Julio de 2017
Quedan pocos días para el viaje a Israel, para participar en el Congreso Mundial de Estudios Judíos que tendrá lugar en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En estos días, la ciudad aparece en las noticias por los disturbios en el barrio árabe, después de que la policía implantara unos detectores de metales a la entrada de la Explanada de las Mezquitas, a raíz de que dos soldados israelíes fueran acuchillados. En las protestas, cinco palestinos muertos y cientos de heridos. Unos días después, el Gobierno israelí decide recular y sustituir los detectores por cámaras de seguridad. Desde hace tiempo es difícil no sentir en la boca un sabor agridulce al pensar en el presente y la actual deriva del Estado de Israel que, como dice la socióloga Eva Illouz, se adelantó en casi una década al resto de países en la «gran regresión» reaccionaria y nacionalista que nos asola.
Hace ahora medio siglo, Max Aub visitó Israel, también invitado por la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde durante cuatro meses impartió un curso sobre literatura mexicana. En su diario, publicado de manera póstuma, consignó observaciones muy críticas sobre la sociedad israelí, de la que le molestaron especialmente dos aspectos: el primero, el deliberado olvido del ladino o judeoespañol, consecuente con la marginación de los sefardíes por los askenazis. Aquel exiliado, el intelectual sin público que abordó los temas fundamentales de la historia del siglo xx, comentaba con sarcasmo: «Se gastan el dinero trayéndome para dar cursos acerca de México cuando hay trescientos mil sefardíes agonizando con su español. Trescientos mil marroquíes, argelinos, tunecinos, griegos, turcos que no pueden ir a la universidad porque pertenecen, como la mayoría de los sefardíes recién llegados, a la clase más pobre». Aquellos sefardíes, desdeñados por el Partido Laborista que entonces gobernaba y que dirigían judíos originarios de Europa, terminaron por volverse hacia la ultraortodoxia y la extrema derecha, sustentando su hegemonía política. El segundo aspecto que indignó a Aub fue que el Estado de Israel, fundado y gobernado por laicos, no considerara otros fundamentos que los bíblicos y la lengua hebrea: «A los israelíes lo mismo les da que Proust y Kafka fueran judíos y marquen indeleblemente la novela del siglo xx; tanto monta para ellos que lo fueran Marx y Einstein y que moldearan la sociedad y la ciencia de nuestro tiempo. Aquí no tienen calles ni estatuas: Proust es francés; Marx, alemán». En efecto, la «tradición oculta» de la que hablara Hannah Arendt, la del judío como paria, pero por ello, por su falta de arraigos, más universal desde cualquier suelo nacional, no interesaba a los sionistas. Arendt hablaba de Heinrich Heine, Franz Kafka, Bernard Lazare o Charles Chaplin. El libro Makers of Jewish Modernity, publicado recientemente por la Universidad de Princeton, con casi cincuenta nombres fundamentales de nuestra arte y cultura, tiene algo de elegiaco. De Sigmund Freud a Judith Butler, de Adorno a Derrida o de Paul Celan a los hermanos Coen, la vinculación con el Estado de Israel brilla por su ausencia. La propia Butler, en su polémico ensayo Parting Ways. Jewishness and the Critique of Zionism, reivindica como propio de la «morada vital» o «vividura» (que diría Américo Castro) del judío la convivencia con el gentil, así como reclama que la historia de opresión y destierro de su pueblo le haga sentir empatía hacia la situación de los palestinos y aceptar una «binacionalidad» del Estado de Israel. Complicado está que se acepte la solución de la filósofa estadounidense cuando Israel tiene la sartén por el mango. Al menos en esta ocasión, la actitud de resistencia pasiva de los palestinos, a modo de «intifada pacífica», ha evitado un nuevo enfrentamiento bélico veraniego.
EL VIAJE
5 de agosto
El vuelo de Iberia despega de Barajas a las once de la noche y nos dejará en Tel Aviv antes de las cinco de la mañana, hora local, que para nosotros serán aún como las cuatro. Llegamos a la sala de embarque prevista, desde la que contemplamos un majestuoso Airbus A-340 con el nombre de Antonio Machado. Buen augurio viajar con avión tan literario, pero pronto nos desengañamos: el embarque es en la puerta de al lado y el avión que nos llevará es un A-319B, en comparación, minúsculo, y bautizado, apropiadamente, como Petirrojo. El viaje es incómodo: cerca de la una de la madrugada, cuando nos estamos quedando dormidos, nos despiertan para servirnos la cena. En la misma, una pequeña tarjeta informa en hebreo, árabe e inglés que ninguno de los alimentos contiene carne de cerdo.
6 de agosto
Legañosos y sin apenas haber pegado ojo, cruzamos el aeropuerto de Tel Aviv que, a esta hora en que aún no ha amanecido, muestra una actividad frenética. El Aeropuerto Internacional Ben Gurión, cómodo y resplandeciente, en consonancia con su nombre, está moteado de fotografías históricas sobre la fundación del Estado de Israel y, a la salida, nos despide un vigoroso busto del primer presidente del país, el carismático líder laborista que proclamara su independencia el 14 de mayo de 1948.
Para llegar a Jerusalén, seguimos el consejo que nos dieron de tomar un minibús de la empresa Nesher (fundada en 1930) y que nos dejará en el mismo hotel por unos setenta séqueles (quince euros) por cabeza. El minibús arranca cuando está lleno, sin cinturones de seguridad y, por supuesto, sin asientos para niños, que no pagan, pero han de ir en el regazo de sus padres. Apenas cincuenta kilómetros separan las capitales oficial y oficiosa de Israel, aunque el contraste ya es notable: tras algunas breves extensiones agrícolas, comienza el ascenso por un relieve escarpado, propicio a las emboscadas, que pusieron en serias dificultades a las fuerzas judías durante la guerra (de independencia u ocupación, según quién cuente la historia), cuando se trataba de abastecer a Jerusalén oeste desde Tel Aviv. La parte final del viaje es una continua subida del minibús, pues Jerusalén está a casi ochocientos metros sobre el nivel del mar. Y a menos de una hora, el mar Muerto, que, por desgracia, no veremos, está a más de cuatrocientos metros bajo el nivel de los otros mares.
Nada más llegar, Jerusalén impresiona por su mezcolanza humana y arquitectónica que, sin embargo, se ve armonizada por el uso obligatorio de la «piedra de Jerusalén», roca caliza de color pálido que fue la empleada en el templo de Salomón y cuyo uso fue impuesto como obligatorio por los británicos, quizás lo mejor que hicieron. Nuestro hotel está en el distrito de Rehavia, un barrio residencial acomodado, muchas de cuyas calles llevan nombres de judíos españoles. Así, nos alojamos en la calle Abravanel, paralela a la calle Rambán, sobrenombre de Nahmánides, el mayor cabalista de la judería catalana. No lejos están las calles del poeta Ibn Gabirol, del filósofo Maimónides o del escritor viajero Ibn Ezra. El edificio de dos plantas donde nos alojamos era hasta hace poco, según nos enteraremos, una residencia de ancianos y algunos taxistas es la primera vez que escuchan hablar del Jerusalem Castle Hotel.
Un rato después de nuestra llegada nos encontramos con Leonardo Senkman, viejo amigo y cómplice en la recuperación de la obra de Máximo José Kahn, cuya judeidad apasionada y exilio en Argentina despertaron desde el principio el interés de Leonardo, nacido en 1941 en el seno de una familia judía de la provincia de Entre Ríos (junto a aquel Paraná que cantara Rafael Alberti), emigrado luego a Buenos Aires y exiliado durante la dictadura militar en Israel, donde decidió quedarse con su mujer e hijos, que, entretanto, le han dado varios nietos. Leonardo nos lleva en coche a Ein Karem, una antigua aldea árabe, absorbida por Jerusalén, pero que conserva su encanto rural y es ahora barrio predilecto de músicos y artistas. Ésta era la morada de san Juan Bautista y el lugar donde, según la leyenda, se encontraron su madre, Isabel, y la futura madre de Jesús durante el embarazo de ambas. Leonardo nos guía por un camino ascendente hacia la iglesia de la Visitación, custodiada por frailes franciscanos. Un sonriente monje ecuatoriano comienza a mostrarnos la iglesia, con un espigado campanario y un bello mosaico azul y dorado sobre el encuentro entre las mencionadas madres. Aunque de construcción reciente y exógena (diseñada por un arquitecto italiano), tiene su encanto, más por su ubicación sobre un impresionante valle oloroso de olivos, higueras y almendros, los árboles que eran santos para los judíos.
Por la noche, una vez que ha bajado el calor, nos adentramos por primera vez en la Jerusalén vieja, tras las colosales murallas otomanas. Nos da tiempo a echar un vistazo al barrio armenio y al árabe, donde están cerrando las tiendas y regando las calles, rápida forma de limpiarlas que también se hace donde vivo, pero que nos disuade de seguir adelante.