POR JUAN MANUEL TABÍO
Si se hierve, el pepino incorpora cualidades diuréticas. Aristóteles distingue el nácar de la ostra de acuerdo con la dimensión de su abertura y la textura de la concha. A los héroes homéricos les servían el pan en cestas de mimbre, no consumían más carne que la vacuna (y ello sin aderezo de salsas), tenían por signo de buen augurio colmar hasta el mismo borde las cráteras de vino y, al terminar el banquete, no se llevaban consigo las sobras de la cena. Las manzanas cosechadas durante la primavera producen bilis y son difíciles de evacuar. Una vez, cuando disertaba sobre el tema de la intemperancia, Teofrasto, por imitar a un glotón, sacó la lengua y la frotó repetidas veces, y por espacio de algunos minutos, contra sus labios. El poeta Antágoras de Rodas, autor de una Tebaida y un Himno a Eros, prohibió terminantemente a su cocinero que condimentara el pescado con aceite. En Hispania, el precio de un cordero oscila entre los tres y los cuatro óbolos y el de un cerdo cebado ronda las cinco dracmas.

Tales noticias (como muchos millares más del mismo estilo) sólo tienen en común el venir contenidas en El banquete de los eruditos (Deipnosophistaí, en el original), una obra que Ateneo de Náucratis escribió a finales del siglo ii de nuestra era y que es una abigarrada enciclopedia de la minucia y la extravagancia, un libro de cocina de muy dudoso provecho y un portentoso elenco lexicográfico: todo eso al mismo tiempo y a través de la escandalosa extensión de quince libros.

Síntoma particularmente escalofriante de que la abismal zambullida en la trivialidad no era en la Grecia imperial un destino improbable para un género de estirpe tan filosófica como el del diálogo (ni para la propia noción de sabiduría, que aquí se ve reducida a la más inocua erudición, a pesar de la densidad y variedad de contenidos semánticos que la poesía lírica y didáctica, el drama trágico y cómico o la prosa histórica y filosófica habían dejado sedimentar a su alrededor a lo largo de ocho o nueve siglos), la innegable relevancia de El banquete de los eruditos radica en el hecho de que constituye una de las fuentes más importantes de textos y autores no conservados por la tradición directa de la literatura griega antigua. Porque, ya que los culteranos «sofistas» reunidos en simposio en la casa del romano Larensio no hacen apenas otra cosa que citar de las obras más diversas, nos transmiten innumerables fragmentos de comediógrafos, historiadores, pensadores y poetas arcaicos, clásicos y helenísticos cuyo rastro se habría perdido irremediablemente de otro modo.

Así, en el libro xv, uno de los participantes en el diálogo propone a sus interlocutores la discusión sobre la relación entre la delicadeza y la virtud, y encuentra en estos versos la exposición de un criterio según el cual ambos serían indisociables:

Pues yo

amo la delicadeza, y a mí de lo brillante

y lo bello me proveyó el deseo del sol…

 

El fragmento es atribuido a Safo de Lesbos, a quien Ateneo (o quien habla por boca de Ateneo: poco importa) considera «una mujer auténtica y una poeta». De su sentido encontramos sólo dos observaciones: una, de la que se deduce que la frase que aquí traduzco como «el deseo del sol» es sinónima de ansia de vivir (una lección que respeto, con diferencia de las versiones más frecuentes, que suelen rendir de manera aproximada: «El amor me ha proporcionado el brillo y la belleza del sol»); y otra, de más dudosa certeza, que deja entender que en el texto «lo brillante» significa fama y «lo bello» nada menos que decencia u honorabilidad. Y cuesta trabajo creer que sobre todo el último término pudiera cargarse de ese sentido tan estrecho y pacatamente convencional en un poema de la autora del fragmento 16.

Estos versos reaparecieron a fines del siglo xix, por la vía del hallazgo textual, cuando fue excavado de un vertedero egipcio el llamado «papiro de Oxirrinco». Se trata de un manuscrito muy mutilado que contiene un segmento de una edición crítica de la poesía de Safo compuesta en época romana (la misma que generó a Ateneo de Náucratis), y el fragmento transmitido en El banquete de los eruditos está situado al final de un texto que trata sobre las limitaciones físicas que impone la vejez. Edgar Lobel, quien editó el texto en 1925 como el fragmento 58 de Safo, lo fijó como la conclusión de ese ajado poema con el que, en las ediciones publicadas hasta principios del siglo xxi, el lector se encontraba bajo una forma parecida a ésta:

[…] Muchachas, los bellos dones […] clara lira amante del canto […] la piel ya la vejez […] cabellos que negros […] las rodillas no se sostienen […] como cervatos […] mas ¿qué puede hacerse? […] no es posible estar […] Aurora de brazos rosados […] llevando hasta los confines del mundo […] igualmente lo poseyó […] compañera […].

 

En estos jirones de poesía, cuya propia fragmentariedad potencia el factor alusivo del discurso de un modo que inevitablemente asociamos hoy con ciertas formas poéticas orientales, los corrosivos azares de la transmisión textual han descarnado la integridad textual y estilística del poema original hasta dejarnos sólo esos gists and piths que Pound, inspirado por la definición de un estudiante japonés, erigió en ideal estético y formuló en memorable ecuación (Dichten = condensare).

Ese ideal se induce a partir de la paradójica constatación de que el defecto en la plenitud literal conduce a una plenitud de sentido más intensa, y tiene una de sus realizaciones más nítidas —junto con el celebérrimo «In a Station of the Metro»— en un poema muy significativamente titulado «Papyrus». Recogido también por Pound en Personae, encontramos en él un cuerpo textual reducido a su mínima extensión (apenas seis sílabas repartidas en tres versos «truncos») que se expande, sin embargo, hacia la máxima intensión:

Spring…

Too long…

Gongula…

 

Una suerte de haiku sáfico, en definitiva, que por la sola enunciación de una estación del año, una referencia temporal y el nombre de una discípula/amante de la poeta convoca una situación poética familiar para cualquier lector atento de Safo: el deseo incumplido del sujeto lírico ante la pérdida del objeto de su amor (y de su poema), que encuentra una sutil resonancia en el arreglo de los elementos naturales en que se ambienta una escena atravesada por los trastornos ocasionados por el transcurso irreversible del tiempo. Guy Davenport, discípulo de Pound y helenista díscolo, fue cómplice de una última complicación del estatuto intertextual de este poema, que lo sacó de ese anárquico departamento de la referencialidad literaria que se comparten el homenaje, la imitación y el plagio y lo dejó caer subrepticiamente al interior del corpus sáfico. En efecto, el texto de «Papyrus» aparece incluido en su traducción de la poesía de Safo, reconducido hacia el espacio literario de donde había salido sólo por la vía de una figuración tramada por otro poeta, devuelto a un origen que nunca fue genético y ahora es apenas adoptivo (allí, dentro del conjunto de los demás fragmentos originales, su presencia no resulta, tal como era de esperar, disonante).

Pero para Safo Oriente no es Japón, sino la Lidia vecina de Lesbos, y lo oriental no se resuelve en el imperativo poético de la condensación de la forma sino, sobre todo, en la abrosyna, ese término que, en el fragmento transmitido por Ateneo, he traducido antes por «delicadeza», y que en rigor reúne los múltiples matices del lujo, el refinamiento, la sofisticación, la belleza y la sensualidad, como ha sabido ver Elina Miranda. La abrosyna, explica Leslie Kurke en un notable ensayo incluido en The Cambridge Companion to Archaic Greece, denota la cualidad que comportan los largos vestidos, los peinados suntuosos, los perfumes especiados y fragantes y los ornamentos dorados promovidos por la moda que llega desde Sardes.

Sin embargo, si entendemos que este nombre puede llegar a calificar el efecto conseguido por esa pátina sutil que en la poesía de Safo enaltece todos los detalles de la realidad (trátese de las estrellas, de una copa de vino o de las hojas del manzano) que son asumidos, y como transfigurados, por su representación; si entendemos que puede designar ese impulso aristocratizante presente en los mayores momentos de su poesía (un impulso que tiene menos que ver con el vínculo con una clase social —aunque su origen, en principio, esté en él, y apenas sea concebible fuera del mismo— o con un conjunto de valores morales o políticos que con la tendencia de lo representado hacia un estado de gracia muy particular, que lo vuelve todo a la vez más íntimo y más remoto al lector), entonces podríamos concluir que no hay palabra más apropiada que abrosyna para nombrar el carácter más general de la obra de Safo.

Queda por ver, no obstante, qué relación específica puede caber entre este término —y el fragmento que, citado por Ateneo, lo contiene— y el resto del poema del que parecía formar parte en el papiro de Oxirrinco. Cómo explicar, en suma, las asociaciones, complejas y multilaterales, trabadas entre una declaración de amor a la abrosyna, una afirmación del anhelo de vida, la realidad de la poesía, los estragos corporales ocasionados por la vejez y el mito de la Aurora y Titono.

Y he aquí que otro hallazgo papirológico, ocurrido tan recientemente como en 2004, vino a restituir mucho de la complexión original del poema que la transmisión había desbastado hasta ceñir al ideal estilístico poundiano, y a echar una nueva luz sobre la cuestión de su sentido global. Una luz que, lejos de esclarecer su solución, no logró sino agravar el enigma.

El llamado «papiro de Colonia» había sido recuperado de esa suerte de papier mâché de la Antigüedad que es el cartonnage, un material elaborado a base de reciclaje de lino o —como en este y otros casos de textos recuperados de similar modo— papiro, que se empleaba, sobre todo, en la confección de artículos funerarios, como máscaras de momias y catafalcos. Éste provenía muy probablemente del oasis de al-Fayum, el sitio que produjo, hace unos dos mil años, una de las más fascinantes manifestaciones pictóricas de la Antigüedad.

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