POR CRISTINA GUTIÉRREZ VALENCIA

Esto que tocas no es un libro
Esto que tocas es mi cuerpo.
J.A. González Iglesias

En El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon, ambientada en los años finales de la II Guerra Mundial, su protagonista, el militar norteamericano Tyrone Slothrop, sufre -el término no es inocente- una erección cada vez que lanzan una de las bombas alemanas V-2. Ya lo decía, al parecer, Oscar Wilde, que todo en la vida trata sobre el sexo, excepto el sexo, que trata del poder. Si lo pornográfico se define por la capacidad de estimular la sexualidad, Slothrop, entre la erótica del poder y el poder de lo erótico, nos muestra cómo la violencia ha sido el detonador de ciertas pulsiones sexuales, y cómo, en última instancia, Eros y Thánatos están condenados a encontrarse. Susan Sontag explicaba en «La imaginación pornográfica» que Bataille entendía con más claridad que nadie que el auténtico leitmotiv de la pornografía no es el sexo, sino la muerte. Como escribe la escritora argentina Leila Sucari en Fugaz, «deceso suena a deseo».

Si apuntamos el misil a otras coordenadas más cercanas, como los países de habla hispana en lo que llevamos de siglo XXI, nos encontramos con un conjunto de narradoras, de las cuales veremos aquí una muestra necesariamente incompleta, que vienen a expandir la visión falocéntrica de Slothrop, y a mostrar que la navaja extendida ante el cuerpo femenino no tiene un solo filo, ni es la de Ockham, sino que es compleja y multiusos. No es que la literatura clásica se haya limitado a este respecto a la relación entre cuerpo y sexualidad, basta recordar a Rabelais y la deglución y lo escatológico de Gargantúa y Pantagruel, o la llamada prosa peristáltica, imitadora de la digestión, de James Joyce en algunos capítulos del Ulises, pero debemos reconocer que en la Historia de la Literatura la nota predominante ha sido el cuerpo de la mujer como objeto de deseo. El nuevo corpus en español de este milenio ya no es neutro, como el sustantivo latino del que procede, sino que en lo relativo al cuerpo se ha hecho femenino plural y parece que se está cumpliendo el desiderátum de Hélène Cixous en La joven nacida: una escritura del cuerpo.

En el plano sexual encontramos algo parecido a la declaración reciente de Jesús Palacios sobre el séptimo arte, «el nuevo milenio está asesinando a Eros en el cine actual». En las narradoras en español, pese al predominio del cuerpo, no hay apenas literatura erótica o pornográfica, sino que el sexo y el cuerpo se problematizan, son racionalizados en sus dimensiones relacionadas con la violencia o el poder (todo por el cuerpo pero sin el cuerpo), o encarnados formalmente en un estilo sensual, sensorial, pasional, exuberante, o utilizados como motor (el cuerpo como cerebro de la escritura frente al logocentrismo), pero no instrumentalizados para la excitación ajena. Por la misma razón podría explicarse la casi total falta de humor en estas narraciones: los humores corporales han bajado de cuatro a cero en el proceso escritural de indagación en nuestra materialidad y sus derroteros simbólicos, identitarios o históricos.

Hay obras que indagan en el despertar sexual, a veces de la sexualidad femenina heterosexual, como en la hipersexualizada La memoria del alambre, de la española Bárbara Blasco, o en «Amar al padre» (en Primera persona) desde la autoficción y en Hasta que pase un huracán desde la ficción, ambas de la colombiana Margarita García Robayo, que naturaliza la sexualidad como parte de una cultura caribeña en la que el calor se apodera de los cuerpos. Otras veces de la sexualidad femenina homosexual, como en algunos cuentos de Quiltras, de la chilena Arelis Uribe, en Nombres y animales, de la dominicana Rita Indiana, o en Panza de burro, de la española Andrea Abreu. En esta última novela aparece también un tema recurrente en varias obras, el asunto de la masturbación femenina en la infancia y adolescencia, como ocurre, tratado desde la inocencia, en la novela autoficcional El cuerpo en que nací, de la mexicana Guadalupe Nettel, o de forma mucho más turbia en la ficción de la novela Mandíbula, de la ecuatoriana Mónica Ojeda. Estos primeros pasos se acercan a veces a lo siniestro a través de las relaciones femeninas que rozan lo incestuoso, como las hermanas del cuento de la boliviana Liliana Colanzi en Ustedes brillan en los oscuro que juegan a la vaca y el ternero (una se subía el camisón y la otra chupaba su teta), o la madre e hija de La débil mental, dentro de la trilogía de la pasión de la argentina Ariana Harwicz, en las que ambas giran en un frenesí sintáctico de deseo, sexo, masturbación y destrucción que conducen hacia la locura. El incesto, esta vez con el padre y que da paso a una maternidad recluida y que resulta también enloquecedora, se da en La azotea, de la uruguaya Fernanda Trías.

Relacionada con estos primeros descubrimientos está la educación sexual, tratada en narraciones como en las autobiográficas y opuestas en el sentido educativo El cuerpo en que nací de Nettel y Educación sexual. Folletín adolescente de García Robayo. En la primera se ve reflejada la absoluta libertad sexual en la que los padres creían y educaron a su hija, lo cual no la preparó para la comprensión de la sexualidad real, a veces encarnada en el abuso, como el que sufrió su vecina; en la segunda se refleja una educación sexual restrictiva y religiosa en un colegio del Opus Dei, en el que se cambia la educación sexual obligatoria en el país por un curso de castidad, lo que produce el efecto contrario, con alumnas embarazadas, desenfreno libidinoso y una violación múltiple. El mismo contexto de un colegio del Opus es el de la ya mencionada Mandíbula. En esta novela de perversidad sexual adolescente lo que comienza como un juego termina con la mitificación de lo sexual a través del llamado Dios Blanco. Todavía mucho más clara pero en este caso positiva es la mitificación de la sexualidad y la creación de una mística del cuerpo en Lxs niñxs de oro de la alquimia sexual, de la peruana Tilsa Otta, a cuya protagonista Dios le muestra imágenes del futuro cuando tiene orgasmos con su novio, por lo cual inicia una búsqueda que la lleva a la magia y la orgía. En general, sin embargo, se puede observar también un movimiento contrario, de desacralización, que no tiene que ver tanto con quitarle importancia al sexo o el cuerpo, sino precisamente de darles valor desde su propia carnalidad, sin relacionarlos con un halo espiritual ni racional: en Sanguínea, de la ecuatoriana Gabriela Ponce, el flujo de conciencia se convierte en ese flujo sanguíneo estilístico que narra su pulso y su pulsión sexual, el placer más descarnado que a ratos se asemeja al dolor. Sangre y erotismo se unen también en el vampirismo de la protagonista de Malasangre, de la venezolana Michelle Roche Rodríguez. En esta preponderancia de la corporalidad se enmarca el hecho de que al principio de El asedio animal la colombiana Vanessa Londoño coloque la cita «Somos cuerpos encerrados en almas», de Margaret Cavendish, y en la novela Mandíbula de Mónica Ojeda encontremos que «el alma es la cárcel del cuerpo».

La apertura hacia otras sexualidades que forman parte del tabú, los fetichismos o la no normatividad se encuentran también con bastante facilidad en el nuevo milenio. La sexualidad de las personas discapacitadas puede verse en el encuentro entre Kamtchowsky y un chico con síndrome de Down en Las teorías salvajes de la argentina Pola Oloixarac, en el deseo del primo discapacitado en La débil mental de Harwicz, en el «vecino mongólico» de la abuela que le enseña su pene a la protagonista de Lo que no aprendí de García Robayo y sobre todo en Lectura fácil, de la española Cristina Morales, en la que cuatro primas con discapacidad tratan de disfrutar libremente de su sexualidad y su vida frente al sistema. El voyerismo, por su parte, se presenta en «Afortunada de mí», último relato de Qué vergüenza, de la chilena Paulina Flores, la morbosidad turbia del sexo a cambio de favores es la clave ambiental de Un amor de Sara Mesa, y la necrofilia asoma brevemente en La memoria del alambre de Bárbara Blasco. Pero sin duda la reina de las divergencias sexuales es la peruana Gabriela Wiener, que explora en su propio cuerpo y a través de la observación directa, tanto en sus crónicas gonzo-sexuales de Sexografías como en Nueve lunas, aspectos como la pornografía (desde los productores a los consumidores), la transexualidad, la prostitución, el sexo con muñecas, las parejas swingers, la bisexualidad, el poliamor y la poligamia, la excitación del sadomasoquismo o el deseo de las embarazadas. También trata asuntos corporales no relacionados directamente con la sexualidad, como el efecto de la ayahuasca, la donación de óvulos, el embarazo, el aborto, el parto, o los tatuajes de los presos (un tema, el de la tinta inserta en la piel, que la emparenta con la española Begoña Méndez en Autocienciaficción para el fin de la especie, que es un buen ejemplo de pensamiento desde el cuerpo). En la última obra de Gabriela Wiener, Huaco retrato, aunque persiste la sexualidad, omnipresente en su obra, el cuerpo se liga también desde la primera persona a la identidad personal, familiar, y sobre todo cultural y racial, transitando desde el deseo en el duelo por el padre a la identidad migrante de piel oscura de regreso al país expoliado por el antepasado blanco. Carne y migración son también esenciales en el relato «Biografía», en Sacrificios humanos, de la ecuatoriana María Fernanda Ampuero, en el que una inmigrante indocumentada consigue escaparse de un asesino de mujeres migrantes y utiliza esta precisa metáfora: «las mujeres desesperadas somos la carne de la molienda. Las inmigrantes, además, somos el hueso que trituran para que coman los animales. El cartílago del mundo. El puro cartílago. La mollerita». La argentina Fernanda García Lao escribe en Nación vacuna una pseudoucronía en la que a través del canibalismo y la «prostitución patriótica» se hace patente cómo el cuerpo es usado literalmente por el estado, el gran embaucador, con la excusa del enemigo extranjero, a través del control del discurso, como si pusiéramos en práctica hasta las últimas consecuencias los presupuestos de Foucault sobre el régimen de poder-saber-placer en La voluntad de saber. En la distopía narrada por la también argentina Agustina Bazterrica en Cadáver exquisito la metáfora se encarna en la realidad postapocalíptica, pues tras infectarse toda la carne animal con un virus los humanos comienzan a crear granjas de inmigrantes para el consumo. El canibalismo requiere la deshumanización de las llamadas «cabezas», a las que cortan las cuerdas vocales y de las que no se permite «gozar». La prohibición del sexo las deshumaniza para, supuestamente, humanizar a los antropófagos y concienciar de que es solo carne lo que comen, dándose realmente una doble animalización.

Si apuntamos el misil a otras coordenadas más cercanas, como los países de habla hispana en lo que llevamos de siglo XXI, nos encontramos con un conjunto de narradoras, de las cuales veremos aquí una muestra necesariamente incompleta, que vienen a expandir la visión falocéntrica de Slothrop, y a mostrar que la navaja extendida ante el cuerpo femenino no tiene un solo filo, ni es la de Ockham, sino que es compleja y multiusos

Esta animalización, no obstante, no siempre es vista de forma negativa, sino que se asocia al regreso al cuerpo, al instinto y a la naturalidad de la animalidad y la sexualidad salvaje (recordemos que el volumen que reúne la poesía de la española Marta Sanz, titulado Corpórea, lleva el subtítulo No quiero perder a mi animal. Que no se vaya). En Ampuero vemos claros la animalización y el canibalismo en el relato «Monstruos», de Pelea de gallos, en el que dos gemelas son comparadas con un toro y un gusano, y una de ellas sueña que aparecen «por todos lados bebés monstruosos pequeñitos como ratas a comérsela a bocaditos», pero también la salvación por lo salvaje, por la vuelta a la animalidad en «Subasta», donde la hija de un gallero es secuestrada y cuando violan a otra mujer a su lado, vacía su vientre y actúa como un animal salvaje para que nadie puje por ella y ser liberada. También es salvada por lo salvaje la protagonista de «Piel de asno» (en Tierra fresca de su tumba), de la boliviana Giovanna Rivero, cuya llegada a una reserva en Canadá, junto con el góspel y la visión de una osa combaten milagrosamente un tumor: «llevo el espíritu de esa osa en el centro de mis hemisferios y es la osa la que canta y la que ruge».

Una autora de la que ya hemos hablado, Mónica Ojeda, investigadora además del pornoerotismo de escritoras del exilio latinoamericano en los años 80, es una de las figuras más interesantes en la tematización del sexo en relación a la violencia, al horror, a lo abyecto. Además de las turbulentas relaciones de poder entre mujeres de Mandíbula, en Nefando lleva al límite la obscenidad aberrante de la pederastia incestuosa al tratar la filmación del abuso sexual de unos padres a sus hijos, que al crecer utilizan esas grabaciones para crear un videojuego en la deepweb. Esta conexión entre sexo, violencia y abuso por parte de los hombres es probablemente la más fértil de esta literatura. Desde lo autoficcional narran la historia de sus abusos y violaciones las españolas Lidia Caro Leal y Paula Bonet en Los años que no y La anguila, respectivamente, y la argentina Belén López Peiró en Por qué volvías cada verano, que relata los abusos por parte de su tío y sus consecuencias («Y despatarrada quedó el resto, lo que no sirve y está por desechar. La sobra. Mi sobra. Mi cuerpo»), y desde la ficción recrea la historia de una violación en grupo la también española Cristina Araújo en Mira a esa chica. La violencia exacerbada hacia los cuerpos femeninos, a través de bucles repetitivos de violaciones, torturas o mutilaciones son la constante en La sangre de la aurora, de la peruana Claudia Salazar Jiménez, que enfoca la brutalidad del contexto de Sendero luminoso en lo femenino a través de tres mujeres que son capaces de desear, pero son asimismo testigos, víctimas y armas de la masacre a machetazos, los rostros comidos por los perros, las violaciones múltiples en fila como tortura o la conversión del propio cuerpo en arma violenta: «Dedos bala. Brazos fusil. Cuerpo revolver». Las amputaciones y el sentimiento del cuerpo extirpado de los miembros fantasma no son poco habituales, aparecen en El asedio animal de Londoño, donde a una mujer le cortan las piernas con una motosierra y la dejan morir, a otra le mutilan los brazos con un machete y paga para que le prendan fuego (como se queman en hogueras para protestar por esta forma de violencia machista las mujeres de «Las cosas que perdimos en el fuego», de la argentina Mariana Enríquez) y a otra le amputan la lengua; en La muerte me da, de la mexicana Cristina Rivera Garza, donde una serie de hombres son mutilados y asesinados en una castración no solo simbólica que supone el reverso de los feminicidios tan literaturizados en la narrativa contemporánea latinoamericana, o en Fruta podrida de la chilena Lina Meruane, en este caso por la diabetes -igual que en un personaje de Las malas de Camila Sosa-.

A veces la violencia va aparejada a la maternidad y la animalidad del parto («Experimentaré / lo animal del parto / la sangre, el sudor / y la fuerza», escribe Paula Bonet en Cuerpo de embarazada sin embrión, donde habla de sus abortos), como en «La cueva» de Liliana Colanzi, donde una mujer primitiva pare gemelos y los degüella allí mismo, o de nuevo en El asedio animal, cuando la protagonista es llamada para atender el parto de unos mellizos sobre el suelo porque comparan su costumbre de cortar arroz en el monte con las tareas que le encomiendan: «cortar la tripa es como filetear la paja del grano». Otras veces la violencia proviene de la falta de aceptación de los cuerpos o identidades sexuales y de género diferentes, sea la propia, como la niña gorda que se hace cortes con tijeras en los muslos en el relato «Hermanita» de Ampuero, o la ajena, como en la autoficción de la argentina Camila Sosa sobre un grupo de travestis prostitutas en Córdoba, que son maltratadas sistemáticamente («Eso somos como país también, el daño sin tregua al cuerpo de los travestis»), incluida ella, abusada desde muy joven: «Desde ese día mi cuerpo cobró un valor distinto. Dejó de ser importante el cuerpo. Una catedral de nada», pero también más adelante: «Nuestro cuerpo es nuestra patria».

Otros aspectos del sexo femenino tratados son la primera menstruación, que aparece en el ámbito de las narraciones del yo en La lección de anatomía de Marta Sanz o en «Amar al padre», de García Robayo, y descrito desde la ficción en «Monstruos», de Ampuero; la maternidad, desde su deseo desesperado (Casas vacías, de la mexicana Brenda Navarro), su rechazo («El día que mi madre me habló de la experiencia de su parto decidí que nunca tendría hijos» dice Marta Sanz en La lección de anatomía. También en Contra los hijos, de Lina Meruane) o la lactancia y su escritura obsesiva y alienante, que se observa muy bien en Fugaz, de Sucari y en «Leche» de García Robayo.

Sexualidad y enfermedad riman y se entrelazan en la narración de Dicen los síntomas, de Bárbara Blasco, quizá porque la degradación corporal por la enfermedad y enferm-edad son asuntos capitales. Mi cuerpo también, de la española Raquel Taranilla, analiza la relación de la joven autora con el cáncer y el discurso de la enfermedad (y sus metáforas). Guadalupe Nettel y Lina Meruane afrontan en El cuerpo en que nací y Sangre en el ojo sus dolencias oculares y cómo cambian estas sus lazos con el otro, con su identidad y su escritura, lejos ya de la sombra de Borges. En Diario del dolor la mexicana María Luisa Puga utiliza la segunda persona con su propio dolor producto de la artritis. La chilena Diamela Eltit, en Jamás el fuego nunca, quizá la novela donde con mayor densidad aparece la palabra cuerpo de todas las citadas, narra la decadencia del cuerpo propio y del compañero, similar a la del proyecto revolucionario que ambos encarnaban. A ellos se añaden el cuerpo del hijo muerto y el de los ancianos que la protagonista limpia en su trabajo, tratando de deshacerse de los remanentes y los olores corporales que anticipan la muerte cercana. Las células de todos estos cuerpos y las células políticas a las que han pertenecido se hacen una: «quizá lo más sensato sería decir de una vez por todas: nuestro cuerpo, para asumir que estamos fundidos en una misma célula, en la célula que somos y que nos dispara ya hacia la crisis».

El cuerpo, efectivamente, no es eterno y acaba descomponiéndose, pero, en una época de obsesión por los anticuerpos, al corpus hispánico sobre (pongan aquí la preposición que les plazca) el cuerpo femenino no dejan de salirle miembros que habrá que ir analizando bajo el atento microscopio de lo literario.