II

Tras recorrer el bulevar Lubicz, el tranvía que se dirige a Nowa Huta abandona pronto la vieja Cracovia cruzando el arrabal de la ciudad, ahora urbanizado. Luego, un corto recorrido paralelo a la carretera que atraviesa el suburbio con edificios construidos con el cristal y acero del nuevo estilo internacional de la arquitectura moderna y funcional. Al fondo, en la declinante tarde todavía soleada, ascienden blancas columnas de humo espeso que salen de largas chimeneas blanquirrojas. Es la fábrica, uno de los símbolos de los últimos siglos, que aquí permanece con uno de sus significados, como la encarnación de una política encaminada a construir un mundo nuevo.

Pocas veces se encuentra tanta diferencia entre el arrabal de una urbe y su ciudad como en el caso de Nowa Huta, el suburbio siderúrgico de Cracovia creado en 1947 por el régimen comunista como un alarde de faraonismo proletario. Una ciudad levantada alrededor de la «Siderurgia Lenin» en los años difíciles del último stalinismo y la Guerra Fría a modo de escaparate del bienestar obrero que se erigió de la nada y en poco tiempo con el esfuerzo stajanovista que impulsaban las campañas de construcción. Fue esta planta –y el acero que producía– la última ratio del núcleo urbano, el único motivo de agrupación de una población que, entre el miedo a la guerra nuclear, las tediosas reuniones doctrinales del partido y algo de deporte, sólo tenía tiempo para trabajar. Nada hay tan diferente de Cracovia que estas grandes avenidas de bloques idénticos de Nowa Huta. Un trazado y una arquitectura que se repiten en sucesivas cuadriculas cruzadas por amplias avenidas y salpicadas de grandes espacios para llevar a cabo concentraciones de masas. Son edificios de enfoscado gris
–lo cual subraya su aspecto de hormigón, de bunker– que producen cierta inquietud y aportan un aire bélico. No en vano se dice que Nowa Huta se construyó, entre otras funciones, para ser una ciudad-fortaleza, como una réplica actualizada de las festung que crearon los alemanes para intentar detener el avance del Ejército Rojo al centro de Europa, pero ahora para resistir la agresión capitalista que habría de venir de Occidente. Ciudad fortaleza, ciudad proletaria, ciudad industrial. No es de extrañar que todo en Nowa Huta tenga algo de decorado potemkiano, de teatral, y que nada sea lo que parece. Una ciudad en la que nada estaba pensado para el hombre, para la individualidad, sino para el militante, para el proletario, para el obrero. Había alguna concesión a la vida burguesa, pues en la nueva ciudad existían unos cuantos cafés como el Stylowa, el Arkadia, el Mozaika y el Markiza, que acogían los ocios de algunos dirigentes y de los que solo queda el precioso neón de este último.

El atardecer es melancólico, tan grisáceo como toda esta ciudad de encargo, de uniformidad proletaria, cuando paseo por la grandiosa avenida de la Rosa, que –vista desde la gran Plaza Central– parece un Stalingrado reconstruido. Es la paradoja de un urbanismo nuevo que recuerda a ruinas pasadas. Flotan recuerdos de desfiles de trabajadores que empleaban su día de descanso en manifestaciones de adhesión inquebrantable, de exhibiciones de jóvenes gimnastas con aros como las retratadas por Aleksander Ródchenko en Moscú, de desfiles de jóvenes pioneros y de milicias populares dispuestas a resistir un ataque nuclear mil veces anunciado. Los árboles y las praderas de los amplios espacios contribuyen a incrementar la sensación de soledad que acompaña a un atardecer que entre estos bloques de color bunkeriano produce cierta inquietud.

Ahora, en Nowa Huta sobre todo hay ancianos que pasean ausentes y perdidos entre el faraonismo proletario, ajenos a lo que no sea ellos mismos, a su sobrevivir diario con unos recursos que se adivinan limitados. Son el recuerdo vivo de un sistema que produjo tanto miedo como tedio y tristeza, dos efectos imperdonables, pues determinan una vida. Es Nowa Huta una moderna población que nació vieja. Erigida quizás como réplica moderna, industrial y proletaria, pero también uniforme, a la intelectual, artística y burguesa Cracovia. Es una suerte de Tell el-Amarna siderúrgico y comunista. Ya quedará como una de las capitales del racionalismo socialista junto con la soviética Magnitogorsk, levantada en los lejanos Urales en los años treinta de purgas y hambrunas. 

III

Al poco de dejar Cracovia en dirección a Lvov comienza la llanura infinita. Son las tierras negras de cereales, fértiles y mullidas, que puntean pueblos junto a bosques de álamos y olmos, pequeños y densos. Los colores del otoño, el azul ya grisáceo del cielo, difuminado y claro, y los árboles en un muestrario de tonalidades pardas, verdes, amarillas y anaranjadas, distraen de la monotonía de un camino de interminables rectas que lleva hacia el este, a la Ucrania más distante, menos europea.

Pronto llegan los lugares de resonancias históricas como las apenas entrevistas Tárnow y Przemysl –esta última una ciudad carpatiana con aire de fortaleza situada sobre una colina arbolada–, ambas sitiadas por los rusos durante la Gran Guerra que acabó con el que Stefan Zweig llamaba «el mundo de ayer». Son las tierras que luego, en los agitados años de entreguerras que acaba de estudiar Philipp Blom, cruzó la fronteriza Línea Curzon que confirmaba la derrota de las fuerzas soviéticas de Tujachevski en la guerra con Polonia narrada por Isaak Babel en Caballería roja, y que luego, en revancha, atravesaría en 1944 el Ejército Rojo en su avance hacia Berlín.

Al finalizar Galicjia, es decir, la Galitzia polaca, comienza sin apenas variaciones la Halychyna, la Galitzia ucraniana, más arbolada, con pueblos pequeños y humeantes entre árboles en los que se puede ver alguna isba e iglesitas de madera con arquitecturas de formas fantásticas. Por una carretera de poca circulación, junto a coches y tractores de los años soviéticos, cruzan carros como cajones rodantes que conducen campesinos con gorra de visera y botas altas, fumando en pipa. Por el arcén se ven andando campesinas de rostro serio y vestidos largos, tocadas con pañuelos. No veo en el campo galitziano el mundo colorido pintado por Marc Chagall, lo que hace pensar de sus diferencias con Ucrania oriental y sus colores que también cautivaron a Matisse. Todo parece inmutable en esta tierra, salvo por algún detalle contemporáneo en forma de antenas parabólicas.

El camino hacia Lvov, ya cercano, tras cruzar una complicada frontera de minuciosos controles, es de un verdor intenso. Un cambio que convierte a los pardos y dorados del otoño galitziano en un color polaco. Es el paisaje de Galitzia, hoy dividida en dos estados, pero durante más de un siglo rincón señero de ese Imperio Austro-Húngaro que era un poco de opereta, de Sissi, de la tintinesca Syldavia o de El prisionero de Zenda, aunque el tiempo transcurrido y lo que luego trajo el siglo han hecho bueno su recuerdo. Un espacio en el que, como en otras regiones del imperio, se despliegan las que Jacek Purchic llama «micro metrópolis», la serie de ciudades de pequeño tamaño que en Europa Central y Oriental formaban parte de un conjunto cultural complejo y activo, reuniendo lo germano, polaco, judío, eslavo, ucraniano, eslovaco y magiar, y que, volcadas a la recepción de lo moderno, mantenía estrechos lazos a su vez con otras ciudades europeas, faros de arte y literatura, como París, Berlín, Milán.

IV

Lvov nos recibe con una estación de autobuses tan suburbial como de audaz y tardía factura soviética en forma de nave espacial, que ahora aparece decrépita y con su fachada medio oculta por un anuncio gigantesco. Una obra muy diferente de la monumental estación ferroviaria, de arquitectura modernista –entrevista en una noche en la que se anunciaba el frío estepario– que aproxima la ciudad galitziana a modelos europeos y evoca su importancia en la red urbana del imperio austriaco.

Parece benigno este otoño en Lvov, una ciudad que se obstina en ser centroeuropea en el extremo oriental de Galitzia a pesar de las trabas que le pone la historia. Urbe animada, parece confirmar aquel carácter alegre que el escritor polaco Józef Wittlin atribuye a sus habitantes en su libro Mi Lvov. Él sabía muy bien por qué, pues en esta ciudad, cuando era austriaca, pasó su adolescencia y juventud, una época que sabemos es, como dijo Max Aub, la que determina la procedencia, tanto que quizás Wittlin no dejó de ser galitziano –es decir, austriaco, polaco y judío– hasta su muerte en Nueva York, la ciudad a la que llamaba la Cólquida del siglo xx, adonde le llevaron los difíciles avatares de la época.

En los años treinta, cuando la ciudad estaba bajo soberanía polaca, todavía se escuchaba en sus cafés y cabarets el alegre vals Tylko we Lwowie, que nos viene a decir que en ninguna parte como en Lvov, o los tangos de aires ucranianos como Łyczakowskie, dedicado a uno de los suburbios de la ciudad, y O, harna krale, de Yaroslav Barnych, una melodía algo triste dedicada a una joven leopolitana. Pero entre todas, ninguna como la maravillosa Tyle jest miast…, la canción basada en la letra del poeta Marian Hemar en la que Zofia Terné nos dice, quedamente, con nostalgia y ternura encantadora mientras le acompaña sólo un piano, que hay muchas ciudades, pero, si quieres volver a enamorarte, debes regresar a Lvov. Una melodía de entreguerras que canta lo que se añora, lo que –se sabe– se está marchando para siempre, sea un amor, un mundo o una ciudad. Unas melodías de despedida como la que entona la canción ucraniana Buvaj my zdorova, que parece dedicada al Lvov anterior a 1939, hoy desaparecido.

Desde cualquier esquina es difícil sustraerse a la comparación, pues la esplendorosa e imperial Lvov, ahora ucraniana, parece una combinación de París, Viena y Budapest, o, lo que es lo mismo, del mundo Habsburgo anterior a los cañones de agosto de 1914, con algunos elementos soviéticos, que ahora nos aparece tan derruida como La Habana. Casi todas calles conservan los viejos adoquines patinados por la nieve y la lluvia por los que han discurrido la caballería austriaca y polaca o los tanques alemanes y rusos, lo que da a la ciudad un carácter atemporal, de tiempo detenido. Un empedrado que en algún tramo nos remite a paseos en fiacre o al paso de los pocos Maybach que saltaban sobre sus duros neumáticos de caucho macizo en un pavimento que es inseparable de la arquitectura y del mundo anterior al atentado de Sarajevo. Y es que en Lvov todo es modernismo y secesión, todo es Austria, aunque realizado por gente de todas las procedencias y religiones en una región de confluencias.