Ida Vitale
Poesía reunida
Edición de Aurelio Major
Tusquets, Barcelona, 2017
496 páginas, 21.00 € (ebook 10.99 €)
POR JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ

La recepción en nuestro país de la poesía de Ida Vitale ha sido, hasta cierto punto, irregular, a pesar de haber publicado en editoriales españolas de prestigio como Pre-Textos. De hecho, tampoco se trata de una autora que haya encontrado fácil acomodo en su país natal, Uruguay, aunque su nombre rara vez falte cuando se cita lo que se ha llamado generación del 45, junto con voces como Idea Vilariño, Amanda Berenguer, Washington Benavides o Enrique Fierro. Su inclusión en Las ínsulas extrañas (la polémica antología preparada por Blanca Varela, Eduardo Milán, José Ángel Valente y Andrés Sánchez Robayna) podría haber servido para otorgarle una mayor visibilidad entre nosotros, si no hubiese sido por el debate, tan absurdo como interesado, que suscitó dicha recopilación y que dejó en segundo plano lo más interesante de aquel trabajo, la necesidad de una mirada atlántica sobre la poesía en español. La paradoja fue precisamente que no pocas de las críticas que recibió la antología se centraron, en España, en señalar la falta de determinados poetas peninsulares, cuando, si algo podía achacársele, era el excesivo peso que los autores españoles tenían en un libro que se proponía un horizonte panhispánico.

Pero quizá no es el momento de resucitar viejas polémicas —no demasiado fecundas, por otra parte— y sí de constatar que la concesión del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, así como publicaciones recientes (la conferencia-recital publicada por la Residencia de Estudiantes, la antología Todo de pronto es nada, a cargo de María José Bruña Bragado, y esta Poesía reunida que ahora nos ocupa) abren la posibilidad de que la voz de Vitale siga encontrando lectores entre nosotros. Una voz que, por cierto, siempre ha tenido una vocación cosmopolita, como se aprecia en las múltiples lecturas que, explícitas o implícitas, aparecen en su obra (en la tradición del poeta doctus), pero también en la importante labor de traductora que la uruguaya ha llevado a cabo.

Lo primero que llama la atención al lector de esta Poesía reunida (cuya edición ha corrido a cargo de Aurelio Major, buen conocedor de la obra de Vitale) es que no nos encontramos exactamente ante una poesía completa, como se indica en la nota explicativa final. No están aquí todos los poemas que la autora ha publicado a lo largo de su vida y ello refleja, en buena medida, la concepción de la escritura que aquí asoma, marcada por una evidente autoexigencia, pero también —como habrá ocasión de recalcar— por una peculiar relación entre vida y poesía. Si bien la trayectoria poética de Vitale no es ajena a las vicisitudes de su propia existencia, ni al estupor de quien contempla el tiempo presente, su obra es una decantación, un filtrado de experiencias y reflexiones, nunca una ingenua transposición de ese relato —tantas veces ficticio— de lo que llamamos nuestra biografía. Vitale demuestra ser una fiel, e inteligente, seguidora de la vieja labor limae de Horacio. Quizá haya un eco de ello en el título de uno de sus libros, Mella y criba, aunque esa labor de limado no corresponde sólo al trabajo consciente del escritor, sino también a la propia vida, que, a veces a golpes de martillo, otras con la paciencia de la corriente del agua sobre las piedras, va dando forma tanto a la obra como a quien escribe.

El segundo aspecto que llama la atención es el hecho de que los libros se presentan en un orden inverso al de su publicación, una estructura que, aunque no es del todo original, no suele ser, desde luego, la más frecuente. Creo que ahí se muestra no tanto un afán de perfección (que, sin duda, existe) como la concepción de la obra como un continuo hacerse, la resistencia también a dar por cerrada una búsqueda que no ha terminado. De ahí que, con la inteligencia que caracteriza a la escritura, se mire con distancia irónica la posibilidad de publicar unas obras completas al uso. Toda escritura viva no puede ser sino, parafraseando a Valente, fragmentos de un libro futuro. Y ni siquiera al escritor le cabe la posibilidad de poner punto final a la obra, que tiene su propia autonomía.

La ordenación de los textos (ya utilizada por la autora en anteriores recopilaciones de su obra) produce, por otra parte, en el lector una peculiar sensación de desvelamiento progresivo. Poco a poco, en ese retorno a los orígenes, se va haciendo más evidente el peso que en la poesía primera de la autora adquieren cuestiones como la muerte y la temporalidad. «Hay días que parecen prestados por la muerte» (p. 420), leemos en las «Elegías en otoño» del primer libro publicado por Vitale, La luz de esta memoria. Y en Cada uno en su noche, otro de sus primeros libros, se afirma: «Pero después del fuego / es la ceniza, / la durable ceniza / la que gana» (p. 433). Esas presencias sombrías no desaparecen del todo en la poesía posterior, si bien se presentan mucho más tamizadas, se revelan más como un telón de fondo que como dolorosa presencia en primer plano. ¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Se trata de un olvido voluntario o, más bien, de una superación, de una aceptación de la fragilidad, de la vulnerabilidad de toda existencia? Me inclino más bien por la segunda opción, aunque creo, por otra parte, que la levedad, que constituye uno de los signos más apreciables (y apreciados) en la poesía de la uruguaya, se comprende mejor si no se olvida el peso que puede precipitar la caída.

En efecto, la ligereza, que es también elegancia, con que la autora traza sus versos, se descubre, en esta poesía reunida, en gran medida como una conquista, como un empeño por no sucumbir a todo lo que quiebra la vida y la palabra. Lo aéreo, lo luminoso, lo ligero alcanza su valor en contraste con la oscuridad, con la noche de nuestra condición mortal. Para Vitale la existencia no es un vivir muriendo al modo de un Quevedo, sino presencia que, mientras perdura, no puede negarse: «Todavía eres presa de la vida» (Mella y criba, p. 97). Y en ese «todavía» se cifra la actitud, estética, moral, de una escritura que presta su homenaje a todo lo que existe, «A todo lo que ocurre / sin ser más que eso: algo» (p. 89).

La citada levedad se convierte así, al mismo tiempo, en ars poetica y ars vivendi. Ese empeño por quitarse todo lastre inútil se refleja muy bien en uno de sus últimos títulos, Mínimas de aguanieve (2015). La atención a lo mínimo forma parte esencial de una mirada que desdeña tanto la retórica de las grandes palabras como aprecia las magias efímeras, casi imperceptibles, del vivir cotidiano. La palabra «aguanieve» no me parece menos significativa en la poética de Vitale, pues la realidad que aquí asoma es un mundo en continuo movimiento, en perpetua transformación (por más que esos cambios, como el delicado tránsito del agua a la nieve, y viceversa, puedan pasar inadvertidos para una mirada distraída). Celan, en su célebre discurso «El meridiano», cita una frase de Malebranche, que él toma a su vez de Benjamin: «La atención es la oración natural del alma». No es otra la actitud de la poeta ante el mundo, aun sabiendo que la escritura parece, en ese caso, superflua (superflua para una realidad desbordante, pero no para aquel que la mira, que necesita vivirla, hacerla palabra): «Todo se sabe a salvo de su propio color / y espera que por los aires suba / el papalote de la primavera. / A nada de esto inquieta si la poesía dura. ¿Se nutre ella del silencio del mundo?» (p. 110). Hay en estos versos (y otros) una lección de modestia que, de manera paradójica, afirma el valor de la palabra poética en su aparente inanidad. Porque precisamente no sobra esa actitud de escucha en un mundo cada vez más desatento. Conviene no distraerse demasiado, porque lo real es, por naturaleza, esquivo, flujo constante, río impaciente de Heráclito.

Realidad en tránsito, pero también lenguaje nómada, que se resiste a solidificarse en conceptos petrificados, en tópicos y frases hechas. De ahí el gusto por las aliteraciones y paronomasias que nos presentan una lengua en plena ebullición, un idioma en que las palabras no ocupan lugares fijos, sino que parecen perseguirse, confundirse entre sí, intercambiar sonidos y significado: «Sol y sal solos, la gaviota» (p. 187), «marzo marítimo mana fulgores» (p. 197), «la pupila, el pabilo del alma» (p. 202), «en enero morimos, / febriles de febrero» (p. 206), «al silbo de las sílabas subía» (p. 232)…

Si la poesía implica una actitud vital, no sorprenden tampoco las alusiones cultas ni las referencias metapoéticas. La cultura aparece, en la escritora, no como un mero añadido o un adorno, sino como parte integral de una forma de vivir, lo que parece insinuar un cierto clasicismo de fondo (perfectamente compatible con las audacias vanguardistas, casi neobarrocas, de textos como «La voz cantante», de Procura de lo imposible). Esa actitud clásica —me corrijo: clásica, no clasicista— se adivina en el esfuerzo por afrontar con serenidad incluso las realidades más oscuras (la muerte, el egoísmo humano, las violencias de la historia…), así como en la comprensión del vivir como un continuo hacerse, como un empeño por volver la existencia más digna. Se trata de un empeño al que no es ajeno el diálogo con los otros, con los que están y con los que fueron, con los libros que no han perdido su elocuencia y que invitan a un cierto estar en el mundo. La escritura no puede vencer al tiempo, porque lo que tenemos no es un seguro de vida, sino, como reza el título de un poema de Oidor andante, en todo caso, un no buscado «Seguro de muerte». Y, sin embargo, como sugieren los versos finales de dicho texto, la escritura ofrece, si no un consuelo firme, una cierta resistencia ante la fragilidad de todo: «No nacerá la luz que no miremos. Y, sin embargo, algo / desde el perpetuo barro / ordena la constancia, / juega proposiciones contra el tiempo, / fía en la salvación por la palabra» (p. 387).

La lucidez de la escritora hace que esa salvación no pueda escribirse con mayúsculas. A lo sumo, como ocurre en un poema posterior, «El lenguaje de Hänsel», la poesía ayuda a no perder el camino, a orientarse en esa selva selvaggia que es la vida, pero también el propio lenguaje, tan lleno de trampas y de atajos engañosos: «Perdida en la espesura / del lenguaje, / dejaste caer guijarros mínimos, / signos de salvación, / para que los recogiese el advertido. / No era efímero pan. / Pero, incomibles, / se los traga la tierra: / Y sigues penetrando / en la floresta silenciosa, / aunque la veas cerrarse / tras tus pasos».

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