POR DIEGO ZÚÑIGA
De todos los oficios vinculados a la literatura, el que siempre me ha parecido más admirable es el del traductor.
Creo que en esta apreciación subyacen dos motivos puntuales: una cierta gratitud por todos esos libros escritos en otras lenguas que uno pudo disfrutar, y la admiración por esa lectura tan rigurosa y creativa que exige toda buena traducción. En el fondo, cruzarse con un buen traductor es cruzarse con uno de esos lectores que te sacuden la cabeza, el mundo, que te descubren autores, libros puntuales; personas en las que puedes confiar aunque no las conozcas, pues ahí está su trabajo y con eso basta y sobra.
Por supuesto que hay algo de idealización en todo esto: no olvido que traducir es una forma más de ganarse la vida, y que hay personas que lo hacen bien y otros no muy bien, unos que lo asumen con profesionalismo pero sin aspavientos, y otros que han descubierto en este oficio una forma única de relacionarse con la literatura.
He estado pensando en todo esto, creo, porque hace poco descubrí el Archivo Histórico de Revistas Argentinas, un sitio web en el que han digitalizado una serie publicaciones que fueron fundamentales para la literatura trasandina, donde encontré los 83 números del Diario de Poesía, que se publicó entre 1986 y 2012, un lugar en el que la traducción tuvo un papel fundamental: desde poemas de Auden, Brodsky, Ashbery y Tsvietáieva, pasando por Sexton y Carson, hasta ese artículo alucinante en el que publicaron un curiosísimo intercambio epistolar entre Marianne Moore y la Ford Motor Company, quienes le pedían a la poeta norteamericana ayuda para encontrar un nombre para su nueva serie de automóviles.
Me parece que es la poesía, justamente, el territorio donde la traducción se puede apreciar de mejor manera. Quiero decir: ninguna inteligencia artificial va a traducir Autorretrato de espejo convexo, de John Ashbery, mejor que Javier Marías, ni se acercarán, nunca, a entregar versiones tan singulares de Emily Dickinson como las de Silvina Ocampo, ni menos podrán acercarse a lo que hizo Nicanor Parra con El rey Lear.
Y podríamos seguir citando otros ejemplos, o convocar historias alucinantes sobre la traducción (Piglia contando el periplo borgeano que ocurrió con la traducción de El Quijote al chino, o Coetzee dedicándole un ensayo a la historia de los primeros traductores de Kafka al inglés y cómo eso determinó por completo su lectura en el mundo anglosajón, o la historia fascinante de José Salas Subirat, el primer traductor de Ulises al castellano—, o también podríamos hablar de libros y textos recientes acerca del oficio de la traducción —Se vive y se traduce de Laura Wittner y Este pequeño arte de Kate Briggs son imperdibles—, y seguir convocando nombres de aquellos traductores a los que nosotros —y nuestras bibliotecas— le debemos tanto, pero lo cierto es que debo confesarles que he estado pensando en todo esto realmente porque ahora, en mayo, se cumplen ya cinco meses desde que falleció Marcelo Cohen y todavía cuesta creer que ya no volveremos a leer una nueva traducción suya, que ya no volveremos a tener en nuestros manos una nueva ficción de su autoría.
Hablar de Marcelo Cohen es hablar de un traductor y narrador excepcional, que nació en Argentina, que vivió muchos años en Barcelona, y a quien le debemos tantos buenos libros: los que escribió él —con esa sintaxis única que le permitió atravesar géneros y crear mundos fascinantes— y los que tradujo de forma extraordinaria: pienso en su Locus Solus de Raymond Roussel, o en Los desafortunados de B.S. Johnson o en esa versión inencontrable de La exhibición de atrocidades de Ballard que hoy se vende, en internet, por cientos de euros.
Marcelo Cohen era un escritor desafiante, un lector generoso y una persona entrañable. Hay que leer de nuevo sus cuentos; perderse en el Delta Panorámico, ese lugar que se inventó para sus ficciones; disfrutar sus últimos relatos en que se dedicó a contar y contar películas imaginarias y a trabajar con el fantástico de una forma única, mientras seguía indagando en el lenguaje. Hay que volver a esos libros y entregarse a sus ensayos y leer y releer Música prosaica, donde justamente reflexionó sobre su oficio de traductor al punto de armar un ensayo que es una lección sobre la escritura, los modos de leer y el lenguaje. Es ahí donde dice que comprendió «que nadie que piense con frecuencia y alguna profundidad en el lenguaje puede no desembocar en la política, o cambiar su manera habitual de pensarla». Cohen fue un testigo privilegiado de la eterna discusión entre las traducciones españolas y las latinoamericanas; los desencuentros, los quiebres y los diálogos infinitos, en los que él fue protagonista, pues comenzó su oficio de traductor en Barcelona, donde vivió más de 20 años. De todo eso, terminó concluyendo: «Llegué a la teoría de que la fidelidad de la traducción consistía en idear una manera de traducir para cada libro». Y eso fue, precisamente, lo que hizo.
Cuesta creer que Marcelo Cohen ya no está porque no hay forma de encontrar consuelo cuando sabemos que se fue un escritor extraordinario, uno que reflexionó cómo pocos sobre esa gran pregunta que es el lenguaje y que nos permitió leer tantos libros extraordinarios.