POR FERNANDO CASTILLO

A Monika Poliwka y Juan Manuel Bonet,
mentores cracovianos
I

Suena el clarín del heraldo en la torre de la iglesia de Santa María y el aviso de la amenaza del tártaro rebota en el empedrado del Rynek Glówny, la gran plaza central del mercado de Cracovia. Es otoño y el aire a veces trae el humo de la leña que arde en las primeras chimeneas que comienzan a encenderse en la Stare Miasto, la ciudad vieja surgida con las primeras marchas del Drang nach osten repoblador en territorios de paganos emprendido por el Sacro Imperio con las primeras luces del año 1000 y el fin de los terrores apocalípticos. Cracovia y estos lugares de frontera con la Europa cristiana se convirtieron entonces en lo que Juan Manuel Bonet, el cantor hispano de la ciudad, llama en su libro de poemas Nord-Sud un «hosco voivodato». Una urbe que durante siglos vivió dramáticamente su condición de confín al ser destruida por los tártaros de los que, inútil pero valerosamente, avisaba el héroe del clarín encaramado en el campanario atalaya que domina los tejados de nieve cracovianos. Un carácter medieval que está vivo en muchas de sus iglesias, que no han olvidado sus orígenes de madera: en la puerta de San Florian, en la Barbacana, en el patio de la Jagellonska y en el aire de burgo hanseático que le aporta su emplazamiento junto al caudaloso Vístula, vigilado desde la acrópolis que forma el conjunto palaciego y eclesiástico del Wawel. Hoy, las desaparecidas murallas protectoras en los años oscuros de inseguridad y pestes han dejado su lugar al Planty, ese anillo arbolado que en otoño ciñe de amarillo, verde y pardo a la ciudad.

Pasear por las calles paralelas, comerciales y frecuentadas que llevan del Rynek Glówny a la muralla que rodea la puerta fortificada de San Florian, a la que protege la imponente Barbacana circular que a veces rodean los estorninos, es recorrer la Cracovia medieval y renacentista. Un trazado cuadricular y una vocación geométrica que muestran las manzanas limitadas en los extremos por las calles Slawkowska, desde este otoño ya siempre unida al recuerdo, y Sweta Kryza, en las que hay ecos de campamento romano, de cardo máximo y decumanus, de damero y de bastida medieval del Midi y el Languedoc. Y es que todo es armónico, todo es Europa en este tablero cracoviano en el que, desde la majestuosa torre de Santa María, el heraldo, olvidada la amenaza del nómada, nos avisa cada hora, implacable, de que el tiempo pasa.

Pero ese trazado geométrico de nuevo empleado por los repobladores medievales, que luego se recupera en el Renacimiento como emblema del humanismo, de la razón y la modernidad también aparece en calles como la Jagellonska, en cuyo número 5 vivía el poeta vanguardista Tadeusz Peiper, y en la que parece esconderse la Universidad. Una racionalidad urbana que de nuevo se rompe en los alrededores de la colina del Wawel, el complejo fortificado que acumula historia, núcleo de la ciudad en los días del Hierro. No muy lejos, la curva y la discreción medieval, aunque sea más comercial que militar, más de mercader que de caballero, y con edificios de líneas renacentistas, reaparecen en la calle Kanonicza y en la animada y señorial calle Grodzka. Por esta vía se desciende desde el Rynek hacia la imponente acrópolis cracoviana, entre iglesias y locales centenarios, por una suave pendiente en la que los rayos de sol de un otoño todavía benigno iluminan las piedras centenarias, pulidas y patinadas, de los edificios y del pavimento. Cerca, junto a la plaza Wszystckich Swietych, en la curva que hace la calle Franciskanska cuando desciende hacia el Planty, está la iglesia de San Francisco de Asís, del siglo xiii, donde las vidrieras de Stanislaw Wyspianski, de trazo simbolista y colores gauguinianos, casi fauves, dejan pasar la luz otoñal que los colores vuelven cegadora. No es de extrañar que la imagen de Dios Padre, con resonancias jupiterinas, o la frescura de los motivos vegetales que dan al interior una sensación de irrealidad casi tropical, atrajeran a Adam Zagajewski como un imán caleidoscópico, deslumbrante.

El complejo de la colina de Wawel es una sombra alargada sobre la ciudad. Un recordatorio del poder, a veces espejo inquietante y amenazador, como en los días de la Ocupación cuando Hans Frank, el Gobernador General de toda Polonia, instaló su gobierno virreinal y despótico en el palacio. Desde ese despacho podía ver a sus pies tanto Cracovia como el patio porticado de aire renacentista y pavimento de grandes losas que ahora aparecen pulidas bajo la lluvia que adelanta el invierno. En el complejo del Wawel, flanqueado por las torres defensivas que lo enmarcan, se puede ver el Vístula como una ancha y densa lengua gris, y tras él, a lo lejos, las franjas verdes y oscuras de la llanura que se pierde en los Urales. En el Wawel, donde el sátrapa nazi Hans Frank y su corte daban fiestas deslumbrantes que contrastaban con una ciudad asustada, estuvo invitado Curzio Malaparte, quien en su Kaputt describe las veladas y nos habla de una Cracovia desoladora, helada y hambrienta, con hombres como espectros andando por unas calles nevadas y solitarias. Las risas y las bromas antisemitas de los nuevos amos, custodiados por centinelas de cascos de acero en las murallas, resonaban en el conjunto como una canción obscena.

Nada de eso se puede olvidar mientras se contempla, desde la curva del Vístula, la mole monumental de cúpulas verdes y ladrillo rojo almagre que forman la fortaleza, el palacio y la catedral, un resumen de la Polonia de los Casimiros y Segismundos Jagellones que los erigieron. Una acrópolis que tiene ecos bizantinos del gran Palacio de Constantinopla, de topkapis con serrallos turcos, de kremlines de infinitos pasadizos y cúpulas de bulbos dorados, de hradcanys praguenses de aire misterioso que evocan a Rodolfo ii, y de castillos de Buda, asomado a la puszta amarilla. Una compleja combinación de torres cuadradas y redondas, de iglesia y fortaleza que recuerda al tintinesco castillo real de Kropow, no lejos de Klow, la capital syldava que dibujó Hergé.

Desde allí, contemplando la otra orilla donde, tras una fila de árboles sin hojas, se encuentra Podgorze, el barrio más periférico de Cracovia, se entiende lo mucho que puede separar un río. Sobre todo, si es caudaloso en aguas y en historia. En el pasado siglo casi todo lo ocurrido en Europa comenzó en el Vístula con resonancias bélicas de los últimos días de la guerra que cambió el continente. Es el río eje de la ruta del precioso ámbar amarillento y añejo, de las pieles y del grano que recorrían las barcazas uniendo el mar Negro y el Báltico. Cracovia es el comienzo de esa liga hanseática fluvial que cruza Polonia para acabar en Danzig. Ahora, en este otoño, el Vístula baja caudaloso arrastrando troncos y raíces en sus aguas de un gris claro que parece fundirse con las nubes. A veces parece que hay algo engañoso, frágil, en esta placidez otoñal que se aprecia en esta orilla del Vístula; en esa imagen de una joven madre paseando con su hijo de pocas semanas en una mañana suavemente soleada, entre árboles y el césped de un solitario jardín infantil. Hay un silencio que inquieta, que parece hecho para ser quebrado. Es sin duda el recuerdo de la historia, la imagen de la fotografía que muestra a unos soldados de las fuerzas de Koniev, en enero de 1945, apostados en la orilla que ahora veo apenas surcada por algún paseante, poco antes de cruzar el río y ocupar la ciudad para seguir el camino que llevaba a Berlín.

La ciudad es una síntesis de Polonia sin dejar de ser una de las joyas del Imperio Habsburgo, cuyo recuerdo permanece en lugares como el comedor del hotel Wentzl, de grandes ventanales sobre el Rynek entre maderas centenarias y espejos dorados, que parecen esperar algún archiduque vienés o al propio Francisco José seguido de un séquito de húsares y ulanos dispuesto a tomar un jabalí marinado, todavía servido con guantes. Fuera, la imponente plaza, con la galería central a modo de carvanserai, de zoco entre tártaro y eslavo que nos recuerda que el comercio es inseparable de Cracovia y que las estepas que conducen a Oriente y los grandes ríos que llevan al sur no están lejos. Puestos en los que el ámbar, los trabajos en madera, las pieles o las prendas de lana hablan de un comercio septentrional que todavía permanece.

Otros balcones, desde los que se puede evocar al mariscal Pilsudski –largo abrigo y gorra– cruzando el Rynek Glówny a grandes zancadas en los agitados días de la Legión Polaca o de la independencia de Polonia, son el Wesele y el Szara. Unos lugares con salones –siempre madera y altos techos, en los que la luz otoñal llega al interior débil y matizada– donde la nomenklatura comunista, con largo abrigo y sombrero gris, compartía el ganso asado en los días en los que no se podía hablar de Katyn. Aquellas fosas en las que estuvieron de visita guiada por los nazis Ernesto Giménez Caballero y Robert Brasillach para cantar las atrocidades soviéticas, que luego, en una película imprescindible, contaría Andrej Wajda, cuyo padre fue uno de los miles de polacos que se quedaron allí.

Todo esto en un Rynek que desde sus orígenes ha estado presente en la vida de la ciudad y que han retratado decenas de fotógrafos como Henryk Hermanowicz, uno de los cantores de Cracovia y de los más destacados entre los muchos que han enfocado la ciudad y esta plaza infinita que guarda en cada rincón un recuerdo de la historia. Una ciudad en la que, en la distancia, se aprecia lo eslavo, la presencia de lo ucraniano y sus atamanes cosacos, de los distantes grandes ducados moscovitas, del mundo que lleva a Asia, de lo mongol. No es de extrañar que, a pesar de la realidad europea de Galitzia, el Vístula tenga algo de frontera, de límite.

Existe también, y está muy presente, una Cracovia simbolista, fin de siglo, que aparece en lugares como el misterioso Dom Pod Globusem, la Casa del Globo, el edificio rematado por torre de buscado aire medievalizante y a la que corona una cúpula verde con una esfera hueca que parece albergar el laboratorio de algún médico inquietante, sea Mabuse o Caligari, que al caer la noche fuma contemplando la oscura arboleda del Planty y el arranque de la Ulica Slawkowska que, entre edificios de factura elegante, conduce al Rynek. Una torre que, emulando a Tadeusz Peiper, también me lleva a Madrid con el recuerdo de la más tardía que remata el hotel Victoria, protagonista de cierta fotografía nocturna.