Conocido como el Jardín de Egipto, ese estratégico enclave de la ribera izquierda del Nilo acogió durante los dos primeros siglos de nuestra era una importante población de colonos grecorromanos, en cuyas prácticas necrológicas vinieron a sintetizarse el ritual faraónico de la momificación, la técnica griega de la pintura al encausto y el culto romano del retrato funerario. El resultado de tal sincretismo complejo entre tradiciones religiosas y artísticas en principio excluyentes son esas efigies de burgueses orientalizados que siguen cautivando —por su expresividad, por la impresión de «modernidad» que produce su hechura artística, por la aparente inmediatez con que se nos presenta el modelo de la representación— la atención de los visitantes de las salas de arte antiguo de Berlín, Londres, Nueva York o —incluso— La Habana.

Precisamente, un infatigable visitante de museos europeos y americanos, el poeta Yves Bonnefoy, ilustra con uno de estos retratos su evocación de una lectura de infancia en la que un arqueólogo francés en viaje de exploración por un desierto asiático descubría una comunidad de romanos que habían mantenido de forma clandestina el modo de vida del imperio, inmunes a la rotación implacable de fases históricas, ocultos por unas arenas desérticas muy similares a aquellas que conservaron en su interior los poemas de Safo y las pinturas egipcias a la cera. No es gratuito que sea Retrato de Irene, hija de Silano la imagen que acompañe la memoria de un relato que trata de la pervivencia milagrosa, a través de milenios, de aquellos signos que, individuales o consuetudinarios, suelen ser de lo más perecedero: el latín vernáculo y militar, la manera de sostener el pliegue de un manto, la exacta moldura de un peinado o la intensidad particular de una mirada. Pero tampoco es casual —digo yo— que esto ocurra en un libro, L’Arrière-pays, que Bonnefoy dedica a sus afanes por delimitar ese lugar —lógicamente inexistente e inaccesible— que obra la intersección entre el aquí y el allá, lo durativo y lo eterno.

El papiro de Colonia fue comprado por la Universidad de Colonia a unos anticuarios en 2004 y procesado por los papirólogos Michael Gronewald y Robert Daniel, quienes al año siguiente publicaron en el Zeitschrift für Papyrologie und Epigraphik su contenido recuperado: tres poemas en total, de autoridad sáfica los dos primeros y de factura indudablemente alejandrina el tercero.

El texto del segundo poema, según el orden del manuscrito, que proviene de una antología lírica editada en época helenística temprana, está inusualmente bien conservado, y se corresponde con el del poema transmitido, de manera mucho más fragmentaria, por el papiro de Oxirrinco.

Con una variación, eso sí, poco menos que sensacional: no incluye los versos contenidos en El banquete de los eruditos.

Porque, aunque no hay nada que indique sin lugar a dudas en el papiro de Oxirrinco que un fragmento sea la continuación del poema que comenzaba en el otro (en ese sentido, la decisión editorial de Lobel fue, es cierto, puramente conjetural), muchos filólogos siguen defendiendo, incluso después de la publicación del papiro de Colonia, esa continuidad. Lo cierto es que no parece haber sido usual en la poesía antigua (lírica, elegíaca o incluso dramática) que la conclusión de un poema ocurriera de forma inmediata después del recurso a un exemplum mítico. Antes bien, como sucede con al menos otros dos poemas conservados de Safo (los fragmentos enumerados de forma convencional como 16 y 31), lo esperable es que el exemplum fuera seguido de un regreso a la situación con que se inicia el texto y que involucra al sujeto lírico. En este caso, a ese apóstrofe mediante el cual una voz que se dice lacerada por la vejez amonesta a un coro de muchachas.

¿Por qué, entonces, esta diferencia tan aparatosa entre dos versiones de un mismo poema? Muchas y encontradas respuestas, a esta y otras muchas cuestiones suscitadas por la aparición del nuevo manuscrito, se han aventurado desde innumerables artículos y ponencias aparecidos en revistas académicas, medios periodísticos y simposios, sobre todo, desde el ámbito anglosajón. Un excelente epítome de este debate puede encontrarse en un volumen compilado en 2011 por el Centro de Estudios Helénicos de la Universidad de Harvard, que lleva el afortunado título de The New Sappho on Old Age[1] (y el mucho menos imprevisible subtítulo Textual and Philosophical Issues).

De entre las hipótesis enunciadas, una que me parece, en particular, interesante es aquella que fundamenta tanto la pertenencia del fragmento sobre la abrosyna al «Poema de Titono» en el papiro de Oxirrinco como su ausencia en el de Colonia. La esgrime, con brillantez, Deborah Boedeker, quien se inspira en los estudios sobre poesía oral que revolucionaron, desde principios del siglo xx, la visión con que de manera tradicional se habían considerado los poemas homéricos y los cantares de gesta medievales: la divergencia es, según esa perspectiva, un rasgo integral, y no accidental, de un tipo de poesía épica que se compone por vía básicamente oral, porque el texto se constituye en el mismo acto de su recitación. Algo equivalente ocurriría con una poesía (la lírica) que, sin bien es «de autor» —es decir: se mantiene sujeta a un régimen de autoridad bien definido, en este caso referido al individuo históricamente verificable, Safo de Lesbos—, se transmite mediante ejecuciones orales que también imprimen una marca importante sobre su configuración textual.

La pretensión de encontrar, por debajo de toda la variable pluralidad que caracteriza a la tradición manuscrita de la literatura arcaica, un texto original del que se derivarían sucesivas versiones más o menos corruptas respondería a una ficción urdida por filólogos modernos, pues a la naturaleza de esa poesía le pertenecerían, en cambio, la fluidez, la inestabilidad y la multiformidad, y le sería extraña nuestra concepción de texto «inmóvil». Ambas versiones del «Poema de Titono», en conclusión, la «larga» y la «corta», serían legítimas, pues cada una obedecería a una circunstancia de representación distinta y, probablemente, a distintos contextos de audición. Se non è vero, è ben trovato.

Sea como fuere, es innegable que la divergencia de finales supone un problema filológico difícil e interesante, como también lo supone el hecho de que el texto de la mitad de los dos primeros dísticos, ilegible en ambos manuscritos, deba ser restituido por conjetura del editor. Esta laguna es particularmente relevante para el sentido del primer dístico, pues las distintas lecciones propuestas —que podemos reducir esencialmente a dos, cada una de las cuales puede comprender a su vez variantes más o menos importantes— difieren en un punto crucial para la interpretación global del poema: en la una[2] la voz lírica afirma su perseverancia en el cultivo de los dones de las musas a pesar de la debilidad corporal alcanzada con la vejez, mientras que en la otra[3] presenta su renuncia al cultivo de los dones de las musas a causa de la debilidad corporal alcanzada con la vejez. En el primer caso, pues, la oposición en que toma consistencia el significado de los versos se establece entre las actividades del canto y de la danza; en el segundo, entre la persona envejecida que enuncia el poema y las jóvenes que cantan y bailan.

Creo que hay suficientes razones —textuales y hermenéuticas— que apoyan tanto una opción como la otra: debemos conformarnos, por tanto, con la conciencia de que no contamos con nada más inapelable que con conjeturas bien fundadas. Pero creo también que la jurisdicción de disciplinas tan rigurosas y arduas como la papirología y la paleografía termina ante el límite que marca una comprensión deficiente del tipo específico de verdad que puede comunicar el mito.

Que el sentido del poema se verá modificado según dónde se localice su conclusión y cuál lección sea la que defina su comienzo es evidente de por sí; donde puede radicar el equívoco es en la manera en que suele explicarse la naturaleza, y el verdadero alcance, de esa modificación de sentido. ¿La inclusión del fragmento acerca de la abrosyna lo convierte de forma automática en un poema optimista? ¿Que concluya justo después del recurso al exemplum de Titono lo hace un poema pesimista? Y es que es en estos términos sobrecogedoramente apodícticos y reductores como suele plantearse la cuestión.

Cuando no se incurre de manera abierta en el error de procurar una conciliación a todo precio forzando una interpretación «optimista» del exemplum mítico: el relato de la Aurora y Titono vendría a funcionar como el emblema de la inmortalidad de la poesía frente a la mortalidad del sujeto humano que la crea (algo así como la versión sáfica del horaciano exegi monumentum aere perennius). Por aquello de que Titono, en el Himno a Afrodita —un texto, con probabilidad, contemporáneo de Safo—, es incapaz de guardar silencio mientras envejece sin pausa y sin término.

Eso que fluye ininterrumpidamente por boca de Titono, y que suele traducirse en este contexto con el sentido de voz articulada, es designado por phōnḗ, un término griego que puede significar también simple ruido (el que producen, por ejemplo, una batalla o un animal). O sea que no podría asegurarse sin ningún lugar a dudas que, en esta otra versión literaria del mito, Titono emita un discurso coherente en vez de un simple sonido no significante. Pero, incluso si se admite la primera alternativa, resulta altamente improbable que pueda calificarse de feliz el caso de quien, sometido a un proceso perpetuo de envejecimiento (y a la parálisis total), termina siendo repudiado y confinado por una esposa divina en la que había sido su habitación nupcial. El propio Ateneo, un autor poco entregado a la sutileza, reproduce un chiste que considera más sabio a un tal Melantio, glotón notorio, por haber deseado para sí el cuello de una grulla —cosa que le asegurara dilatar en el tiempo los placeres de la deglución— que Titono cuando solicitó el don de la inmortalidad.

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