Gabriela Escobar Dobrzalovski
Si las cosas fuesen como son
H&O editores
126 páginas
POR BEGOÑA MÉNDEZ

«La madre de la madre de la madre de mi madre. Pienso en esa torre de madres y cae como un dominó, imposible de ordenar.
Como si nadie quisiera esos apellidos.
Como si los nombres perdieran las letras.
Como si las cosas fuesen como son».

Si las cosas fuesen como son no necesitaríamos la literatura. Si fuesen como son, no existiría el ruido que agrisa el pensamiento, tampoco la incertidumbre que se transforma en desidia; nadie querría esconderse ni buscaría estrategias para alejar a la gente. Si todo estuviera en su sitio la identidad sería una talla perfecta, definitiva y sólida; la familia sería un espacio sagrado y acogedor, y la casa devendría un refugio seguro. Si el mundo fuese como es, el amor no acabaría, nadie estaría perdido en una masa amorfa de personas y eventos, de aburrimiento y pereza, de vínculos que hacen daño; no haría falta el lenguaje, herramienta que demarca, que deslinda individuos (o que trata de hacerlo), que ordena la experiencia (o que lo intenta) y que busca otorgar sentido y validez a todos esos afectos que desbordan y confunden y que nos hacen felices o nos llenan de dolor. Por suerte, las cosas casi nunca son lo que parecen; por suerte, necesitamos la literatura, es decir, la palabra que desarma la ilusión de la verdad absoluta, la palabra que fisura el magma incomprensible y ensaya acercamientos a otras formas de verdad frágiles y en constante proceso de construcción. Si todo fuese como es, Gabriela Escobar Dobrzalovski (Montevideo, 1990) no habría escrito su primera novela, ni habría recibido por ella el premio Juan Carlos Onetti de Narrativa 2021. Tampoco la escritora Sabina Urraca (San Sebastián, 1984) habría escrito el prólogo, deslumbrante y magistral, de la edición española. Que Urraca es capaz de fulminarnos con su literatura ya lo sabíamos; ahora, además, sabemos que Escobar tiene esa misma habilidad de andar cortando charcos con un cuchillo en la boca.

Con Si las cosas fuesen como son me pasa lo mismo que a Sabina Urraca: me parece tan valiosa que querría no revelar nada; desearía guardarla, retenerla para mí. Y, sin embargo, a la vez, quiero escribir sobre ella. Que la gente sepa. Que tenga lectores. Por eso esta reseña. Entonces, diré que la trama es como me gustan las tramas, escuálida y despojada: una mujer rompe su relación de pareja y la precariedad la obliga a regresar a la casa materna, una casa a pie de playa, en un balneario desértico y medio feo, lleno de yuyos y de vecinos tristes y disfuncionales, de tarados sin futuro, esas vidas que aterran a las personas canónicas y respetables. La protagonista convierte su regreso al hogar en un lento paréntesis donde meterse bien dentro y <<autoeliminar la posibilidad de ser incluida>>. Pero las cosas no son nunca tan sencillas; por eso, a su voluntad de esfumarse de la faz de la tierra y que la dejen en paz, opone otra pulsión o acaso necesidad: el intento de hacerse con un lugar en el mundo que no se encuentre ocupado por el monstruo de su madre que todo lo fagocita porque lleva en sus carnes la memoria nunca dicha del legado familiar. La novela se ve tensionada por ese movimiento doble (ausentarse-aparecer, aparecer-ausentarse) del que resulta un ritmo semejante al movimiento del mar: un vaivén repetitivo, que a la vez no es nunca el mismo. La búsqueda de sentido a un presente insoportable y a un futuro que no llega la lleva a escarbar en los restos descartados de sus ancestros. Esta contextura sirve de soporte para lo que de verdad importa: la creación de una voz literaria kamikaze y ensimismada, la articulación de una mirada poética perversa y compasiva. La protagonista se abre paso por las ruinas del pasado y de su propio presente e imagina masacres, igual que una vez masacraron a sus familiares: cerca de Varsovia, en Jedwabne, la población católica asesinó a sus vecinos judíos el 10 de julio de 1941. Dijeron que los invitaban a una fiesta. Los metieron en un granero y después «echaron kerosén y una chispa». En ese incendio perecieron los abuelos de la madre de la protagonista. ¿Cómo se sobrevive al holocausto? ¿Qué se hace con los familiares asesinados? ¿De qué modo el alzhéimer o la sordera pueden leerse como trazos de una historia que no quiere conservarse porque duele demasiado?

La novela, una suerte de diario íntimo donde las entradas no están fechadas, pero sí numeradas, está conformada por setenta fragmentos que funcionan como setenta instantáneas de un álbum de fotos que hubiese sido rescatado del tacho de la basura. «Si no tuviese ánimos de separar las cosas, pensaría que es un animal enorme, un único ser dejando huellas disímiles, caminando hacia atrás y hacia adelante a la vez, un ser de identidad amplia, inexacta», escribe la protagonista mientras observa la playa a donde va cada día para poder estar sola. La familia es aquí algo espeso y pegajoso como la arena mojada; entonces, para seguir viviendo, es decir, para zafar de esa masa monstruosa que podría aniquilarla, la protagonista sabe que debe reconstruirse en otro lado muy lejos de la influencia materna, pero rápido comprende que no podrá rehacerse si antes no se ahonda en la sustancia-pegote, si no escarba y no conoce la historia de su familia, si no consigue acallar el zumbido que aparece de noche y no la deja dormir. Sin saber de su origen, será imposible escapar del influjo de la madre, apodada la Tumbona, una figura inmensa y despiadada que se nutre de sus hijos, mamíferos desidiosos y atrapados en las redes de la crueldad materna. Escobar Dobrzalovski ha escogido la narración fragmentada para abrir respiraderos, para cortar y romper, para «detener el chorro», para poder separarse de su lastre familiar y devenir individuo.

En Si las cosas fuesen como son hay una voz en primera persona dispuesta a decir acerca de su familia lo que nadie nunca dijo y que se atreve también a mirarse en su madre, que le sirve de espejo y le devuelve un reflejo que no le gusta. Porque el silencio no borra las cosas y tampoco lava heridas, la protagonista se dedica a recoger el material orillado, las voces antepasadas que ni siquiera el océano ha podido tragarse. Hay otro modo de decir esto y que leo en el prólogo: «a medida que paso las páginas, el espanto ante esa cárcel del destino que dijo “aparecerás aquí, nacerás de estas personas” toma dimensiones colosales». Ese es exactamente el hilo conductor de la novela que tan bien señala Sabina Urraca: la inmersión en el horror de los vínculos de sangre, el desgrane del terror de un legado que ha querido enterrarse, pero que sigue muy vivo; a través de la autoagresión y del humor negro, la protagonista metaboliza todos los daños sufridos y también los infligidos. Este es un aspecto fundamental: la concepción del lenguaje como una bomba-racimo que impacta contra el suelo y desentierra fantasmas y antepasados muertos capaces de explicar quién es ella y porque es capaz, como su madre, de moler a las personas, de picar y de hacer pasta a amantes pasajeras para llenar el vacío que Julia le ha dejado. Porque lo que no se dice no desaparece ni pierde peso, las improntas del pasado se hacen carne en los cuerpos, sobre todo en la madre, madre-árbol que condensa en su tronco y sus raíces todo un árbol genealógico, madre-cronos que devora a sus propios hijos, que los consume y achica y los reduce a bonsáis: «somos su vitamina, su proteína. Nuestra madre se ensancha y nos deja flaquitos». Así, el único modo de no dejarse aplastar por esas huellas pesantes, de no dejarse arramblar por el genio de su madre, es registrar por escrito la memoria transmutada en susurro sostenido o silencio obligatorio. Cómo escribir en ausencia de un léxico familiar, es decir, cómo contar si, por ejemplo, «papá es una mala palabra» o «un conjuro que no hay que nombrar» es otra pregunta esencial que atraviesa la novela. Escobar Dobrzalovski defiende la tesis de que el ADN actúa en remoto, dentro de nuestra sangre y sin poder evitarlo, y que todas las historias acaban apareciendo, aunque intenten negarse; a veces, generación de por medio y otras tantas, en un bucle recurrente con leves variaciones. Así, el autismo, la sordera, el exilio, el amor que menoscaba, escribir en un cuaderno o destrozar flores funcionan como metáforas del desacomodo vital de la protagonista, pero también sirven de estampa de familia, una imagen que convoca más historias de fantasmas y a esa madre colosal que ejerce contra sus hijos el despotismo amatorio o el amor como crimen; en todo caso, «métodos de protección que se parecen demasiado a un castigo». Si es cierto que solo hay algo peor que tener familia y es no tenerla, la Tumbona representa ese mal, en el fondo superable, que todos necesitamos para estar aquí en la vida e inventarnos relatos sobre madres-leviatán imposibles de matar.