POR CRISTIAN CRUSAT
Dos artistas plásticos. Dos artistas visuales. El primero: un pintor español nacido en Lleida cuya síntesis entre catolicismo, anarquismo y cubismo lo convirtió en epítome de la vanguardia, especialmente entre 1906 y 1913, mientras residía en París. Antiintelectualista feroz, llegó a afirmar en su cuaderno de notas: «La pintura no debe decir nada. Ha llegado la hora de hacer una pintura muda, una pintura sorda, una pintura abierta en canal: que enseñe sus tripas». La obra del segundo ‒un pintor, fotógrafo y cineasta alemán‒ se labró en el fatídico interregno durante el que se esfumó la creencia en que la imagen pudiera suponer un camino de salvación, un medio para la revelación. Entre 1936 y 1962 fue artista en un mundo en las postrimerías de lo humano. También tuvo tiempo de retratar las humillaciones de la Guerra Civil española y el oprobio latinoamericano, amén de dejar escritas sus memorias y reflexiones como la siguiente: «La desnudez del mundo invita a que alguien la capture. Pero la insatisfacción permanente del hombre, su ansia implacable de razones, es la que exige que alguien la interprete. Ahí, en la funesta manía de explicar, se esconde el origen de nuestro concepto de culpa». El primero se llamaba Jusep Torres Campalans y abandonó la pintura y Europa en 1914, tras el estallido de la I Guerra Mundial. En Chiapas (México) se integró en la comunidad indígena de los chamulas, con quienes vivió hasta su muerte. El segundo artista responde al nombre de Karl Gustav Friedrich Prohaska. Tras filmar la masacre nazi de Kovno en 1941, Prohaska se esfumó de Alemania sin que nadie conociera su paradero. Un año más tarde, reapareció, aunque no tardó en marcharse a España y, poco después, a América Latina. Acabó saturado de tantas imágenes del horror y también lo dejó todo. Los últimos días de Torres Campalans y de Prohaska constituyen un misterio incluso para sus propios biógrafos. A pesar de tratarse de dos personajes imaginarios, personifican idealmente la deriva del arte en el siglo XX. Problematizan los temas y tópicos contenidos en la tradicional leyenda del artista, ensanchándola y profundizando en los misterios de la creación. Max Aub (1902-1972) y Ricardo Menéndez Salmón (1971) son sus autores.

 

ASÍ EL LIBRO COMO LA PINTURA

Los retratos que tanto de Jusep Torres Campalans como de Karl Gustav Friedrich Prohaska componen sus creadores, los novelistas Max Aub y Ricardo Menéndez Salmón, respectivamente, suponen una magnífica aproximación a la cuestión sociológica que en su clásico ensayo de 1934 los austríacos Ernst Kris y Otto Kurz bautizaron como «la leyenda del artista». Dicha leyenda, a la que en ocasiones sus autores se refieren también como «el enigma» o «el misterio» del artista, corrobora no sólo la primordial avidez de imágenes del hombre, sino el modo en que las biografías de los artistas fueron nutriéndose desde el principio de un arsenal de representaciones, figuras recurrentes, prejuicios y anécdotas procedentes del caudaloso y mudable torrente de los mitos y las sagas.

Jusep Torres Campalans (1958), de Max Aub, y Medusa (2012), la biografía de Ricardo Menéndez Salmón sobre Prohaska, se yerguen a partir de esta secular constelación de temas y motivos del artista, a la que suman un denso, prolijo y erudito aparato crítico-bibliográfico. Ut pictura biographiae: las biografías como la pintura. Así las biografías como las obras de los personajes retratados. Sobre la base de esta improvisada locución puede afirmarse que la original biografía de Max Aub es tan cubista como las pinturas de Torres Campalans que complementan el texto ‒realizadas, por cierto, por el propio Aub‒ y cuyas descripciones conforman el capítulo «Catálogo». La polifónica biografía Jusep Torres Campalans aborda al huidizo personaje mediante unos «Anales» de la época descrita, conversaciones personales con el pintor, un prólogo, el mero relato biográfico ‒cuajado de opiniones, a menudo, confusas y contradictorias‒, pinturas, fotomontajes y hasta un cuaderno de notas del imaginario pintor: «Es decir, descomposición, apariencia del biografiado desde distintos puntos de vista; tal vez, sin buscarlo, a la manera de un cuadro cubista»[i]. Tanto fue así que, en su extrema pretensión de veracidad y en virtud de sus profusas referencias críticas, el personaje fue largo tiempo tenido como real: «En algunos respectos se puede decir que fue más fácil convencer al público de la existencia de Torres Campalans que aclararle después su no-existencia»[ii]. Aclarada y asumida por fin la broma literaria de Max Aub, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid consagró en 2003 una exposición a Torres Campalans en la que se reunían las obras atribuidas a este personaje junto a las de otros artistas reales que pertenecieron al ideario estético del imaginario pintor: Picasso, Modigliani o Mondrian, entre otros.

«Conocíamos a Lenni Riefenstal, ¿cómo es que no habíamos oído hablar de Prohaska?», se pregunta Andrés Ibáñez (2012) en su texto acerca del sujeto ideado por Menéndez Salmón, agudizando la extraña inquietud que al lector le asalta durante la lectura de las precisas descripciones del horror captado por la cámara de Karl Gustav Friedrich Prohaska. Desde el principio, el narrador de Medusa advierte que el texto es fruto de un trabajo de tesis sobre la iconografía de la maldad en el siglo XX durante el que, por azar, se topó con la obra de Prohaska. En oposición a la abundancia de imágenes en el libro de Max Aub, éstas brillan por su ausencia en Medusa. Decisión lógica, pues se afirma que del personaje de Prohaska no se ha conservado ninguna fotografía. Sí predominan, en cambio, detalladas ekfrasis de las pinturas, fotografías, documentales y películas de Prohaska, el ubicuo y descriptivo «ojo» del mal, el autor que colocó la cámara frente a escenas de violencia y muerte, simplemente. En la narración se entrecruzan pasajes extraídos de la biografía «oficial» de Prohaska, escrita por un dizque Jacob Stelenski, y fragmentos de los escritos del propio artista alemán. La combinación de relato biográfico, ensayo y narración discursiva vinculan a Medusa ‒a veces específicamente, gracias a las alusiones dentro del texto‒ con el quehacer narrativo de Jorge Luis Borges, Pierre Michon o W.G. Sebald, lo cual significa que la biografía se convierte en una veta privilegiada para elevar nuevos interrogantes en torno a los límites de la ficción y la forma en que esta puede restituir lo perdido a la Historia.

 

DE PINTORES EXTRAORDINARIOS

Semejantes a afiladas limas librescas, los textos de Max Aub y Ricardo Menéndez Salmón desarman los barrotes entre los reinos de lo real y lo posible, la verdad y la imaginación. La realidad se cuela en estos libros de una manera extraña, oblicua[iii], decididamente confusa. Por esta razón, las trayectorias de Jusep Torres Campalans y Karl Gustav Friedrich Prohaska se yerguen como óptimos ejemplos a la hora de reflexionar acerca del papel de las vanguardias, las vinculaciones entre arte y literatura, las representaciones modernas del artista, los mitos que se le asocian y, por último, el progresivo confinamiento del mismo en los márgenes de la sociedad.

Aunque se asentaron durante el periodo helenístico y se omitieron por lo general a lo largo del Imperio romano, las biografías de pintores y artistas proliferan desde la época renacentista, cuando adquieren entidad independiente y afianzan su estructura episódica[iv]. Desde el principio, muestran al artista como un héroe que asciende en la escala social y que, en su maestría, despierta la envidia de los dioses, pues es incluso capaz de crear vida y movimiento o de provocar un desgarrador deseo: así, la Afrodita de Cnido esculpida por Praxíteles o el mito de Pigmalión. Las Vidas de Giorgio Vasari, de 1550, servirán de fructífero modelo en lo relativo a la infancia del artista, a sus presagios y primeros obstáculos. A diferencia de los filósofos, cuyas biografías ponen el acento habitualmente en sus muertes más o menos edificantes o extravagantes, «[…] las leyendas de los artistas suelen presentarlos en sus comienzos, garabateando sobre la arena del parque, o sentados al piano cuando aún no saben hablar […]»[v]. Esto sucede incluso en las biografías de artistas imaginarios, entre cuyos precedentes cabe mencionar el caso de las Biographical Memoirs of Extraordinary Painters (Memorias biográficas de pintores extraordinarios), una suerte de delicada falsificación incrustada en la historia de la literatura artística. Publicadas anónimamente en 1780, las Memorias… son, sencillamente, una serie de «vidas» o retratos de artistas imaginarios e inventados por el desconocido autor, el cual resultó ser un joven diletante llamado William Beckford (1759-1844), conocido especialmente por su novela orientalista Vathek. Compuesta por las vidas de seis artistas ficticios, la colección biográfica de Beckford abunda en el esquema consolidado fundamentalmente en el Renacimiento: el joven artista que se rebela ante la adversidad y los dictámenes de su familia, los signos anunciadores del talento y su descubrimiento casual. En su libro no escasean episodios análogos a los descritos en algunos de los subgéneros que hacían furor en la época, como la novela epistolar, el relato exótico o la confesión, ni tampoco la invectiva anti-académica, singularmente contra el bodegonista profesional, el pintoresquismo y «[…] el gusto general por las escuelas holandesa y flamenca»[vi]. En suma, las Biographical Memoirs of Extraordinary Painters contribuyeron a la emergencia del microgénero de las «vidas imaginarias», cuyo singular vaivén de realidad e imaginación encuentra su máxima expresión en las Vies imaginaires [Vidas imaginarias] de Marcel Schwob, publicadas en 1896. En este sentido, es posible descubrir guiños a esta tradición biográfica en el libro de Menéndez Salmón, concretamente al hacer alusión a Eróstrato ‒protagonista de una «vida» de Marcel Schwob‒ o a la quema de libros del 10 de mayo de 1933 en la Opernplatz de Berlín, descrita como uno de los jalones de la «historia universal de la infamia», en clara referencia al libro de Borges, deudor a su vez de Schwob.