POR EDUARDO LAPORTE

A pesar de sus invectivas contra los estamentos más reaccionarios, la mirada del escritor vasco hacia las cosas y la gente tuvo mucho de piadosa.

En los distintos textos biográficos sobre Pío Baroja (de él se ha dicho que toda su obra es una gran autobiografía), nunca encontré un comentario sobre la identificación del autor vasco con su nombre de pila. En alguien que arremetía contra la «cleromilitarina» de algunas ciudades españolas de finales del XIX, acarrear un nombre tan benigno quizá le pesó. Aunque más complicado lo tuvo su abuelo materno, Querubín Nessi, de talante renacentista y aficionado al dibujo.

De su madre, Carmen Nessi y Goñi, Baroja decía que tenía un «fondo de renunciación y fatalismo». Siempre se mantuvo apegado a ella, tanto espiritual como físicamente, pues murió con ochenta y seis años en Itzea, la gran casona familiar de Vera de Bidasoa (Navarra), en 1935. Dormía en una pequeña habitación en un extremo de la gran biblioteca en la que el novelista tenía dispuesto su escritorio en el que perfiló muchas de sus obras. Un lugar casi sagrado que los barojianos pueden hoy visitar si los últimos legatarios, los hermanos Pío y Carmen (hijos de Pío Caro Baroja, hermano del etnógrafo Julio e hijo a su vez de Carmen Baroja, hermana del autor de El árbol de la ciencia) tienen la amabilidad de abrir las puertas al curioso visitante.

Cuenta Pío Baroja en su reeditada Familia, infancia y juventud (Cátedra) que, cuando murió su madre y el párroco de Lesaka le dio la extremaunción, la vio muy serena. En esos compases agónicos, el cura lo llevó a un aparte y le dijo en voz baja: «Es un alma pura». La frase le impresionó profundamente.

Luego dirá que no sabía exactamente hasta qué punto llegaban las ideas religiosas de su madre, pero sí se aprecia una actitud algo «severa del deber», pero también un fondo moral, de bondad, insobornable. «Era muy querida de la gente y, sobre todo, de la gente humilde». El personal del servicio sentía por ella una «incondicional devoción» porque notaban «su fondo, su justicia».

Si bien hacia su padre hay no pocos comentarios críticos cuando no vitriólicos, hacia la madre escasean. Porque al progenitor se le puede intuir a través del remedo que de él se hace en El árbol de la ciencia, en el padre del protagonista, Andrés Hurtado, que lo describe así: «De un egoísmo frenético, se consideraba el meta-centro del mundo».

Ya en esa obra anticipa la muerte de la madre (a la que, no obstante, en este texto, tilda de «navarra fanática»), que dejaría a Hurtado con «un gran vacío en el alma e inclinación por la tristeza». Porque en ella, en su madre fuera de la ficción, se encontraría, como decimos, esa capacidad para llegar al fondo de las cosas, al espíritu de las mismas, que habría heredado un Pío Baroja de nombre más apropiado que nunca, a pesar de ciertos mitos y leyendas, en esa acepción del DRAE para el término pío que lo define como «devoto, inclinado a la piedad, compasivo».

Libros como La busca constituirían, por sí mismos, la mejor demostración de esa mirada empática hacia un mundo al que pocos de su entorno querían mirar en aquella época, un 1904 en que la miseria se antojaba no solo peligrosa sino contagiosa.

Quien mejor ha sabido definir esa mirada solidaria hacia las personas, pero también hacia el paisaje, como sublimación última de lo humano, es Antonio Castellote en su La boina del viajero (dentro del proyecto Baroja & Yo, de Ipso Ediciones). Habla Castellote de la precisión barojiana (una de sus señas de identidad literaria) al nombrar las cosas por su nombre, aspecto que compartía con ese preciso Miguel Delibes, escritor marcado por sus valores de bondad y justicia que resucitaba el paisaje castellano de carrizos, tesos y corregüelas en sus escritos. «Nombrar las cosas por su nombre incluye un componente ético, el de acercarse a la dignidad desnuda de las cosas, a los detalles ínfimos y emocionantes. No había languidez en Baroja», considera Castellote, que compara este modo de mirar al mundo con el fundamento estético de Virgilio.

La etiqueta de «el hombre malo de Itzea», que el propio Baroja convocaba en algunos textos, quizá contribuyó a su imagen de individualista incapaz de conmoverse por el sufrimiento ajeno. Pero nada más lejos. La sensibilidad de Baroja, especialmente frente a la secular brutalidad ibérica, motivaría buena parte de su producción y de su descripción de tipos, mostrando no una excluyente superioridad moral, sino el rechazo a ciertos caracteres. Lo leemos, por ejemplo, en Susana, una novela corta y de madurez ubicada en París, cuando descubre a un tal Edmundo: «Para él todo era chusco y su gran preocupación era decir una gracia. El hombre que se muere en el hospital dejando a la familia en la miseria, el niño que se queda sin madre en la calle, la mujer que se suicida tirándose al Sena no pasaban de ser hechos sin importancia que servían para decir algo más o menos ingenioso. Esa broma continua, siempre acre, era, a la larga, fatigosa y pesada».

Se sigue confundiendo el virtuosismo con el arte de aquellos que, como Tolstói defendía, tratan de desvelar la complejidad del mundo a través de lo sencillo, y de rescatar la belleza que se esconde en lo cotidiano, incluso en lo marginal. Escribir bien no consiste en estrujarse las neuronas del hemisferio izquierdo, sino haber mirado bien antes, y en eso Baroja era un experto

El menos es más barojiano

Un lector decepcionado con la última novela de Houellebecq, Aniquilación, lamenta en Twitter la falta de imágenes poéticas de sus primeros libros. Como cuando, en Ampliación del campo de batalla, leemos que «Lo más probable es que viera la tele con sus padres. Una habitación a oscuras y tres seres soldados por el flujo fotónico».

Hay aún quien considera, como si viviera incrustado en pleno siglo XIX, que «escribir bien» supone recurrir a sofisticadas figuras retóricas y a alambicados juegos de palabras en busca del calambur jamás hallado. Se sigue confundiendo el virtuosismo con el arte de aquellos que, como Tolstói defendía, tratan de desvelar la complejidad del mundo a través de lo sencillo, y de rescatar la belleza que se esconde en lo cotidiano, incluso en lo marginal. Escribir bien no consiste en estrujarse las neuronas del hemisferio izquierdo, sino haber mirado bien antes, y en eso Baroja era un experto.

Encontramos un buen ejemplo de ello en esa capacidad sintética para describir en el modo en que narra un amanecer en Nápoles en El laberinto de las sirenas, una de sus novelas más sensuales y mediterráneas: «De pronto, el sol comenzó a subir en el cielo con una rapidez de sol de teatro».

«Cielo expresa más que cielo azul», decía Jules Renard. Y, Baroja, que probablemente lo leyó, tomó nota. Es el autor de la precisión, consciente de que no se puede contarlo todo, que hay que elegir, y en que esa elección el escritor no se juega la vida, pero sí la página, la emoción perseguida, el cuadro certero lejos del pintoresquismo, pues se persiguen las atmósferas y no tanto la réplica de la realidad. Como los cuadros de su hermano Ricardo, por cierto, que ilustran las novelas editadas por Caro Raggio, el sello familiar.

La famosa descripción impresionista de Baroja calaría en autores que cuidaron mucho el adjetivo como Josep Pla o Francisco Umbral, aunque éste fuera amigo de despreciar la obra del vasco y señalar lo «mal construidas» que estaban sus novelas. Pero la viveza de las impresiones de su mirada avezada podía compensar sus fallas en unas estructuras narrativas que, por otra parte, nunca le importaron demasiado.

Abrimos al azar El laberinto de las sirenas para dar con esta descripción, ahora, de las casas de la Marsella vieja: «…son leprosas, negras, ahumadas, viejísimas; hay algunas góticas, de piedra; otras, más modernas, con una capa de pintura roja o amarilla, llenas de desconchados, no parecen menos decrépitas».

La mirada profunda

Las escuelas de escritura pueden enseñar las técnicas, pero no la capacidad de escuchar la vibración del mundo. Esa mirada hacia lo misterioso que late en las cosas y que Baroja, a pesar de su distancia de partida hacia los asuntos trascendentales, nunca rechazó del todo. De ahí esa fascinación piadosa, Baroja, pío, hacia lo que tenía alrededor, pero atreviéndose a sostener la mirada donde otros la retiraban. Como si quisiera acceder a algo que estuviera vetado, no tanto a la magia como a un secreto.

Ya en su infancia más remota, aún en la San Sebastián que sufre los bombardeos carlistas, se atrevería a mirar por encima de una tapia de un pequeño cementerio “en donde había muertos sin enterrar con uniformes rotos y podridos”

Ya en su infancia más remota, aún en la San Sebastián que sufre los bombardeos carlistas, se atrevería a mirar por encima de una tapia de un pequeño cementerio «en donde había muertos sin enterrar con uniformes rotos y podridos».

Esa contemplación del horror doméstico la practicaría Baroja con más o menos frecuencia, como asistente de las últimas ejecuciones públicas, como la Higinia Balaguer del crimen de la calle Fuencarral en la cárcel Modelo de Madrid, con Galdós presente. Pero antes, siendo mozo, vio pasar al reo Toribio Eguía, condenado a muerte por matar a un cura y a su sobrina. Tras la ejecución, «lleno de curiosidad, sabiendo que estaba todavía en el patíbulo», fue, solo, a verlo. Lo contempló de cerca. Un chico de unos doce años frente a frente a ese vestigio medieval. Y, el detalle de la mirada profunda: «Tenía las alpargatas sin meter en los pies». Una de las criadas lloró aparatosamente cuando volvió del acto público de ejecución, pero al día siguiente se le había pasado. El joven Baroja, en cambio, no pudo dormir por la impresión y el recuerdo le duró largo tiempo, confiesa, tanto como para que en Las inquietudes de Shanti Andia lo evoque, más o menos conscientemente, en la figura del náufrago cuyo cadáver fue encontrado en una peña, arrojado por las olas. «Aparecía calzado sólo en el pie derecho; le faltaba la mano del mismo lado y tenía el rostro carcomido. Sentí verlo, porque después, durante mucho tiempo, se me venía su imagen a la memoria».

Una mirada profunda que se alimenta de la realidad para ser volcada, a veces de modo casi calcado a la impresión original, en la ficción.

Enemigo del postureo

Mientras los grandes nombres del 98 o generaciones posteriores (Unamuno, Azorín, Valle-Inclán, incluso el ingenioso Ramón Gómez de la Serna) parecen perder lectores año tras año, la obra de Baroja, en el sesquicentenario de su nacimiento, se mantiene vigente, a juzgar simplemente por la repercusión de sus efemérides. Quizá porque supo combinar esa visión solidaria hacia los que madrugan para ser explotados, mientras los señoritos se acuestan (así termina La busca) con la libertad de soltar dardos agudos cuando tocaba.

Detectamos en Baroja un deseo de provocación, pero también una honestidad consigo mismo y para con sus lectores. También una capacidad para asumir nuestro lado oscuro, ese animal que pugna con nuestro lado más pío, y que Baroja no ocultó en sus escritos. Como cuando en su incendiaria Juventud, egolatría busca la raíz de la maldad desinteresada que se observa, dice, en las relaciones de los padres con los hijos o de los maridos con sus mujeres y que incluso puede ser contrainteresada. «Decid a un hombre que su amigo íntimo ha tenido una gran desgracia. Su primer movimiento es de alegría. Él mismo no lo nota claramente, él mismo no lo sabe; sin embargo, el fondo es de satisfacción». Se refiere a ese término alemán tan impronunciable que, curiosamente, nos resulta familiar: schadenfreude.

O cuando, en el primer tomo de Desde la última vuelta del camino, reeditado en 2022, señala que «existe en la familia un fondo de rivalidad oscura de índole animal, más aún entre las personas del mismo sexo».

Itzea, casa de los Baroja en Bera de Bidasoa (Navarra). Fuente: Wikimedia Commons

Es el Baroja no tanto impío como amigo de escribir de lo que nadie habla, como recomendaba María Zambrano, aunque se pueda resultar impertinente, como el propio escritor lo era cuando se dedicaba a retratar a colegas suyos o personajes de su tiempo, con una carga acerada que contrastaría con esa piedad que vertebra este artículo en torno a su figura. Es parte de su encanto, lo que explica esa inmortalidad literaria que persiguen los académicos franceses, no en vano Baroja se sentía cómodo en la contradicción (el criterio de lo real, decía Simone Weil).

Anarquista y conservador, dionisíaco y apolíneo, escribió de sí mismo que era humilde y errante. Ante la risotada de un amigo, le dio la razón: «Lo mismo que puse humilde y errante, podría poner hoy hombre orgulloso y sedentario. Quizá las dos cosas tendrían algo de verdad, quizá no serían ciertas ninguna de las dos». Y concluye la reflexión de este modo: «Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál es su careta».

La careta de Baroja fue la de alguien descreído, escéptico, pesimista… pero quizás esas etiquetas no sean más que eso, los atributos de una careta, los rasgos de un personaje llamado Pío Baroja.