Al igual que tantas ciudades galitzianas, Lvov, que sobrevivió a la guerra sin apenas destrucciones, ofrece, junto a la arquitectura renacentista y barroca, un muestrario de edificios historicistas y modernistas que le dan el carácter monumental y vienés que acompaña a muchas urbes del imperio austriaco, a los que se pueden añadir algunos ejemplos de arquitectura racionalista y expresionista de los años de entreguerras. Infinitos son los ejemplos, aunque tras unos paseos es inevitable tener algunas preferencias, como la casa de los años veinte en la calle Kleparivska, cerca del Hospital Judío, en la que la decoración es un canto a los medios de transporte de la época, o el enorme edificio art déco que se asoma al bulevar Svobody y a la calle Hnatyuka, hoy convertido en banco, cuya enorme cúpula verde recuerda el casco de un guerrero medieval.
A pocos metros, el Palacio de la Ópera anuncia Las bodas de Fígaro y atrae un discreto reguero de personas que hormiguean a la entrada. Construido a principios de siglo –al igual que la mayoría del Lvov moderno, como muestra de la voluntad de rivalizar con París y Viena, los dos modelos de la época–, el enorme edificio es uno de los símbolos de la urbe. Su interior, apenas alterado en su siglo de vida, de nuevo nos evoca los últimos días de los Habsburgo, de grandes arañas y valses, de frufrú de encajes y sedas, de tenientes Von Trotta de bigotito tembloroso, pálidos de tanto Hennesy y champagne, que sirvieron de modelo al medio leopolitano Joseph Roth, aunque también recuerda a los momentos, muchos más grises, de los jerarcas del partido, algunos sin duda hospedados en el cercano Hotel Lviv. Es la Ópera faro del deambular por la urbe pues su arquitectura decimonónica, tan ecléctica como historicista, domina el bulevar Svobody, donde coincide todo Lvov.
Ciudad de teatros y cafés que acogían tertulias de toda condición, como el Stuzka, uno de los muchos que recuerda Jozéf Wittlin y que hoy, a pesar de estar tan desaparecidos como el mundo en el que nacieron, nos hablan de la vida cultural de una ciudad que en 1913 pudo ver una exposición colectiva cubista y expresionista, organizada por la revista berlinesa Der Sturm, mostrando como Lvov estaba entre las ciudades del mundo germánico en las que fermentó la vanguardia, de Kosice a Lodz, pasando por la propia Cracovia.
Unos cafés como el gran establecimiento situado en el Rynok, frente al Ayuntamiento, y esquina con la calle Ruska, que a pesar de la modernización se obstina en conservar algo de lo que fue en los años en los que se hablaba polaco en la ciudad. La madera del suelo, la sucesión de espacios a modo de reservados un poco laberínticos, nos habla de tertulias de artistas y escritores, de periodistas y jóvenes inquietos en horas inacabables ante tazas de café que se beben como un rito. Si la fachada aún muestra sobre una de las grandes ventanas restos de los anuncios de antaño, el interior ofrece en paredes y marcos las divertidas xilografías, rojas y negras, entre vanguardistas y populares, de anuncios de café. Lo frecuentado del local da idea del carácter alegre y social del leopolitano, de la importancia del café como centro cultural de la ciudad, en fin, de su condición de institución. Un ir y venir continuo de clientes y camareros por unas tablas desgastadas que nos hace pensar en cómo sería en los días anteriores a la llegada de los totalitarismos.
Como en Cracovia, el cielo de Lvov a veces aparece surcado por trazos rectilíneos que dibujan los cables de las farolas colgantes y de los tranvías que, desde principios de siglo, recorren la ciudad. Su paso por las calles de arquitectura monumental, de edificios de fachadas almohadilladas o decoradas con todos los motivos, sus raíles hendidos en el pavimento de adoquinado reticular, confirman que permanece el paisaje urbano de la Mitteleuropa que aquí, con elegante decrepitud, crea una vez más la ilusión del tiempo detenido. Y es que casi todo en Lvov habla del pasado, de la infancia propia o del recuerdo de una época cuyos ecos aun llegamos a oír y que en Galitzia nos parecen más cercanos. Un pasado retenido que acumula lo polaco, lo germano, lo judío y lo eslavo y que –parece– se obstina en permanecer y en dejar testimonio de que alguna vez fueron y estuvieron. Nada como leer a Omer Bartov para saber en este otoño lo que ha cambiado en la ciudad y en los oblast de los alrededores, donde hay urbes como Stanislau –en polaco Stanislawòw, ahora convertida por mor de los cambios en Ivano-Frankivsk, en homenaje al poeta ucraniano Ivan Frank– que han seguido un destino semejante al de Lvov. Un destino que ha llevado a que hoy tengan una identidad tan diferente que ninguno de los periódicos que ahora se editan están en la misma lengua que los que se publicaban hace ochenta años. En este otoño, en el bien surtido puesto de periódicos de la avenida Svobody frente al hotel Viena, las cabeceras son todas ucranianas. Sólo alguna librería de viejo, como la del simpático Anatoli Vasilevich, o en los puestos de algunos de los entretenidos rastros, ofrecen por medio de los libros y revistas la variedad de idiomas que se hablaban y se leían en el Lvov anterior a 1945. Curiosamente, en yiddish y en hebreo no vi resto alguno.
Es imposible pensar en Lvov sin recordar la historia de la que nos hablan sus diversos nombres, pues esta ciudad ha sido muchas urbes sin dejar de ser ella nunca. Un privilegio que a veces le ha costado caro. Y es que ha pasado del histórico y latino Leópolis al alemán Lemberg, al polaco Lwow sin dejar de ser el Lemberik yiddish, luego al ruso Lvov, para volver a ser Lemberg, otra vez Lvov y, por último, convertirse en el ucraniano Lviv. Todo ello, naturalmente, ha ido dejando su rastro por la ciudad, aunque a veces cueste encontrarlo. No sorprende que Lvov resuma historia, pues es tan medieval y barroca como modernista. Tiene iglesias y catedrales que hablan de la importancia de sus comerciantes y nobles, quienes también dedicaron su dinero a levantar unas casas palaciegas que proclaman el éxito de sus propietarios, como las que rodean el Rynok, la plaza del Ayuntamiento, cuya arquitectura habla de las relaciones con la lejana Venecia y de la admiración hacia el Renacimiento y el Barroco de los ricos leopolitanos.
También la calle Staroyevejska en la que se agrupaban algunas de las principales familias judías antes del horror de los pogromos de 1919 y sobre todo del espanto, fotografiado y filmado, de 1941, en el que se rompió definitivamente lo que quedaba de ese mundo de ayer, conserva alguna tenue pista de la presencia de sus propietarios. En la entrada de las casas aún permanece el hueco donde se encontraban las mezuzás que proclamaban la piedad de sus dueños y que, ahora, en esta mañana algo nublada, despiertan un interés que parece no gustar a algunos leopolitanos, casi todos de origen ucraniano. Ascender por la calle, estrecha y acogedora, y ver las ranuras de los portales donde se encontraban los estuches con las notas piadosas de sus vecinos conmueve tanto como ver al final de la calle Staroyevejska el solar de la dinamitada sinagoga de la Rosa Dorada. Es temprano y el silencio es grande a la sombra del muro del arsenal. El día grisáceo de este otoño, que en Lvov es casi invernal, oscurece el lugar donde se levantaba una de las sinagogas más antiguas de la ciudad, aumentando la desolación que produce el vacío donde antes se reunían los vecinos del barrio.
Más imponente es el singular Hospital Judío, en la calle Rappopport, de ladrillo y aire neo-oriental con una cúpula de bulbo, arcos lobulados y adornos de cerámica vidriada que nos evoca a las lejanas y tártaras Samarkanda y Bujara. Construido a principios el siglo xx en competencia con el art nouveau, conserva un friso de estrellas de David que, como todo el edificio, ha sobrevivido asombrosamente a la desaparición de la población judía y a una ferocidad antisemita combinada. En sus jardines abandonados se diría que desde 1939 –un paraíso de los gatos, que se mueven a sus anchas entre armazones oxidados de parterres y rosas– se respira un abandono de décadas que hace del edificio uno de los lugares más melancólicos de Lvov. En esta mañana de sol esquivo, dos ancianas conversan en uno de los caminos mientras vuelven del cercano y animado mercado al aire libre, instalado en lo que fue el cementerio judío antes de la guerra. Como tantas veces, sea en París, en Berlín o en Cracovia, siempre me pregunto que habrán visto esos ojos ahora cansados, siendo todavía niñas, qué suerte corrieron en esos días de horror.
El furor antisemita combinado de alemanes y ucranianos, desatado tras la llegada de la Wehrmacht y los Eisatzgruppen, consiguió que Lvov y gran parte de esta Galitzia oriental fuera declarada «libre de judíos» y que, lejos del frente, hasta 1944, hubiera durante unos años una vida de falsa normalidad. Llegaron entonces algunos alemanes en busca de buenos negocios en una urbe que ofrecía oportunidades de enriquecerse, de medrar y disfrutar gracias a la proximidad de la guerra y del mercado negro de todo lo imaginable que siempre la acompaña. Era Lvov, entonces de nuevo Lemberg, una ciudad de retaguardia, de paz ficticia en la que la vida cotidiana era precaria, en la que alemanes, ucranianos –collabos y nacionalistas seguidores de Stephan Bandera, aunque en realidad sólo eran fieles a sí mismos– y polacos, sabían de los negocios que podían hacerse y de cómo vivir con intensidad unos momentos enfebrecidos que no iban a durar mucho. Algunos de ellos, los más afortunados, formaban un universo aparte, como una ciudad oculta dentro de Lvov, y vivían en hoteles que, además de acumular historia, ofrecían cierta inmunidad, como el George, sin duda el más clásico, que había acogido a Balzac, el más modesto Viena y, sobre todo, el moderno hotel Astoria, a unos pocos metros del Palacio de la Ópera, en la calle Horodotska, convertido en lugar de referencia para todos aquellos que querían figurar en el demi monde leopolitano y alternar con el ocupante, pero también de muchos otros que no tenían donde ir. De factura entre secesión y funcionalista, la fachada de piedra oscura otorga al hotel Astoria un aire poco acogedor, como si adivinase las tragedias que tenían lugar en sus habitaciones y comedores. El Astoria fue construido en 1914 por Tadeush Gartel, discípulo del arquitecto leopolitano Adolf Piller, seguidor de la moda vienesa de la belle époque; durante los días de las dos guerras mundiales el Astoria acogió a personajes de un mundo que estaba desapareciendo, aunque logró sobrevivir a todos los cambios de nombre de la ciudad; incluso él mismo pasó a llamarse hotel Kiev durante los largos años del comunismo, aunque ahora de nuevo ha recobrado su nombre. Como si quisiera recuperar el tiempo perdido, hoy se ha convertido en el centro de los ucranianos ricos de Lvov, tan lejos de las tensiones bélicas del Donetz como cerca de los negocios y la ostentación sin límite.