser beneficiosa o perjudicial, según el caso. Cabe recordar que W. G. Sebald perteneció a esta institución. De hecho, en parte salió de Alemania por culpa de la «conspiración del silencio» con la que se encontró en las aulas universitarias alemanas en la década de 1960, cuando esta cadena de relaciones se había pervertido y las clases de literatura consistían en ejercicios de equilibrismo filológico destinados a escamotear cualquier relación entre el texto y el mundo (por ejemplo, analizar un cuento de E. T. A. Hoffmann mientras los periódicos cubrían el juicio de Treblinka en Düsseldorf sin hacer ninguna alusión al respecto). Creo que Sobre la historia natural de la destrucción es en buena medida una respuesta, severa y rigurosa, a esa situación.

(Por cierto, ahora advierto con más claridad que la problematización que llevas a cabo de lo que Ernst Kris y Otto Kurz denominaron «la leyenda del artista» en Medusa —uno de tus libros donde se percibe la impronta de Sebald— responde a ese obsesivo trazado genealógico al que te refieres).

En cuanto al proyecto de Sebald, me parece que lo has resumido inmejorablemente. ¿Qué te parece si abordamos algunos asuntos relacionados con los aspectos que has destacado? Comencemos, si te parece bien, por la pregunta por la modernidad y los límites del progreso, que es uno de los principales ejes de su propuesta, sin duda, pero también, quizá, el más propicio a simplificaciones. Me refiero a que a veces se tiende a identificar a Sebald con una especie de pararrayos intelectual cuyos viajes y caminatas constituyen un lánguido réquiem por la cultura moderna. Creo que su discurso, como tú has explicado, es obviamente más «activo». Es decir, cuando el narrador típicamente sebaldiano designa la destrucción de la naturaleza, de la memoria y del hábitat en nombre del progreso no está añorando un tiempo mejor, pues si alguna certeza se obtiene de la lectura de Sebald es que la capacidad destructora del hombre no es privativa, ni mucho menos, de la modernidad. Además, rechaza cualquier atisbo de misticismo de la naturaleza, primitivismo o ensalzamiento del terruño, cuya sola evocación llega a ser fuente de angustia y repulsión: la pútrida patria de cuño romántico… A su modo, al penetrar los ángulos muertos de la cartografía europea, Sebald esgrime un gesto crítico: el de escapar, mediante indisciplinados zigzagueos, a las poderosas fuerzas biopolíticas de la modernidad. Personalmente, me fascina cómo aborda este problema en Austerlitz, cuyo protagonista dedica su vida a estudiar el estilo arquitectónico de la era capitalista (estaciones de tren, presidios, edificios de la bolsa y la ópera, viviendas de trabajadores…), con su evidente tendencia al monumentalismo y su compulsión autoritaria. Por el contrario, la labor de Sebald —en cuyos libros aparece frecuentemente la figura del modelista, del aficionado a construir maquetas a escala— tiene que ver mucho con la miniatura, de la que además —creo— se desprende una ética: «No me gusta lo que existe a gran escala, ni en arquitectura ni en lo referente a los saltos evolutivos. Para mí, se trata de una aberración. La noción de algo pequeño y contenido es al mismo tiempo, en mi caso, un ideal tanto estético como moral», dijo Sebald, quien llegó a situar su escritura en el plano de la monomanía: «Como alguien que construyera una torre Eiffel con cerillas». En Sobre la historia natural de la destrucción, por cierto, la reconstrucción de las ciudades y de los edificios devastados es, de nuevo, un elemento fundamental, sobre todo por el modo en que esta orientó a la población alemana hacia el futuro y la obligó a callar sobre lo sucedido. Construir y destruir: una dialéctica arraigada más de lo que creemos en nuestra cultura (y que Emanuele Severino consideró que ya sedujo al pensamiento griego).

Volviendo al tema de la modernidad y los límites del progreso, quizá se trate asimismo de un asunto de proporciones. Los límites del progreso, por estas razones, resultan más dramáticos cuando se exponen en los libros de Sebald. Por un lado, debido a la colosal fuerza destructiva de la tecnología y, por otro, por la desproporción entre los desastres y el espíritu de una época que se inauguró, como ninguna otra, con la esperanza en un mejoramiento de la raza humana —una esperanza escrita, además, como Sebald leyó en su discurso de la Literaturhaus de Stuttgart, «con hermosa caligrafía en nuestro cielo filosófico»—. No sé qué te parecerá esta aproximación desde el punto de vista de las proporciones…

 

*

 

RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN

El asunto de las proporciones es sugestivo. Como la oposición entre constructores de iglesias románicas y de catedrales. O entre escritores de nouvelles y de sagas. Cuánto mal ha causado a la humanidad el gigantismo. El mismo que la enfermedad romántica (¡ese Wanderer über dem Nebelmeer de Caspar David Friedrich!) y la mistificación de la naturaleza que mencionas. En eso Sebald es spinoziano. Cualquier tentación de trascendencia le repele. Cualquier insinuación de finalismo le irrita. Enfermedades, por otro lado, cada vez más instaladas en nuestro tiempo. Basta fijarse en esa atracción constante por llegar más lejos, por volar más alto. O en esa pasión inmoderada por la estadística como ciencia del bienestar, por la matematización y formalización de cada ángulo de la experiencia. Como si en cada ser humano se escondiera un recordman.

Pero quiero abundar en la noción de progreso porque me parece inexcusable.

Si el problema del mal nos condena a la pregunta por la libertad, la escuela de la modernidad nos obliga a la pregunta por el progreso. Y me parece que, entre muchas otras, el progreso ha impuesto una idea muy perversa, casi luciferina en el sentido de tentadora. La de que cada civilización posee el privilegio de proyectar su propio declive. Para no abandonar Alemania, en la ideología del Reich milenario, Speer había de instalar en el imaginario colectivo el esplendor de un mundo incontaminado. El Götterdämmerung hitleriano le impidió concretar su obra, la Germania invicta, una arquitectura que, desde su nacimiento, llevaba planificada su conversión en ruina. Ningún otro creador, en la historia de la disciplina, había soñado con llegar tan lejos. El episodio supremo de su arte consistía en diseñar una estructura cuyos materiales permitieran que se fuera derrumbando poco a poco, con una suerte de obsolescencia programada, como un templo griego sometido no a la intemperie de las edades, sino al cálculo de un cerebro ario. En esa proyección homicida hacia la propia obra, Speer transparentaba una de las obsesiones que alienta en cualquier forma de megalomanía: la determinación del futuro, la conversión de la Historia en una ciencia que se escribe a la inversa, desde los efectos hacia las causas.

Quizá esa haya sido una de las dolencias principales de la modernidad, el speerianismo, ese regodeo, que ya denunció Benjamin (a quien por cierto no puedo dejar de ver como un hermano mayor de Sebald), en los logros técnicos como una especie de masturbación intelectual, un placer autorreferente que habrá de concluir en la contemplación de nuestra propia debacle como un acontecimiento estético. Y aquí es posible que todos los que creemos en el proyecto de la modernidad, eso que tú has resumido como «esperanza en un mejoramiento de la raza humana», debamos entonar un mea culpa. Ese mea culpa arranca de una lectura antropológica incompleta a propósito de nuestra condición. La modernidad se funda sobre una confianza en la razón que el posesor de la razón obliga a reevaluar. La llave es notable; la cerradura, defectuosa. El fuste torcido de Kant asoma otra vez la patita. En El Sistema yo lo denominaba la paradoja del conocimiento. El caso es que el desarrollo exponencial de la razón conduce a un punto en el que la razón podría cesar. Mediante la razón, gozamos de los instrumentos para la aniquilación de toda razón. Es como si un organismo, evolucionando sin descanso, llegara a poseer el misterio de cada forma de existencia y, con el desvelamiento de ese secreto, la clave para cancelarla. Hay cierta verdad latente en la conocida humorada de Swift. Si el autor de Gulliver ubicó en el país de los caballos la única utopía que podía imaginar, fue porque la búsqueda de la armonía presupone un modo de existencia que los seres humanos no somos capaces de vivir.

Sin embargo, el propio Sebald, en Sobre la historia natural de la destrucción, introduce una hipótesis insólita, un hallazgo, pues postula una posibilidad de educación por la memoria, una confianza en que la experiencia sea un criterio formativo, la opción tangible, no simplemente teórica, de una reforma del entendimiento, por emplear la fórmula de Spinoza, nuestro gran campeón de la modernidad.

La hipótesis de Sebald es que el catalizador del milagro alemán que Fassbinder retrató en una película como El matrimonio de Maria Braun o que Koeppen plasmó en una novela como Palomas en la hierba no tuvo un origen material. No es el Plan Marshall ni la ética protestante aplicada al trabajo. O no es sólo eso, en cualquier caso. Sebald menciona una corriente de energía psíquica «cuya fuente es el secreto por todos guardado de los cadáveres enterrados en los cimientos de nuestro Estado». Hay ahí un giro inesperado, casi novelesco por lo dramático. La fundación de una nueva Alemania no se puede basar sólo en las conquistas de la razón, sino en la evidencia de un doble irracionalismo, de dos marcas de agua que los alemanes están obligados a recordar sin descanso para aspirar a refundarse. Por un lado, la teúrgia nazi, que acostumbró a un pueblo maravilloso, para el que la cultura había sido y es aún hoy un centro vital, al trato cotidiano con las distintas encarnaciones de la paranoia (el subhombre eslavo, la conspiración judía, el catálogo de monstruosidades seudocientíficas de la SS-Ahnenerbe); por otro, esa manifestación de irracionalismo que es el castigo aliado, por antonomasia recogido en la tormenta de fuego sobre Dresde, algo así como el ensayo general de lo que sucederá en Japón en agosto del 45, y que representa el punto sin retorno del viaje de la razón, ese que conduce desde la cabeza privilegiada de Robert Oppenheimer hasta las fotografías de Nagasaki de Yosuke Yamahata.

Sebald quizá esté sugiriendo ahí, en esa lectura de los orígenes de la Alemania posterior a la Partición como una memoria de matadero, como un tributo de masacre, un paradójico programa de refundación de lo moderno, un programa que pasa, en literatura, por habitar en los márgenes, por revisitar los lugares comunes, por reconsiderar lo que ya habíamos leído o lo que nos habían contado. La literatura que a mí me importa habita esa incomodidad. Y emplea la memoria como instrumento decisivo. Pero no esa memoria a la que nos tiene acostumbrada cierta prosa de buenos y malos, de blancos y negros, de republicanos y fascistas, que me produce una pereza infinita, sino una memoria que es tan delicada y ambigua como la propia Historia que nombra. Memoria del documento, memoria del archivo, memoria de la exhumación. De nuevo la sombra de Benjamin asoma aquí, leyendo el paisaje, leyendo el artefacto, leyendo el propio texto.

 

*

Total
2
Shares