Juan Gómez Bárcena
Kanada
Sexto Piso, Madrid, 2017
196 páginas, 17.90 € (ebook 9.99 €)
POR JUAN ÁNGEL JURISTO 

Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es autor de un libro de relatos, Los que duermen, y cuatro  novelas, El héroe de Duranza, Farmer Stop, El cielo de Lima, que obtuvo el Premio Ojo Crítico de Narrativa 2014, y Kanada, ésta que ahora nos ocupa, que fue galardonada con el Premio de las Letras Ciudad de Santander y quedó finalista del Premio Tigre Juan. La crítica destacó en Los que duermen, amén de cierta fidelidad a la literatura fantástica, el continuo homenaje que hacía a la tradición literaria, una tradición de amplio espectro y mirada variada, desde las sagas nórdicas a las Crónicas de Indias, los relatos míticos, los cuentos de hadas, la distopía a lo Huxley, la robótica en el más puro estilo Asimov… pero que, a pesar de ese bagaje cultural manifiesto, explícito, era poseedor de un mundo personal que, a veces, rozaba lo fascinante, y lo curioso de todo esto, lo destacable es que ese mundo personal se había forjado en un sincretismo literario profuso. En este sentido Juan Gómez Bárcena utilizó los recursos propios de un posmodernismo a lo William Gaddis que le dio muy buen resultado. Los que duermen constaba de quince relatos de mirada inquieta variada a diversas tradiciones. De aquellos quince relatos se podrían destacar tres de hermosa factura: «Los que duermen», donde el guardián de un museo escolta a todo un ejército de durmientes sin remisión posible… para él; «La espera», un robot que, inmerso en un mundo de androides, aguarda como agua de mayo la llegada del Mesías y, desde luego y en otro orden de cosas, «Fábula del tiempo», donde una princesa viaja en el tiempo por una cuestión amorosa.

Como fascinante es, asimismo, el relato en que consiste El cielo de Lima, de nuevo una narración que se sostiene mediante el recurso a la cita literaria. Estamos en 1904 y dos jóvenes peruanos, que quieren a toda costa tener ejemplares firmados de Juan Ramón Jiménez, Arias tristes en aquellos años en la poesía amorosa fue el precedente del éxito, apareció por entregas en Blanco y Negro que los poetas limeños llaman «bisemanario español ABC»,  que años más tarde tendría Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda, se hacen pasar por una muchacha de nombre Georgina Hübner. Aquello dio lugar a una copiosa correspondencia entre la supuesta Georgina y el poeta durante mucho tiempo hasta que Juan Ramón se entera de la trágica muerte de la chica peruana. De ahí que en Laberinto se encuentre un poema «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima» en recuerdo a aquella ambigua y enamoradiza relación basada en la lejanía y en el eco dejado por la escritura. Muchos años después, ya en el exilio, Juan Ramón se enteró del engaño pero dejó constancia de lo que había contribuido ese poema a la posterior poesía amorosa en el continente americano, aludiendo maliciosamente al libro de Neruda. Los dos poetas, Carlos Rodríguez Hübner y José Gálvez se basaron para el personaje en el nombre de la prima de Hübner, y parece ser que la propia Georgina colaboró en el engaño para que la cosa fuese más verosímil.

Esta historia estaba que ni pintiparada para que Gómez Bárcena se fijase en ella y de una u otra manera conjeturase, si no con la historia misma, muy conocida, sí con el entorno. Así, en El cielo de Lima nos encontramos frases de fascinante recreación: «Al día siguiente la sirvienta mulata barrerá las pelotas de papel esparcidas por el suelo y las confundirá con poemas del señorito Carlos Rodríguez. Pero esta noche el señorito no escribe poemas. Fuma un cigarro tras otro con su amigo José Gálvez y juntos sopesan las palabras precisas con que dirigirse al Maestro» y le sirve a nuestro escritor para describir a la sociedad limeña de su tiempo, una sociedad tan imaginada por otro lado como la misma Georgina de Juan Ramón. Ya lo dijo el poeta con mejores palabras en la carta: «Y si en ninguna parte nuestros brazos se encuentran, / ¿qué niño idiota, hijo del odio y del dolor / hizo el mundo, jugando con pompas de jabón?». Años después, el anhelo amoroso de Juan Ramón se concreta en una mujer de carne y hueso, Zenobia. En el caso de Juan Gómez Bárcena las épocas no vividas por él mismo siguen siendo parte de su soporte literario.

Kanada era el nombre de un pabellón del campo de exterminio de Auschwitz. Una visita que hizo el escritor al campo fue el germen que le impulsó a escribir la novela pues se sintió ofendido por la teatralización que se hace en las visitas sobre el horror vivido, donde se mezcla el melodrama poco realista asegurando además y recalcando que ésa era la única realidad vivida por los presos. Así, ese espíritu de camaradería que unía a todos los presos cuando según testimonio de ellos mismos solía suceder lo contrario. Pero, lejos de ser una novela más sobre el Holocausto, Kanada es una narración que prescinde de aquellos años aunque no de sus consecuencias, y se centra en otro horror, el vivido por los desplazados centroeuropeos, que llegaron a superar los quince millones después de la guerra. El protagonista es un superviviente de Auschwitz que termina volviendo a su casa, en la Hungría estalinista con síntomas claros de estrés postraumático, tal la inversión del tiempo y la confusión en los tiempos verbales, aunque la circularidad temporal es característica de otros libros de Juan Gómez Bárcena, tema que ya aparece en El cielo de Lima y, sobre todo, en el libro de relatos, Los que duermen, una especie de eterno retorno muy particular, pues el autor piensa que la historia es una repetición que tiene visos de eternidad.

Tamaña concepción dota a sus escritos de inquietantes descripciones que, a veces, parecen sacadas del universo dostoievskano. Se ha hablado de Jorge Luis Borges, de Martin Amis y de Kurt Vonnegut como autores referenciales de esta novela, pero salvo en el caso de Vonnegut, cuyas tremendas escenas apocalípticas de los bombardeos de Dresde en Matadero cinco se han convertido en obligada referencia cuando hay que referirse al desorden dantesco de la última guerra, no encuentro relación alguna entre el estilo moroso de Gómez Bárcena con el escritor británico, salvo cierta inclinación a aliar inteligencia e intensidad narrativa y, desde luego, con Jorge Luis Borges comparte una sola obsesión, que no es poco, la de la cita literaria, verdadera o inventada, que en este caso es lo mismo pues se inscribe exclusivamente en un universo literario que se justifica por sí mismo.

Kanada está escrita en segunda persona, ese tú impersonal en que la literatura francesa de los sesenta abundó hasta la exasperación y que se correspondió punto por punto con el auge de la nouvelle vague y el objetivismo de la cámara cinematográfica. Alguna novela de Robbe Grillet, ciertas de Marguerite Duras, algunas páginas rotundas de La batalla de Farsalia, de Claude Simon, atestiguan la enorme belleza asociada a una literatura morosa, indagadora, profundamente intelectual que empleó esa segunda persona, recurso que posee la ventaja de dotar de profundidad analítica al texto pero corre el riesgo de aburrir al lector porque en un momento determinado esa profusión analítica puede quedar reducida a su propia retórica, a la retórica que sólo se justifica en el propio texto, lo que lleva a su muerte por pura inanición intelectual. En nuestra literatura Juan Goytisolo empleó en sus primeros libros este artificio con aprovechada e inteligente intención y el resultado fueron dos novelas referentes de nuestra narrativa, La reivindicación del conde don Julián y Señas de identidad. Kanada está escrita de esta guisa y nos hemos referido a ese peligro porque llega un momento en que el lector remonta con dificultad un estilo que puede empezar a parecerle ampuloso y que sólo salva la enorme calidad poética del lenguaje empleado por Gómez Bárcena. Así, «En una maleta particularmente ligera encuentras el cuerpo de un bebé con los dedos sin uñas ensangrentados de escarbar el cartón. Los padres intentaron que burlara el control y a su modo lo lograron. L kapo mira el cuerpecito por encima de sus gafas, el cuerpo inflándose allí dentro, rígico y arriñonado; la piel enrojecida y como acecinada por el calor; la boca hinchada en un grito que nadie escucha. Quien puede saber lo que piensa entonces…».

En la página 71 asistimos, sin embargo, a la introducción de un elemento muy querido al autor, el de la concepción circular del tiempo, que hace meterse al lector en el bucle de la cinta de Moebius. El capítulo, breve, es una cita de un libro donde se nos habla del teólogo y astrónomo Johannes Schneider, quien, frente a Kepler y Copérnico, quienes teorizaron sobre las órbitas elípticas y circulares, proponía las órbitas en bucle, lo que conciliaba la experiencia de la última astronomía con colocar a la Tierra en el centro del cosmos. Esa órbita en bucle producía la tendencia a la circularidad del tiempo, y desde esta página 71 al lector comienza a abrírsele cierta comprensión de lo que hasta entonces se le aparecía como algo opaco. Comienza a entender, por ejemplo, que al protagonista de la novela le sucede que une el destino del pabellón Kanada con la suerte de la revolución húngara del 56, y eso gracias a esa circularidad del tiempo que hace que el campo de exterminio y la frustrada revolución se parezcan bastante respecto al escenario que los humanos representan, es decir, la tendencia a la traición, a la delación, a mirar hacia otro lado, donde siempre aparecen esas supuestas víctimas que indefectiblemente se las arreglan para estar siempre por encima de la ola que amenaza con ahogarlo todo.

La novela cumple a la perfección con lo que se propone, es decir, dar cuenta de una obsesión y creo que, por ello, está más que justificado ese empleo del tú, si es que algo hay que justificar. Ello le permite una delectación casi morbosa en el detalle que produce inquietud y agobio en el lector, sólo atemperado por la belleza del estilo y algunas imágenes cargadas de rutilante capacidad poética: «En cualquier caso, hay muchos más mendigos que estrellas. Unos siete mil por la mañana, cinco mil quinientos por la tarde; no menos de mil entre los que se encienden las farolas y se apagan al alba. Unos centenares menos si hace demasiado calor o demasiado frio».

Y luego están los personajes, abstractos, claro, porque son figuras, empleando el término en el sentido que le da Ernst Jünger, y que parecen de carne y hueso hasta que caemos en la cuenta de que son espectros, aun sea porque así lo quiere el protagonista. Tenemos de este modo al Vecino, que juega un papel fundamental en la narración al ser el custodio del hogar del protagonista cuando éste se hallaba en el bucle de Kanada; al Sobrino, claro, y, desde luego, la Esposa, que sufre y no sufre, depende, porque sólo actúa como testigo casi mudo de los acontecimientos; el Profesor, que es el protagonista, o una de sus máscaras; el Alumno, porque no hay profesor sin alguien a quien enseñar y, sobre todo, por encima de todo, la obsesión hecha convicción, de que existe una extravagante órbita en bucle, que podría llegar a revertir la dirección del tiempo.

Juan Gómez Bárcena parece haber creado una fábula de nuestro tiempo paralela a las ruinas circulares borgianas. Es tiempo de citas.