7 de agosto
«Yo les daré lugar (yad) en mi casa y dentro de mis muros, y nombre (shem) mejor que el de hijos e hijas; nombre perpetuo les daré, que nunca perecerá». Así dijo Jehová, según el profeta Isaías, y de ahí el nombre de Yad Vashem que lleva la institución oficial israelí encargada de preservar la memoria de las víctimas del genocidio nazi. Ya Máximo José Kahn, profeta desconocido, que lo fue en el desierto y no en ninguna de sus tierras, decía que haría bien el que, «en vez de decir “semita” y “antisemita”, hablara de “shemitas” y “antishemitas”». También pronosticaba aquel exiliado judeoespañol o hispanojudío, respecto a los campos de exterminio, que «esos camposantos instituidos por nacionalsocialistas serán a la judeidad venidera lo que fue a la de los siglos anteriores el templo en ruinas. Mirándolos, no llorará como ésta hizo ante el muro de las Lágrimas pues, con el Estado de Israel en su regazo, la segunda mitad del siglo xx tenderá hacia el porvenir, al menos en cuanto centurias judías». Qué duda cabe que el inmenso sacrificio involuntario de seis millones de judíos facilitó la imposición del Estado de Israel y es una de los fundamentos de su memoria colectiva, aunque, en realidad, sólo forme parte del pasado de los judíos europeos y no de los sefardíes y mizrajíes, emigrados a Israel desde los países árabes donde no alcanzó la zarpa del nazismo. No por casualidad estamos muy cerca del monte Herzl, que alberga el cementerio nacional, y, en su centro, la tumba de Theodor Herzl, el autor de El Estado judío (Der Judenstaat, 1896) y fundador del sionismo. Más allá de su uso y su abuso políticos, cuando uno va al Yad Vashem, ha de situarse en un tiempo en el que los judíos nunca habían sido opresores y siempre oprimidos, víctimas horrorizadas y atónitas ante el odio que suscitaban.

Paseamos primero, bajo un sol de justicia, por el bosque de Jerusalén, convertido en el paseo de los Justos entre las Naciones. Árboles plantados a la memoria de quienes arriesgaron su vida para salvar la de sus compatriotas judíos. Lógicamente, el mayor número de nombres son polacos, casi siete mil, seguido por los holandeses. Resulta triste quedarse sin conocer qué hicieron Helena Barchanowska o Marius Flothuis, cómo, en un momento en el que reinaba la cobardía, ellos apostaron por la osadía y la justicia, pero resulta bello ver esos nombres cobijados a la sombra de pinos y acacias. Siguiendo el paseo, vemos el vagón de tren traído de Birkenau, al borde del abismo bajo el cual se encuentra la laberíntica cueva de los nombres, con muchos espacios aún en blanco, que se irán completando dependiendo de las donaciones.

Después nos internamos en el museo. Hay un inevitable entumecimiento del corazón ante lo repetido, y la impresión que me causaron un día las imágenes vistas por primera vez en el subterráneo Ort der Information del berlinés monumento del Holocausto me hace ver al principio con cierta frialdad la historia mil veces contada, aunque aquí se narre de modo impecable e implacable: el ascenso del nazismo, el famoso discurso de Hitler donde pronostica la aniquilación de los judíos europeos y, luego, las humillaciones. Más que números y datos, esa imagen de la pareja vejada por amarse, sosteniendo sendos letreros, la chica («Soy la mayor cerda del pueblo y sólo me acuesto con judíos») y el chico («Como judío, solamente quiero llevarme a la cama a chicas alemanas») exhibidos como trofeos por unos patanes en uniforme, nos causa un dolor innombrable, como las imágenes de las mujeres desnudas en Ucrania, a las que se les despoja de sus ropas para venderlas y no destrozarlas al fusilarlas. O esa fotografía, ampliada cien veces desde una postal, enviada desde el frente ruso, de un alemán apuntando a la cabeza de una mujer que estrecha en los brazos a su pequeño.

El final es increíble. Tras la majestuosa bóveda de la Sala de los Nombres, que nos hace alzar la vista hacia las páginas de las víctimas, y bajarla luego hacia ese foso con agua al fondo, salimos hacia el inmenso valle, donde la vida sigue: los pinos agitados por una leve brisa, al fondo los vehículos cruzando un puente nos hacen conscientes de la fragilidad de todos frente al inevitable olvido y de la inanidad del sufrimiento.

A la caída de la tarde hemos quedado para cenar con Jacobo Israel Garzón y su esposa Carmen, que han venido desde Netanya, ciudad costera donde hace unos años compraron un apartamento en el que suelen pasar los veranos. Jacobo, nacido en 1942 en Tetuán, cuando esa ciudad contaba con la comunidad judía más importante del norte de África (hoy día, según nos contó, esta comunidad la forman cuatro personas), es, seguramente, el mayor difusor de la cultura judía en España, a través de sus Ediciones Hebraica y, sobre todo, de Raíces, la «revista judía de cultura» fundada hace más de treinta años y referencia para todos los compatriotas que se interesan por estas cuestiones en un país casi sin judíos como el nuestro. Aunque inicialmente íbamos a ir a la zona en torno a la antigua estación de ferrocarril, se ha hecho algo tarde y vamos a la cercana Mamilla, avenida comercial que lleva hasta la puerta de Jaffa. Cenamos en un restaurante especializado en pescado, el Happy Fish, donde dos de las camareras hablan español, aprendido, en primer lugar, por las telenovelas latinoamericanas, muy populares en Israel, donde carecen de la connotación negativa que tienen en España, y a todo un catedrático como Senkman no le da rubor reconocer su afición por un par de ellas. En segundo lugar, ambas se han recorrido por su cuenta casi toda Latinoamérica. Cuando alguien comenta que, entre las españolas, algo así es poco usual por los exagerados temores en cuanto a la seguridad en Sudamérica, Carmen asegura que, después de dos años de servicio militar obligatorio, cualquier chica israelí está curada de espantos. Monika le expresa a Carmen su sorpresa por ver a parejas muy jóvenes de judíos ultraortodoxos (jaredíes) con cinco o seis niños. «¡Ah, ésos están empezando! —responde Carmen sonriendo—. Normalmente, tienen doce, trece, catorce…». Por este camino, desde luego, la superioridad demográfica de los judíos sobre los árabes en Israel, que Edward Said pronosticó que terminaría en 2010, y que Judith Butler sólo veía sostenible a base de una política de desplazamientos y deportaciones, no corre peligro, aunque sí la sostenibilidad económica, dado que los jaredíes tienen como precepto no aceptar empleos remunerados y dependen de subvenciones del Estado.

 

8 de agosto
A la mañana siguiente partimos rumbo a la Universidad Hebrea de Jerusalén. Conduce Carmen (o «maneja», como dicen Joseba Buj y su esposa Cecilia Sandoval), lo que no le envidio, pues no es fácil llegar al monte Scopus y, sobre todo, encontrar su entrada. Fundada en 1925 con el apoyo de importantes promotores (Albert Einstein dio la lección inaugural), en la Universidad Hebrea puso Máximo José Kahn sus esperanzas de irradiación espiritual judía, y afirmaba que, «después de la destrucción del templo de Jerusalén, es la primera vez que la Sinagoga se concede a sí misma una visibilidad expresiva», y llegó a considerarla como «el primer Vaticano del judaísmo de todos los tiempos». Lo cierto es que, situada en un cerro al noreste de Jerusalén, la universidad quedó aislada dentro de la parte árabe de la ciudad y es bloqueada periódicamente por los jordanos, y eso explica su perfil más de fortín militar (con muros, alambradas y controles armados) que de campus universitario.

El XVII Congreso Mundial de Estudios Judíos es un evento de dimensiones monstruosas, con un programa que ocupa casi doscientas páginas y que los participantes reciben en forma de libro. Dominan, por supuesto, los estudios de exégesis bíblica y de historiografía sobre el Holocausto, aunque hay secciones para todos los gustos y me reconforta comprobar (a Max Aub también le habría alegrado) que hay muchas comunicaciones dedicadas al ladino o judeoespañol. Pese a que como dialecto hablado languidezca y vaya a extinguirse, al menos queda el pobre consuelo de que sea estudiado. Asimismo, en nuestra sección, titulada «Exilio de escritores judíos iberoamericanos», hay una profesora, la brasileña Monique Balbuena, que lo trata de manera tangencial al hablar del peculiar y bellísimo poemario Dibaxu, de Juan Gelman, donde el poeta argentino, judío askenazi, adoptó, como hiciera también Kahn a su manera, una ficticia identidad sefardita. Precisamente, es Monique la encargada de moderar mi mesa y mi tiempo de intervención, que se me hace corto: apenas estoy entrando en materia cuando me informa de que me quedan sólo cinco minutos, y termino a la carrera.

Para cualquier profesor al que se le ofrece acudir a una universidad israelí, resulta obligado tomar posición ante el boicot exigido por numerosas organizaciones de derechos humanos. Hace cuatro años, Antonio Muñoz Molina recibió no pocas críticas por aceptar y acudir a recoger el Premio Jerusalén por su «novela de novelas» Sefarad, y hace unos días Radiohead decepcionó a no pocos de sus fans al dar un concierto en Tel Aviv. En mi opinión, tanto las sanciones como los boicots no hacen sino reforzar los nacionalismos autoritarios, como se ha visto en la historia, desde la España de Franco a la Cuba de Castro o la Corea de Kim Jong-il. Los amigos que me animaron a participar en esta mesa sobre exilios latinoamericanos son feroces detractores de Netanyahu y ahora mismo están esperanzados por la posibilidad de que el Likud caiga, aunque sea por su corrupción y no por su política de apartheid, descrita sin tapujos por el historiador israelí Ilan Pappé en Los palestinos olvidados. Historia de los palestinos de Israel. Pappé, que firmó el boicot, hubo de abandonar la Universidad de Haiba y emigrar a Inglaterra. En mi intervención recuerdo tanto las críticas de Aub durante su visita a Israel como las de Kahn al poco de la fundación del Estado, aunque me queda un sabor algo amargo por la falta de debate al respecto, habitual en este tipo de congresos maratonianos.

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