La primera vez que tuve necesidad de traducir algo fue en Buenos Aires, a mediados de los ochenta, cuando estudiaba en la universidad. Escribía mis primeros cuentos y se los mostraba a mis compañeros en la carrera de Relaciones Internacionales. Uno me corrigió: «pileta» sonaba mejor que «piscina» y «encender» la luz era más adecuado que «prenderla». Comencé a entender que el español que yo daba como normal no lo era tanto fuera de Bolivia.
Suena un poco extraño, «traducir» del español al español, pero eso es algo que hacemos todo el tiempo, muchas veces de manera natural, casi inconsciente. En mi caso, esos primeros lectores fuera de Bolivia marcaron mi camino inicial como escritor. A mis dieciocho años creía que el lenguaje era un instrumento transparente que usaba para contar la historia que quería contar de la mejor manera posible. No sospechaba cuánto de traducción, de intervención cultural, implicaba el uso de una lengua. Porque cada libro que escribimos no solo es una mirada al mundo; es también un gesto político acerca de nuestra relación con la lengua, lo que creemos de ella, lo que pensamos que puede decir o no. En esos gestos a veces nuestra lengua se vuelve tímida y se reprime en procura de la comunicación; en otras, se convierte en el laboratorio de contacto con zonas oscuras de nuestra psiquis y con otras lenguas y culturas. Así se va transformando, incesante. Ni qué decir cuando el escritor no vive en su país de origen; en la Argentina primero, y en los Estados Unidos después, país al que me mudé cuando a los veintiún años, aprendí que la mejor manera de usar una lengua es desnaturalizándola, viéndola como una entidad extraña a través de la cual el mundo puede manifestarse, a veces entre balbuceos, ante nosotros.
Yo no sospechaba que esos primeros lectores argentinos me influirían tanto. Lo cierto es que, una vez que entendí hacia dónde apuntaban, decidí reprimirme por cuenta propia, ir borrando los registros coloquiales de mi escritura, todas las palabras que pudieran insinuar que mi español era otro, provenía de Cochabamba, una ciudad del valle boliviano sin grandes oropeles literarios (ah, qué envidia, la soltura con la que escribían cubanos, argentinos y mexicanos, tan despreocupados de que yo los entendiera; ah, qué envidia, Paradiso o La región más transparente).
Esa intervención inicial en el lenguaje tenía que ver, por cierto, con lo que entendía en ese momento que era la literatura: un espacio atemporal, un reino etéreo. No solo hacía que mis personajes hablaran un lenguaje estándar, en el que, por ejemplo, borraba de mi español los préstamos típicos que tenía el español de Bolivia de lenguas indígenas como el quechua y el aymara —wawa, yapa— o palabras más bien locales —chompa—; también la narración adoptaba un tono relativamente neutro. Un amigo lingüista me haría ver luego que el borramiento nunca era total: ciertas construcciones sintácticas mías obviamente me mostraban como escritor boliviano. El lenguaje es un instrumento de poder y guerra, el español de la región andina lleva por doquier las marcas del choque cultural, del conflicto con el mundo quechua y aymara en el traumático período colonial.
En la Argentina primero, y en los Estados Unidos después, país al que me mudé cuando a los veintiún años, aprendí que la mejor manera de usar una lengua es desnaturalizándola, viéndola como una entidad extraña a través de la cual el mundo puede manifestarse, a veces entre balbuceos, ante nosotros
Eso se acentuó cuando fui a estudiar a los Estados Unidos a fines de los ochenta. Ahora los lectores de mis textos eran cubanos o colombianos: los latinos que eran mis profesores o compañeros de estudios o del equipo de fútbol en una universidad de Alabama. En las clases, debía escribir mis ensayos en inglés, pero ese inglés era formal y carecía de matices: para describir algo se me venía un par de opciones a la mente, mientras que en español se me ocurrían cinco o seis formas diferentes de decirlo. Esa sensación de inferioridad de mi inglés nunca la pude superar, y por eso no me animé a comenzar a escribir directamente en inglés. Decidí apostar orgullosamente por el español.
De tanto insistir en mis purgas en los cuentos que escribía y reescribía en Alabama, la lengua de mis primeros dos libros de cuentos se volvió tan neutral que llegaba a ser artificial. Una lengua desprovista de metáforas, regionalismos, coloquialismos, neologismos, etc. Una lengua solemne, más cercana al diccionario que a la calle, lo cual, paradójicamente, hizo que algunos lectores la entendieran como intervenida por el inglés; un crítico en Bolivia me dijo, por ejemplo, que mi uso de «arribar» y de «retornar» provenía de mi frecuentación de palabras como «to arrive» o «to return». Yo solo usaba “arribar” o “retornar” en vez de “llegar”, porque me parecían palabras más literarias: era mi inseguridad la que hacía adquirir un tono formal, no los préstamos del inglés. Pero mi intento por escribir en un castellano inteligible para mis compañeros de estudio, mi deseo de escribir en un español que no estuviera influido ni por el lugar de donde provenía ni por el lugar en el que vivía, había hecho que mis textos parecieran traducidos de otra lengua. Los extremos se tocaban.
Por supuesto, en más de tres décadas de vida en los Estados Unidos, mi política de la lengua ha variado. Cuando llegué me ponía nervioso el español que se hablaba en los Estados Unidos; era el español de «te llamo para atrás», el de «carpetas» en vez de «alfombras». Sonreía al ver esos «errores» en los anuncios publicitarios y me sorprendía cada vez que veía Univisión o Telemundo; en California —donde hacía el doctorado en literatura latinoamericana, en Berkeley—, algunos amigos mexicanos en la universidad se escandalizaban por el uso «incorrecto» de palabras y marcaban distancia con los inmigrantes mexicanos o descendientes de mexicanos, hispanos o latinos o chicanos con quienes sentían que había más diferencias que similitudes; como escritor, yo admiraba la multiplicidad de voces, el spanglish de los inmigrantes mexicanos en California, tan diferente al de los cubanos o venezolanos en la Florida o al de los caribeños en New York, pero no me animaba a escribir como hablaban ellos, a torcer mi lengua. Quizás había llegado muy tarde, quizás para ello debía haber tenido una infancia o una adolescencia en los Estados Unidos.
Miraba con escepticismo los esfuerzos académicos por atrapar en diccionarios ese lenguaje en movimiento: por entonces un académico hispano, Ilan Stavans, proponía la necesidad de escribir el Quijote en Spanglish como punto de partida para darle carta de vida literaria al nuevo idioma. Con el tiempo, decía, aparecería el verdadero Cervantes del Spanglish, y con ello este idioma hablado por tanta gente sería legitimado.
Con los años llegó la liberación. Entendí que mi concepción tan rígida de cómo debía ser mi español en los Estados Unidos nacía de una equivocada nostalgia por el centro, de un miedo absurdo a perder cierta pureza cultural que solo existía en lo abstracto, pues en la práctica había sido perdida hacía mucho. Yo venía de la provincia y renegaba de las imposiciones de la capital, pero al borrar las marcas particulares de mi lengua de algún modo afirmaba esas imposiciones; del mismo modo, al observar con ansiedad el español de los Estados Unidos, creía de alguna forma que en ciertos lugares del planeta se hablaba de una forma tal que podía entenderse como patrón de referencia. Tardé en comprender que esas versiones del español con los que me había puesto en contacto eran la forma en que la lengua se había mantenido viva no solo en los Estados Unidos sino también en América Latina y en la misma España. Tardé en comprender que la fuerza de la lengua podía imponerse a esos equívocos, provenir de hecho de esos equívocos, pues estos no eran tales. Había mucha poesía en esa traducción tan literal que es «te llamo para atrás». Era una de nuestras tantas maneras de apropiarnos del inglés, de vivir dentro de esa otra cultura dominante, de no solo quedarnos con el español con el que habíamos llegado sino también hacer que este produjera frutos hermosos en su nuevo territorio de adopción.
Así que he tratado de aprender. Y escucho y leo no solo el español que se va construyendo en los Estados Unidos, sino la forma en que el español se usa en zonas fronterizas como el norte de México, y también, dada su presencia global, la forma en que en todo el continente vamos haciendo nuestro el inglés. Me interesa, por ejemplo, una palabra que le leí a un escritor de Tijuana, «beyondear», que significa «matar a alguien», y que he usado en una novela pensando en las formas en que puede evolucionar el español en este siglo. Me interesan «serendipia» y «abducido», que en mi adolescencia no existían. Me interesa «brodi», una palabra que usan los amigos de mi hermano para referirse a un compañero, a un amigo, a un hermano, y que en una novela convertí simplemente en «di».
Yo admiraba la multiplicidad de voces, el spanglish de los inmigrantes mexicanos en California, tan diferente al de los cubanos o venezolanos en la Florida o al de los caribeños en New York, pero no me animaba a escribir como hablaban ellos, a torcer mi lengua. Quizás había llegado muy tarde, quizás para ello debía haber tenido una infancia o una adolescencia en los Estados Unidos
Me interesa el inglés de Junot Diaz, tan intervenido por el español («Figurín de mierda, she called me. You think you are someone but you ain’t nada»). Me interesa el español de Rita Indiana, tan intervenido por el inglés («Papi tiene tantos gremlins y rainbow brites para mí que ya ni me gustan… Papi también me ha comprado botas y crayolas y alphabet stickers, pre tested water colors, flexi foam sheets, pelucas de la Barbie, sweat shirts, halloween decorations… leather gloves para el invierno, para cuando vaya a visitarlo, para cuando papi vuelva y me lleve con él»), y en general el español del Caribe. Me interesa el viaje de ida y vuelta de Daniel Alarcón, que escribe en español y en inglés, y también lo habla así en su podcast en Radio Ambulante. Me interesa el spanglish de Giannina Braschi. Me interesan las prácticas de escritura de Valeria Luiselli, que escribió una de sus novelas en español y luego reescribió ciertas secciones para su traducción al inglés, y luego volvió a editar su novela en español, haciendo cambios a partir de la traducción al inglés; su última novela, Lost Children Archive, fue escrita directamente en inglés, y eso no significó que hubiera dejado de ser una de las escritoras mexicanas y latinoamericanas más importantes de su generación. Y por supuesto, no solo se trata de nuestra relación con el inglés: me interesan, y mucho, los escritores de la zona de contacto, como Augusto Roa Bastos, João Guimarães Rosa o José María Arguedas.
En los últimos años he leído a escritores del norte de México como Élmer Mendoza, Carlos Velázquez o Yuri Herrera. Cualquiera que lea sus novelas verá que su inventiva lingüística mezcla sin complejos el español literario de México con la jerga coloquial de sus regiones, la presencia de un inglés intervenido, los neologismos, etc. Mendoza: «Durante el año tres meses y diecisiete días que llevamos camellando juntos te he estado wachando wachando y siento que eres un bato acá, buena onda, de los míos, no sé cómo explicarte, es como una vibra carnal, una vibra chila…» (Un asesino solitario); Velázquez: «La voz de Yuri proveniente de las bocinas del jom títer se confundía con los gritos de los vendedores y la muchedumbre famélica, delirantota y borracha: sodacervecera. Lonches jediondos. Gorditas con cólera» (La Biblia Vaquera). Si alguien se asusta con el spanglish, aquí debería asustarse más: Un asesino solitario, La biblia vaquera o Señales que precederán al fin del mundo son experimentos radicales, que muestran una lengua muy viva, que extrae algunos de sus mejores recursos de su condición fronteriza, del contacto con otras lenguas. Para los que escribimos en español en los Estados Unidos, estos escritores son grandes modelos de radical reinvención de la lengua.
Muchas veces me han preguntado si no he estado tentado de escribir en inglés. Mi respuesta es que ya bastante me cuesta escribir en español, intentar que la lengua, alejada de la calle, no se anquilose. También me han preguntado si me siento un escritor latino o hispano; sí, siempre y cuando se entienda que una forma de ser escritor latino en los Estados Unidos es escribiendo en español. Los Estados Unidos es ese extraño país con una extraordinaria riqueza de comunidades de inmigrantes de todas partes del mundo, que han aportado con grandes escritores a su literatura, siempre y cuando sus libros estén escritos en inglés. Somos muchos los que escribimos en español en los Estados Unidos, aunque no seamos aceptados por la literatura norteamericana. Eso, en todo caso, me importa menos que lo otro: la posibilidad y el desafío de seguir escribiendo en español en un país en el que la lengua española no es la dominante y se va reinventando de manera acelerada.