Alana S. Portero
La mala costumbre
Seix Barral
252 páginas
POR CRISTINA SANZ RUIZ

«Escribo la palabra ave, leo la palabra Eva». Una palabra que contiene otra, un cuerpo que contiene otro. En este sencillo anagrama el poeta y artista multidisciplinar Ángelo Néstore condensa con delicadeza el anhelo de libertad de quien nace fuera de la normatividad sexual y de género. De esas alas a las que el otro cuerpo no puede renunciar habla La mala costumbre, primera novela de Alana S. Portero (Madrid, 1978). Editada por Seix Barral y con más de una decena de traducciones concertadas, esta opera prima se promociona como un fenómeno editorial antes de haber siquiera alcanzado los estantes de las librerías. Aunque siempre haya dosis grandes de misterio y azar en las dinámicas del mercado literario, este éxito previo al dictamen de los lectores se explica, creo, por una temática aún poco manida, novedosa incluso a pesar de la existencia de modelos previos. Además, la apuesta del sello barcelonés ve la luz en un contexto social —y político— favorable y bien podría llegar a inaugurar un subgénero propio dentro de la novela de formación: el bildungsroman trans. Porque aquellos que hemos nacido con sincronía entre cuerpo y mente (y que no militamos en ninguna caverna de la intransigencia) necesitamos estos relatos para ubicarnos ante una realidad que resulta compleja de entender y se siente, en general, ajena, por más que repitamos aquello de humani nihil a me alienum puto.

Si la novela de formación constituye uno de los modelos narrativos de La mala costumbre, su estructura se conforma a partir del clásico viaje del héroe o, como reza la glosa de la contraportada, una «versión bastarda» de este. La protagonista cuenta su historia en primera persona desde el embarazo de su madre hasta pasada la treintena, sin saltarse, aunque sea de manera sui generis, ninguna de las paradas de rigor de este itinerario: los orígenes, la profecía, el mentor (mentoras, en este caso), los obstáculos vencidos, la gran derrota, el descenso a los infiernos, la vuelta a casa y, por fin, la victoria. La evocación de la epopeya se apuntala a lo largo del texto a través de las analogías que la narradora trenza entre personas reales y personajes de fábula. Ella, que vive escindida entre dos mundos, el real —masculino, opresor, diurno— y el de la fantasía —femenino, libre, nocturno—, interpreta a cada persona que se cruza en su camino en clave de personaje mítico. Así desfilan por la novela alusiones variopintas que beben de distintas fuentes, desde la mitología grecolatina —Áyax o Medusa— a los cuentos de hadas —Barbazul—, pasando por el folklore anglosajón —Lady Godiva— o la historia medieval —Juana de Arco—.

Sin embargo, estos guiños reiterados a la esfera de lo mítico no van más allá de la referencialidad. Lejos de encontrarnos ante una ambientación fantasiosa, La mala costumbre es, en esencia, una novela realista y castiza. De hecho, Portero dedica buena parte del libro no a la peripecia de la heroína sino al retrato del barrio madrileño de San Blas, incluidas las dinámicas sociales de sus habitantes, así como las transformaciones que sufre desde unos años ochenta marcados por la plaga de la droga hasta la reconversión residencial de la zona en las últimas décadas. Pero el costumbrismo de La mala costumbre no se limita a la descripción colorista de ambientes y se trenza con una reivindicación proletaria donde los condicionantes de género y clase convergen. Tanto su defensa de las redes vecinales como su denuncia de la precariedad y de los efectos que sufren los cuerpos en el capitalismo alienante insertan esta obra en la tradición de una narrativa social que ha resurgido en nuestro país con inusitado vigor a partir de la crisis económica de 2008. Más aún, la novela entronca con una corriente de la literatura española última que pone el foco en los márgenes sociales —el lumpenproletariado, en términos marxistas— como vemos en las ficciones de, entre otros, Andrea Abreu en Panza de burro, Óscar García Sierra con Facendera, Juarma y su Al final siempre ganan los monstruos o, bastante más conocida, Lectura fácil de Cristina Morales. Conviene señalar una diferencia significativa con estos autores, aparte de que todos ellos han nacido ya en los ochenta y noventa. Mientras que en esta generación más joven encontramos un marcado deleite por lo truculento y tremendista (flota en muchas de estas obras un curioso aire de narración de posguerra) que deriva hacia posturas bien existencialistas en unos casos, bien nihilistas o deterministas en otros, Portero rehúye los tintes sórdidos y, aunque narra una existencia desoladora, compone para el lector una visión hermoseada del mundo que, por desgracia, a ratos cae en el sentimentalismo fácil. Ahí se halla el punto más flaco de la novela, la cual se vería beneficiada de un trazo menos idealizado, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de personajes, pintados buenos o malos sin que medien en ellos zonas de grises. La luz de la benevolencia se posa sobre los padres y el hermano de la protagonista, nobles y sinceros, capaces de apoyarla desde el amor y a pesar de la incomprensión; sobre Margarita, la sacrificada travesti de sonrisa amable que cuida con mimo a su madre enferma; sobre Jay, el primer novio, quien acoge con cariño y complicidad la confesión de la narradora; o sobre Antonio, el generoso y encantador dueño de un bar de Chueca que, sin conocer de nada a la pareja de tortolillos adolescentes, les ofrece su casa como nido de amor. De manera similar, el maniqueísmo afecta a los antagonistas del relato, seres que carecen de claroscuros y parecen guiados por una maldad sin explicación, tosca, casi atávica.

Pese a ello, el testimonio de esta historia de inspiración autobiográfica impacta por el dolor desgarrado que transmite y eso comporta un valor que no conviene desestimar. La narración de Portero posee una fuerza llamativa, poco común en un panorama literario donde el problema de muchos narradores estriba en que quieren escribir pero no tienen nada que contar. La literatura sigue funcionando como soporte para asomarnos a vidas que tal vez ni siquiera somos capaces de imaginar y nos presta, disculpen que acuda al tópico, zapatos ajenos con los que caminar los pasos de otros. Esta novela nos coloca sobre los tacones de una mujer trans que avanza las empinadas sendas del Gólgota.

No es la primera vez que una ficción nos propone asomarnos a la realidad de las personas transexuales, claro. En los últimos años la literatura de temática trans ha salido del ostracismo y ya no se ve condenada a encontrar cobijo en librerías especializadas. Pensemos en el trabajo del citado Ángelo Néstore, cuyos versos queer han ganado algunos de los premios de poesía joven más reconocidos de nuestro país —merecen en especial la pena sus poemarios Deseo de ser árbol (Espasa, 2022), Actos Impuros (Hiperión, 2017) o Adán o nada (Bandaàparte, 2017)—. En 2020, el Teatro María Guerrero, integrado en el Centro Dramático Nacional, subió a escena la obra Transformación, escrita por la dramaturga Paloma Pedrero a raíz de haber asistido al proceso de transición de su hijo. Y en narrativa no podemos olvidar que hace tan solo cuatro años la argentina Camila Sosa Villada publicó con gran éxito Las malas (Tusquets, 2019), libro imprescindible sobre un grupo de prostitutas travestis, cuya crudeza, tan descarnada como efectiva, baila al son de un realismo mágico embaucador. También hemos conocido la problemática de la disforia de género a través de series comerciales de alcance internacional (sin ánimo de exhaustividad, se me vienen a la cabeza unas cuantas: Euphoria, Orange is the new black, Sense8 o Sex education) y, dentro de la producción nacional, conviene destacar la aplaudida serie Veneno de HBO, un exitoso biopic sobre Cristina Ortiz Rodríguez dirigido por la popular pareja artística los Javis.

La variedad de ejemplos indica que nuestra sociedad avanza en una dirección positiva de respeto y apertura hacia la alteridad, aunque sigan dando coletazos escenas como la sucedida este mismo año en el debate electoral cuando un candidato lanzó a sus oponentes la cuestión «¿Qué es una mujer para ustedes?» cual dardo envenenado. La pregunta, no exenta de crueldad, viene a recordar que seguimos necesitando relatos como este, útiles porque nos apartan, con suerte para siempre, de la intolerancia y la indiferencia. ¿Acaso podría alguien, tras leer a Alana S. Portero, arrogarse la potestad de opinar sobre la identidad de otro ser humano? El periplo del héroe —de la heroína— en La mala costumbre no persigue una aventura que la encumbre ni una victoria legitimadora. Su epopeya suena poco ambiciosa, una Ulises que aspira, tan solo, a poder ser quien es. Arribar a Ítaca, conquistar el derecho a existir. Como si eso fuese poca cosa. La gesta de esta novela de (trans)formación canta —¡oh, musas!— la más digna de todas las hazañas. El esfuerzo titánico, spinoziano, divino, de perseverar en el ser.