Dos años después se produjo un tercer encuentro en la madrileña Carrera de San Jerónimo; Baroja estaba frente al escaparate de la famosa librería de Fernando Fe, mirando unos libros suyos, cuando notó que una mano se posaba sobre su hombro y, al girarse para comprobar quien era, se encontró de nuevo con Blasco. En esa ocasión, la charla tuvo como tema el ciclo de novelas barojianas La lucha por la vida (1904), en el que Baroja había retratado los bajos fondos de Madrid a través de las peripecias de Manuel, personaje protagonista de la trilogía. Por lo visto, Blasco le quiso convencer de que a esas novelas les faltaba algo, cosa que a Baroja le molestó especialmente porque, según él, el valenciano había escrito su novela La horda (1905) a partir de esos libros suyos, como explicó años después en sus memorias: «La horda, de Blasco Ibáñez, pensada a base de una idea falsa, es algo como imitación de estos libros míos, fabricada en frío. Quiere ser un copo de lo pintoresco de los alrededores madrileños, pero tiene el aire industrial y un tanto vulgar de casi todo lo escrito por el novelista valenciano» (1997 [II]: 870).

En 1913, Baroja se encontraba de viaje en París. Cuando anunció su regreso a España, varios amigos españoles e hispanoamericanos decidieron darle un banquete de homenaje que tuvo lugar en el entresuelo del restaurante La Closerie des Lilas, en la parisina Avenue de l’Observatoire. Entre veinte y treinta personas se reunieron en una cena que transcurrió con total normalidad hasta que, en el momento de la sobremesa, Blasco –a quien Baroja se había encontrado a la entrada del café y había invitado a unirse a la velada– pronunció un discurso en el que, al parecer, habló mal de América y de la Argentina, donde acababa de fracasar en su experiencia como fundador de dos colonias de valencianos. Para evitar que varios comensales hispanoamericanos se sintieran ofendidos, Baroja intentó calmar la verborrea de Blasco, pero este hizo caso omiso y siguió con su alocución, provocando la respuesta de uno de los presentes, que le acusó poco menos que de ser un «negrero» y de haber dejado abandonados a sus compatriotas en tierras argentinas, así como la natural contrarréplica de Blasco, ya en tono claramente violento, según el testimonio barojiano. Por si eso fuese poco, en sus memorias contó Baroja que, en ese mismo banquete, Blasco le había dicho una cosa que, conociendo al autor de Zalacaín el aventurero, quien siempre se quejó de no haber tenido mucho éxito con la venta de sus libros, le debió molestar especialmente: «Diez años más tarde me aseguraba [Blasco Ibáñez] en París, en el café La Closerie des Lilas: “Que digan que yo soy un autor bueno o malo, me tiene sin cuidado. Lo que es evidente es que yo soy el escritor mundial que gana más dinero de la época”» (1997 [II]: 15).

Si no me equivoco, esas fueran las cuatro únicas ocasiones en las que Baroja se cruzó con Blasco y, como se deduce de sus palabras, el recuerdo que le quedó de él fue bastante malo. Tampoco fue mucho mejor la opinión que el escritor vasco tuvo de otras facetas del valenciano. Aunque admitía que era un buen novelista, como escritor le parecía un creador vulgar, autor de un tipo de literatura previsible y poco original que a él no le convencía: «Blasco Ibáñez, evidentemente, es un buen novelista; sabe componer, escribe claro; pero, para mí, es aburrido, es un conjunto de perfecciones vulgares y mostrencas, que a mí me ahoga. Tiene las opiniones de todo el mundo, los gustos de todo el mundo. Yo, a la larga, no le puedo soportar» (1997 [I]: 800). Como político, también le parecía mediocre y, a pesar de que como editor le consideraba «un águila», porque entendía el negocio como nadie y sabía muy bien qué había que hacer para vender libros, la imagen que nos trasmite en sus memorias de Blasco como persona es, en conjunto, muy peyorativa: «Blasco era un Tartarín valenciano. Yo, antes de conocerle, creía que era un tipo moreno, seco, con aire de pirata berberisco y una voz tonante; pero no había tal; era un medio rubio, gordo, con una voz casi atiplada. Creo que en él todo era aparato. Mucha apariencia y poca consistencia, como dicen los italianos. Alguna gente creía que él, como hombre, valía más que como novelista; pero no había tal. Como novelista valía mucho más que como hombre» (1997 [I]: 899).

Frente a esta actitud hostil que los miembros de la generación del 98 mostraron hacia él, Blasco optó siempre por evitar cualquier tipo de enfrentamiento. Como han señalado sus más recientes biógrafos, no solo no respondió a los continuos ataques que sufrió, sino que ayudó a sus compañeros de gremio y trató con mucho respeto a quienes también se lo tuvieron a él: «Blasco siempre fue generoso con sus colegas porque su carácter, seguro de sí mismo, extrovertido y de hombre de acción, le impedía entretenerse con las mezquindades del mundo literario. […] Sabía que le criticaban, pero nunca entró en polémicas personales» (Reig, 2002: 174). La prueba más evidente de que no concedió mayor importancia a estos episodios es que, en 1924, cuando concibió la idea de crear una especie de Academia de la Novela (a imitación de la Academia Española de la Lengua), íntegramente financiada por él y formada por cinco novelistas de renombre, que se debían encargar de premiar a la mejor novela publicada durante el año y que iban a cobrar por ese «trabajo» la nada despreciable cantidad de 6000 pesetas, el valenciano propuso que los académicos fuesen, precisamente, Valle-Inclán, Unamuno, Azorín, Baroja y Pérez de Ayala. Aunque al final el proyecto no se llevó a la práctica (como tantos otros de los imaginados por Blasco), con el consiguiente enfado de alguno de los implicados, el simple gesto de proponer sus nombres denota que Blasco jamás guardó ningún rencor hacia los miembros de la generación del 98.

Un escritor inclasificable

En la excelente semblanza de Blasco publicada –en una serie de tres entregas– en el semanario Destino en 1967, con motivo del centenario de su nacimiento, Joan Fuster trató de explicar cuáles eran los motivos por los cuales los miembros de la generación del 98 habían mostrado esa animadversión hacia Blasco de la que acabo de dar varios ejemplos. El hecho de que el autor valenciano hubiese ganado más dinero como escritor que sus colegas, y que esto hubiese generado la natural envidia de ellos, era una razón objetiva y de peso que, sin embargo, y según su criterio, no explicaba la falta de sintonía de Blasco no sólo con los noventayochistas, sino, en general, con todo el gremio. Por eso, convenía buscar algún aspecto más que complementara el manido argumento de la envidia y que Fuster encontraba en «la resistencia o en la incapacidad de don Vicente para adaptarse a la “vida literaria” madrileña» (1967 [III]: 33). El problema de Blasco, concluía el intelectual valenciano, es que el ambiente de la capital le aburría y que, a pesar de que hizo buenos amigos entre los escritores y críticos madrileños, que le profesaron su admiración, jamás consiguió conquistar el campo literario de la Villa y Corte de la misma manera que lo había hecho en Valencia. Por otra parte, el autor de Nosaltres, els valencians añadía, como cosecha propia, la interesante teoría de que el momento en el que Blasco había aparecido en el panorama literario nacional, justo entre dos generaciones, le había perjudicado mucho a la hora de que la crítica le concediera y le reconociera un espacio propio: «A Blasco le ocurrió que, por una circunstancia cronológica clara, no fue ni carne ni pescado: ni del siglo xix ni del siglo xx. Su mismo naturalismo resultaba “anacrónico”: tardío respecto de doña Emilia Pardo-Bazán, por ejemplo, y demodé cuando Azorín, Valle-Inclán y Baroja ganaban terreno. Ese desfasamiento taró toda su obra, incluso sus ideas» (1967 [III]: 37).

Como muy bien anticipaba Fuster, ese lugar intermedio de Blasco hizo que historiadores y críticos de la segunda mitad del siglo xx no le consideraran jamás como miembro ni de la generación realista, en la que, por edad, no encajaba, ni de la del 98, de la que, por razones estéticas o políticas, siempre era marginado. Uno de los pocos historiadores que habló de Blasco como un autor del 98 fue Carlos Blanco Aguinaga, quien en su clásico Juventud del 98 (1970) aceptó incluirle en la nómina de autores de esa generación, poniendo, eso sí, una serie de matices. En opinión de este profesor afincado en Estados Unidos, Blasco habría formado parte de la juventud del 98 porque había compartido con los jóvenes de esa generación un mismo ideario de rebelión contra los valores establecidos en la sociedad española del cambio de siglo. No obstante, fue en el momento en que todos ellos maduraron cuando Blasco dejó de pertenecer al grupo por distintas razones. En primer lugar, porque su estilo literario quedó «rezagado» en comparación con el del resto de noventayochistas; en segundo término, porque mientras sus antiguos compañeros de generación practicaron el apoliticismo y no se implicaron en la vida pública, Blasco sí fue un hombre comprometido con la política y con los problemas de la sociedad de su época. El problema del planteamiento de Blanco Aguinaga, como él mismo reconocía, es que, pese a mantener esa actitud contestataria a lo largo de su vida, Blasco fue el autor que mejor supo adaptarse a las demandas de la sociedad capitalista y que, en consecuencia, más beneficio económico sacó de su obra literaria. Al pasar de «hombre de acción» en su juventud a empresario de éxito en su madurez, Blasco dejó de ser un literato o un intelectual puro, lo que tuvo como consecuencia que sus compañeros de gremio no le aceptasen como uno de los suyos y, posteriormente, que la crítica le ninguneara porque no encajaba en el molde que la historiografía había construido para la etiqueta del 98. Ante la dificultad de atribuirle un lugar concreto en la historia de la literatura española del periodo, Blanco Aguinaga optó por una solución intermedia que consistía en decir que sí, pero no; esto es, que Blasco sí era «juventud del 98», pero no era «madurez del 98», o no la misma madurez que habían representado el resto de miembros de esa generación: «La ruta de Blasco Ibáñez fue muy contraria según pasó de la crítica revolucionaria de la sociedad dominante a la entrega de su talento a las necesidades de consumo de esa misma sociedad. De ahí que fuese rechazado por los que habiendo, como él, abandonado la lucha, se encastillaron en profundas soledades desde las que no aceptaban ni lo uno ni lo otro. Pero en rigor […] no es sino la otra cara posible de la madurez del 98 que se define como abandono de la lucha contra la sociedad capitalista» (1978: 286).

Total
12
Shares