Hay que remontarse en el tiempo hasta el mes de agosto de 1882: huyendo de un amorío precoz e infeliz, Darío deja precipitadamente Nicaragua y viaja a El Salvador. Ya para entonces le precede su fama de joven prodigio. Al llegar a la capital, lo recibe en el palacio de gobierno nada menos que el propio presidente Rafael Zaldívar, quien le concede un estipendio de quinientos pesos de plata y lo nombra profesor de gramática en el principal instituto secundario del país. Según sus biógrafos, festejado y ricamente acogido, nuestro poeta no tarda en hacerse a su nueva vida y pronto, entre la bohemia, las obligaciones académicas y la participación en actos oficiales, encuentra el tiempo necesario para seguir escribiendo su poesía. Así va dando a la imprenta varios poemas de cierta extensión y alcance, aun cuando, sin lugar a duda, el más ambicioso de todos es una composición de unos doscientos setenta versos en la que se esboza una suerte de viaje a través de la historia de nuestra lengua, desde su surgimiento en la Edad Media hasta la segunda mitad del siglo xix. Darío la intitula llanamente «La poesía castellana» y, anticipando la efemérides del Descubrimiento, la publica por primera vez en la Ilustración centroamericana el 10 de octubre de 1882.
Si dejamos de lado la osadía y el ingenio, lo que se da a leer en esos tempranos versos es básicamente el conocimiento que el nicaragüense ya poseía de la tradición poética española. Él mismo cuenta en su autobiografía que, gracias al primer empleo que tuvo en su país —asistente en la Biblioteca Nacional, en Managua—, había podido dedicar muchas tardes a la lectura de la BAE, la famosa colección de clásicos de Rivadeneyra. De hecho, el poema que escribe en San Salvador bien podría ser una suerte de resumen del ambicioso proyecto de aquellos enjundiosos tomos que, no habría que olvidarlo, se presentaban como un canon de la literatura castellana «desde la formación del lenguaje hasta nuestros días». Darío se inspira en ellos para erigir su propia lista de poetas en quince secciones que nos llevan desde el Cantar de mio Cid hasta las poesías neoclásicas de Bello y las rimas románticas de Bécquer, sin olvidar a figuras más recientes como Campoamor, Heredia y Caro. Pero lo esencial es el extenso y proteico ejercicio de estilo: el poeta va imitando sucesivamente la escritura de cada época y de cada autor en unos elaborados pastiches que dan fe de su fina percepción histórica y de su pericia en el uso del idioma. Ángel Rama ve en ellos, y con razón, una primera muestra de su genio: «en este muchacho centroamericano encontramos a un prestidigitador poético dotado de un don caligráfico que asombra y de un portentoso oído musical».[1] Sabemos que, afinado y remozado con los años, dicho talento se ha de convertir en una herramienta determinante en su aventura creativa, ya que hará posible una apropiación singularísima de la música verbal de otras lenguas y le permitirá reconstruir, a través de su poesía, un rico diálogo babélico entre culturas e idiomas diversos.
Ahora bien, es de notar que, en el caso concreto de «La poesía castellana», no estamos hablando de un ejercicio técnico meramente intuitivo y críticamente ciego. Al contrario, como todo canon, el de Darío comporta una selección y presupone una evaluación que responde al estado de la opinión en el momento en que se realiza. Dicho en otras palabras: nuestro poeta no sólo tasa implícitamente, sino que conoce la tasación en curso de los autores a los que escoge y emula. Tanto es así que prácticamente todos los elegidos reciben su justa loa y alabanza —el trovador anónimo que cantó El Cid y el humanista Juan de Mena, Jorge Manrique y Garcilaso de la Vega, Herrera, el divino, y el fénix Lope. Sólo hay una excepción y es justamente la que más nos incumbe: se trata, sin sorpresa, de don Luis de Góngora y Argote, quien, en esta suite celebratoria, aparece como el único de los poetas imitados al que se convierte en blanco de críticas.
Góngora, con las ondas de su ingenio,
antes tranquilo manantial de amores,
derramó de su mente los fulgores
de la española musa en el proscenio.
Más, ¡ay!, la ruda tempestad del genio
con sus horrendos rayos vibradores
de su alma en el vergel, tronchó las flores
que aromaron su dulce primigenio.
No de otro modo a la risueña Hecate,
cada en los aires nubarrón sombrío
cuando Aquilón sañoso al roble abate,
la dulce faz enturbia. El murmurío
del de su numen manantial riente,
trocose en el rugido del torrente.
Rubén Darío no sólo trata de copiar en su soneto algo de la manera del poeta, sino que se hace eco de las opiniones más socorridas que circulaban por aquel entonces sobre su obra, tildándola de malsonante, excesiva, fría e incomprensible. Góngora habría truncado su carrera al seguir en su madurez un estilo culterano en vez de continuar con el mismo aliento sencillo y rutilante de sus romances juveniles. Como una tormenta estruendosa y gélida —como Aquilón, el helado viento del norte, cuando abate un roble— la dicción gongorina le enturbia el rostro hasta a la diosa Hécate, señora de las tinieblas, y, de seguido, transforma la risa de la fuente Castalia en un rugido feroz: el de un río desbordado e incontrolable. No era otro el estado de la opinión ni la apreciación literaria más difundida en el ámbito hispánico hacia 1882: Góngora representaba un lamentable error en la historia de nuestra poesía y su condena resultaba tan general y unánime que hasta un poeta quinceañero podía corearla públicamente sin riesgo, identificándose así con el relato dominante de nuestro pasado. Quizás nada sintetiza ni sanciona con mayor autoridad esta opinión que el conocido párrafo que, por esos años, don Marcelino Menéndez Pelayo le dedica al poeta cordobés en su Historia de las ideas estéticas en España (1883-1891):
Cuando llega a entendérsela, después de leídos sus voluminosos comentadores, indígnale a uno más que la hinchazón, más que el latinismo, más que las inversiones y giros pedantescos, más que las alusiones recónditas, más que los pecados contra la propiedad y limpieza de la lengua, lo vacío, lo desierto de toda inspiración, el aflictivo nihilismo poético que se encubre bajo esas pomposas apariencias, los carbones del tesoro guardado por tantas llaves. ¿Qué poesía es esa que, tras de no dejarse entender, ni halaga los sentidos, ni llega al alma, ni mueve el corazón, ni espolea el pensamiento, abriéndoles horizontes infinitos? Llega uno a avergonzarse del entendimiento humano cuando repara que en tal obra gastó míseramente la madurez de su ingenio un poeta, si no de los mayores (como hoy liberalmente se le concede), a lo menos de los más bizarros, floridos y encantadores en las poesías ligeras de su mocedad. Y el asombro crece cuando se repara que una obrilla, por una parte, tan baladí y por otra tan execrable, como Las Soledades, donde no hay una línea que recuerde al autor de los romances de cautivos y de fronteros de África, hiciese escuela y dejase posteridad inmensa, siendo comentada dos y tres veces letra por letra con la misma religiosidad que si se tratase de la Ilíada.[2]
Más de dos siglos de reprobación de Góngora y el gongorismo se resumen en esta severa apreciación que probablemente Rubén Darío no habría leído cuando escribió su soneto, pero cuyo horizonte crítico comparte sin reservas. Baste comprobar con cuánta fidelidad y desenvoltura reproduce en sus versos un juicio estético que parecía haber adquirido la validez de una verdad universal e inconmovible en todo el orbe hispánico; aunque, por fortuna, no fuera de él.