POR SOCORRO VENEGAS

Como ocurre con las islas, los textos fragmentarios están rodeados de significados, a veces, de profundidades incalculables. Lo que sostiene al fragmento es su sustrato, un cúmulo de nutrientes, visiones, experiencias, voces, el deliberado gesto de silenciar todo lo que no es escritura.

Lo visible no existiría sin el silencio que le rodea.

Archipiélagos de sentido y elipsis.

En su magnífico libro El corazón del daño, escribe la autora argentina María Negroni: «Opuse a tu figura espesa, la fragmentación; a la grandeza de tu ficción, el encanto de lo microscópico: alcé barricadas ante la falta de límites». Y así va narrando con una prosa que es poesía la historia de su madre. Su relato no es nada convencional, se fuga constantemente («un censo de escenas ilegibles», dice de esta obra la propia autora). La madre es escritura, la madre y su daño habitan el corazón. La madre se escribe, rompe y recrea todo texto, propicia reflexiones sobre la naturaleza del lenguaje, escenas de exilio o el acto de escribir. Una mirada, la de la hija, sobrevuela ensimismada. Se ve creciendo junto a su madre, se ve escribiendo. Se ve creando.

La pluma de Negroni muestra reminiscencias hondas, recrea el lugar infinito de la infancia y también se dirige a la madre, la intepela y suma otras voves, cita a escritores:

Un libro es una perplejidad de la claridad, anotó Edmond Jabès.

Escribir sería, en tal sentido, enfrentarse a un rostro que no amanece. O lo que es igual: esforzarse por agotar el decir para llegar más rápido al silencio.

Ese momento, escribe Jabès, en que el hombre se escribe a sí mismo y se vuelve vocablo.

Pienso en el prólogo de María Negroni a su libro El arte del error, donde afirma la necesidad de oponer la escritura, sobre todo la poética, a los discursos petrificados. Un lenguaje que nos conmueva porque está vivo. La intensidad que permite la forma narrativa breve es semejante a la del poema. Escribe Negroni: «en la prosa que vale, la poesía sigue estando cerquísima de sí misma».

Más que una columna vertebral que preserve el seguimiento de una trama, el fragmento ofrece esa clase de alumbramiento/deslumbramiento del texto poético. René Char, por ejemplo:

Por la boca de este cañón está nevando. Teníamos el infierno en la cabeza. En el mismo instante, la primavera en la punta de los dedos. Son las andanadas de nuevo permitidas, la tierra enanmorada, las hierbas exuberantes.

También el espíritu, como todo lo demás, ha temblado.

El águila está en futuro.

Más que una narración, visiones. O quizá lo que Negroni ha llamado «estampas del desacomodo» (cito de memoria).

***

El fragmento como espacio de contención. Pienso en las narrativas de duelo. En su libro No he salido de mi noche, la autora francesa Annie Ernaux usa la estructura del diario para narrar la difícil convivencia con su madre, enferma de Alzheimer: «Al final, tuve que ingresarla en una residencia de ancianos. (…) No sabía que aquel periodo me conduciría hacia su muerte, en 1986. (…) No he querido modificar nada al transcribir aquellos momentos en que me quedaba junto a ella, fuera del tiempo, de todo pensamiento». Una escritura que necesita atemperar el dolor para expresar, para cumplir su interpretación del mundo. La transcripción de momentos: el registro de lo significativo. Lo que emerge en el oceano, esa tierra a la vista. Cada entrada del diario un texto autosuficiente. Aun después de la muerte de la madre, la escritora mantiene sus islas condensadas, la extensión efímera de algo eterno:

La vida, la muerte, se quedan cada una a un lado, disyuntivas.

Estoy en plena disyunción. Puede que un día deje de ser así, y todo aparezca ligado, como en una historia.

Más adelante reconoce que en una ficción nunca podría escribir «mamá se ha muerto». Cada entrada del diario es un corte de tajo en la vida. Como atrapar de milagro un pájaro en pleno vuelo, esa rareza, lo irrepetible.

Entre un fragmento y otro, ese espacio que dejamos en blanco, un hiato. Una disyunción, tal vez, a la manera de Ernaux. Una necesidad de divorciar lo anterior de lo que sigue. Esa elipsis que permite dejar fuera lo que no es esencial, lo que podría petrificar la escritura. Elegir lo que arde. Lo que importa. La construcción del fragmento entonces es un alarde: deliberadamente dejaré fuera lo que no me importa.

La ambición de narrar lo esencial. Jabès decía que deberíamos pensar que cada palabra nos mira a los ojos.

Tal vez el espacio del fragmento sea el de todas esas posiblidades que Roberto Juarroz vio en las Voces de Antonio Porcchia: «donde se juntan el pensamiento y la imagen, la poesía y la filosofía, cuya artificial separación tal vez constituya uno de nuestros lastres mayores».

En el territorio de la no ficción, pero sí de la literatura, pienso en el ensayo Stabat Máter de Julia Kristeva. Ese estudio portentoso sobre el cuerpo de la madre, la que se deshace en llanto y leche. Máter dolorosa. Entreverada en la página, una columna que resalta en negritas un discurso paralelo. Una voz fragmentaria, un lenguaje que no precisa hilarse como el del ensayo, rompe la formación del texto corrido: escinde. Ahí hay otra mirada, otra realidad, la poética:

FLASH: instante del tiempo o del
sueño sin tiempo; átomos desme-
suradamente henchidos de un vínculo, de una visión, de un es-
tremecimiento, de un embrión aún informe, innombrable. Epi-
fanías.

La columna, breve e intensa, aparecerá varias veces junto al estudio de corte más bien académico, brillante y exigente. Con el rabillo del ojo el lector verá ahí ese otro texto, deberá decidir cuándo naufragar en esa seductora verbalización, en esa subyugante madre caracterizada con libertades que el texto paralelo no toma:

Melena de animal: ardilla, caballo y la dicha
de una cabeza sin rostro, narciso
del tacto sin ojos, la mirada fundida en músculos, pelos, colores
pesados, lisos, apacibles. Mamá:
anamnesis.

En su novela Ayer, Agota Kristoff traslada a pequeños capítulos el trauma del abandono, la soledad, la herencia de la guerra. Comienza con la narración de un sueño, como suelen ser los sueños, perfecto y comprensible en su ámbito absurdo. Seguirá con esa puesta en escena del mundo interior de su protagonista. Cada texto una intensa visión de esa alma dolida.

En el texto de Kristoff se pasa del sueño donde un tigre ríe a la vigilia donde todas las chicas podrían llamarse Line. En la propuesta de Kristeva se encabalgan dos discursos: quiero cuatro ojos para leer simultáneamente, me fascinan ambos, por distintas razones. Fragmentariedad que se basta a sí misma.

T.S. Elliot: «Estos fragmentos he orillado contra mis ruinas». Hay algo residual, algo de intentar comprender el buque por las piezas que han quedado de su naufragio. El fragmento es lo que queda de algo que se ha querido romper. No se buscaba la pieza íntegra, sino su estallido, la resonancia de sus significados.

Tal vez deba terminar confesando lo mucho que difruto pulsando en el teclado de mi MacBook el comando para dejar un espacio. Abrir un lugar vasto, la creación de esa distancia. No es un sitio vacío. Está lleno de lo que tú, lector, pondrás ahí.