Es difícil calibrar, siquiera de pasada, un asunto tan complejo como la situación del español en Estados Unidos, tanto históricamente como en la actualidad. Para empezar, no es una lengua extranjera ni lo ha sido nunca. De hecho, el primer texto literario aparecido en lo que hoy es territorio estadounidense es una descripción de la Florida escrita por Gaspar Pérez de Villagrá a principios del siglo XVII. El dato es relativamente poco conocido, lo cual viene a subrayar un hecho: la relevancia de nuestro idioma en aquel país es una realidad marcada por el signo de una cierta invisibilidad. Una anécdota que viví siendo director del Instituto Cervantes de Nueva York resulta ilustrativa a este respecto. Llevaba poco tiempo en el cargo cuando se presentó en mi despacho Humberto López Morales, a la sazón secretario de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Traía consigo un ejemplar de la Enciclopedia del Español en el mundo, volumen de más de 1.200 páginas recientemente publicado bajo sus auspicios. Inmediatamente busqué la sección dedicada a Estados Unidos y cuando vi que apenas ocupaba una veintena de páginas le pregunté al doctor López Morales si creía que era posible abordar un fenómeno de semejante complejidad y envergadura en tan exiguo espacio. Reconoció el error de perspectiva y dos años después, en 2008, me vino a ver de nuevo. Esta vez el tomo que traía consigo, tan voluminoso como el que me había mostrado en su primera visita, llevaba por título Enciclopedia del español en Estados Unidos. Más de doscientos expertos habían colaborado en la gestación de un trabajo admirable, en el que se examinaba la situación de nuestro idioma en aquel país desde multitud de ángulos. Yo contribuí con un breve artículo en el que explicaba qué significaba para mí escribir en español en un país de más de 350 millones de habitantes cuyo vehículo hegemónico de comunicación cultural, el único de hecho, era el inglés. A petición del profesor López Morales también había escrito el prólogo, que titulé «Estados Unidos Hispanos».
Todo esto sucedió en el momento central de mi experiencia como observador de los fenómenos relacionados con nuestro idioma en un país en el que resido desde hace más de 35 años. Durante este tiempo me ha sido dado seguir la peripecia estadounidense del español desde una triple perspectiva: desde la calle, como un ciudadano hispanohablante más; desde la academia, como profesor en un college de élite, y desde el ámbito editorial y literario, como traductor y escritor. Cuando asumí la dirección del Instituto añadí una cuarta perspectiva.
El inglés cercó al español, que dejó una huella simbólica en la toponimia, con nombres como Los Angeles, Nevada, Montana o San Francisco. California era el nombre de la isla de la Reina Calafia de Las sergas de Esplandián, novela de caballerías de Garci Rodríguez de Montalvo publicada en 1510. Todo esto no son más que manifestaciones de la invisibilidad a la que hice alusión antes
Consciente de la presencia de tres vertientes culturales que convergían en el ámbito de la cultura de origen hispánico en un enclave de tanto peso como Nueva York (la española, la latinoamericana, y la latina o hispánico – norteamericana), decidí impulsar un acercamiento entre ellas. El español estaba en el centro de la encrucijada.
El destino que habría de tener la lengua española en el futuro en Estados Unidos se decidió en 1848, cuando en virtud del Tratado de Guadalupe – Hidalgo México cedió a su vecino del norte la mitad de su territorio nacional a cambio de 15 millones de dólares tras la confrontación bélica entre los dos países. Los contornos del mapa de la literatura escrita en la lengua común de América Latina y España en el país del norte quedaron entonces fijados para siempre. El inglés cercó al español, que dejó una huella simbólica en la toponimia, con nombres como Los Angeles, Nevada, Montana o San Francisco. California era el nombre de la isla de la Reina Calafia de Las sergas de Esplandián, novela de caballerías de Garci Rodríguez de Montalvo publicada en 1510. Todo esto no son más que manifestaciones de la invisibilidad a la que hice alusión antes, una invisibilidad cuyas capas salen por su cuenta a la luz ocasionalmente de manera fortuita, como en un palimpsesto hecho de silencios. Lo importante es señalar que el punto de partida de la cultura de signo hispánico – norteamericano, la latina (hoy latinex), se remonta al momento en que una lengua se impuso política y culturalmente a la otra, relegándola. 3
La aparición de la Enciclopedia del español en Estados Unidos fue una aportación importante, aunque de validez efímera. Como intento de sacar una foto fija del fenómeno que se proponía estudiar estaba condenada de antemano: nada más editarse, la enciclopedia quedaba obsoleta. La inmensa movilidad de cuanto guarda relación con lo que sucede con nuestro idioma hace que sea imposible fijar sus límites.
Tratando de acotar ciertos aspectos de la situación, por aquel entonces publiqué un artículo titulado Seis tesis sobre el español en Estados Unidos. Aunque se trata de un fenómeno sometido a fluctuaciones constantes, las tesis que formulé entonces siguen teniendo validez como telón de fondo hoy, con algún matiz. Las resumo brevemente, adaptándolas al momento actual: 1) En Estados Unidos nuestro idioma es al mismo tiempo que una lengua materna, la lengua extranjera más estudiada. 2) La presencia de lo latino, directamente relacionada con la fuerza de nuestro idioma, convierte a Estados Unidos en un país bilingüe y bicultural, solo que de una manera profundamente desequilibrada. 3) En Estados Unidos se ha consolidado una segunda latinitas, identidad históricamente forjada en relación directa con el idioma, aunque el signo que la preside hoy ha cambiado, pasando de la “eñe” a la “equis”. El término latinx (pronunciado latinex) subraya el relegamiento del español: la lengua literaria de los escritores latinx es el inglés. 4) El centro de gravedad del español continúa de manera inexorable su desplazamiento en dirección norte: en 2050, Estados Unidos será el país con el mayor número de hispanohablantes de todo el mapa hispánico. 5) A diferencia de la primera formulación que hice de esta tesis, en Estados Unidos el español ha perdido fuerza como territorio de afirmación y resistencia, debido a su pérdida como primera lengua entre las nuevas generaciones. 6) Continúa avanzando de manera espontánea el proceso de cristalización de una nueva variedad de nuestra lengua: el español de Estados Unidos. El fenómeno, en extremo cambiante y volátil, resulta imposible de fijar.
En resumen: flujo incesante, volatilidad, obsolescencia, invisibilidad… Añádase, aunque sea incómodo hacerlo, el estigma de la falta de prestigio. Éstos son algunos de los rasgos que caracterizan cuanto guarda relación con la vitalidad que de hecho ha tenido siempre y sigue y seguirá teniendo en el futuro el español en Estados Unidos. Solo que se trata de una vitalidad condicionada por un conflicto que lo domina todo: la batalla entre la calidad y la cantidad. ¿Tiene el español, además de potencia numérica, suficiente fuerza o relevancia como vehículo de cultura o es una lengua de segunda? Históricamente, la literatura hispánico – norteamericana se ha escrito alternativamente en español y en inglés. En la historia de la literatura latina de los Estados Unidos siempre ha habido escritores de mérito innegable cuya lengua literaria era el español, como Tomás Rivera, autor de … y no se lo tragó la tierra (1971), o Sabine Ulibarrí, autor de Mi abuela fumaba puros (1977), por mencionar solo dos casos relevantes. Hay muchos más. El linaje se remonta al propio José Martí, cuyas extraordinarias crónicas sobre Estados Unidos escritas en español desde Nueva York, justifican hablar de él como escritor proto – latino. Sería interesante trazar una historia detallada de la literatura hispánico – norteamericana escrita en español, aunque no es ésta la línea dominante, sino la de quienes utilizan el inglés como lengua literaria. Es el caso, mencionando puntualmente unos pocos nombres, de Josephina Niggli (1910 – 1983), Rudolfo Anaya (1937 – 2020), el español Felipe Alfau (1902 – 1999), o ya en nuestro tiempo, de Julia Álvarez (1950) o Sandra Cisneros (1954). La figura clave en la historia de la confrontación entre los dos idiomas a la hora de elegir en cuál escribir es Rolando Hinojosa-Smith (1929 – 2022), el gran cronista de Nuevo México. Su prosa castellana, bellísima, cristalizó en obras cuyos títulos están tomados directamente de las de prosistas del siglo XVI, como Generaciones y semblanzas (1512) de Fernán Pérez de Guzmán o Claros varones de Castilla (1486), de Hernando del Pulgar, que Hinojosa – Smith adapta como Claros varones de Belken (1986).
En Rolando Hinojosa – Smith, decano de las letras hispánico – norteamericanas, recientemente fallecido, la lucha entre los dos idiomas se libra desde su mismo apellido. Significativamente, el escritor dejó de usar el español en el momento culminante de su carrera para pasarse al inglés. Ésa es la dirección irreversible que sigue esta literatura, de manera cada vez más acusada, subrayando un hecho incontestable: en Estados Unidos la única lengua literaria que cuenta es el inglés.
En resumen: flujo incesante, volatilidad, obsolescencia, invisibilidad… Añádase, aunque sea incómodo hacerlo, el estigma de la falta de prestigio. Éstos son algunos de los rasgos que caracterizan cuanto guarda relación con la vitalidad que de hecho ha tenido siempre y sigue y seguirá teniendo en el futuro el español en Estados Unidos. Solo que se trata de una vitalidad condicionada por un conflicto que lo domina todo: la batalla entre la calidad y la cantidad. ¿Tiene el español, además de potencia numérica, suficiente fuerza o relevancia como vehículo de cultura o es una lengua de segunda?
Esto nos lleva a la cuestión de los escritores de relieve cuya lengua literaria es el español que viven o han vivido con carácter más o menos permanente en Estados Unidos. La lista es larga, por lo que me limitaré a señalar unos cuantos nombres al azar: Sergio Chejfec, Cristina Rivera Garza, Álvaro Enrigue, Valeria Luiselli, Edmundo Paz Soldán, Horacio Castellanos Moya, José Manuel Prieto. Muchos no han querido o no han podido o no han sentido nunca la necesidad de escribir directamente en inglés, obviando el filtro de la traducción, pero son cada vez más los que contemplan la idea o lo han hecho ya. La pregunta es obvia: ¿Puede un escritor cambiar de lengua? En Convergencias, Octavio Paz (quien por cierto puso a una de sus colecciones de ensayos el título de Generaciones y semblanzas), afirma que para cambiar de idioma es preciso cambiar de alma. Que es posible escribir en una lengua que no es la materna con perfección absoluta, lo demuestra, sin salir de Estados Unidos, el caso de Vladimir Nabokov. Nabokov se convirtió en escritor americano y publicó novelas americanas como Pnin, o la obra maestra que es Lolita. El establishment literario lo admitió desde el primer momento como uno de los suyos, ofreciéndole plataformas como The New Yorker o las editoriales de mayor prestigio.
En cuanto a los escritores latinoamericanos afincados de manera más o menos permanente en Estados Unidos cuya lengua materna es el español, si quieren tener visibilidad o simplemente ser aceptados han de cumplir una serie de requisitos. El primero ocuparse de asuntos que encajen con la idea que tiene la cultura dominante de lo que significa ser latinoamericano. De los latinoamericanos se espera que escriban acerca de América Latina o que las historias que cuenten guarden relación con cuestiones que afectan al país en general, como la inmigración. Conviene que el punto de llegada sea Estados Unidos. En este sentido, hay una diferencia importante con respecto a los escritores latinx: éstos son norteamericanos de nacimiento y su única lengua el inglés, mientras que los escritores procedentes de América Latina son extranjeros y aunque se expresen en una lengua que no es la suya lo que hacen sigue siendo una suerte de traducción, ello sin entrar en la cuestión de la de la escritura misma (¿pierde calidad cuando cambian de idioma?). Nabokov, como Conrad en el ámbito de la literatura inglesa, operó desde el principio como un insider, además de porque su dominio del inglés estaba a la altura del de los escritores nativos, porque trataban los mismos temas que ellos, sin necesidad de ocuparse de cuestiones de identidad. No es el caso de los latinoamericanos. Estados Unidos tiene una inmensa capacidad de absorción en el ámbito de la cultura, pero exige de los outsiders que pasen de algún modo por el filtro de la asimilación. ¿Es esto algo aceptable para los escritores latinoamericanos que deciden escribir en inglés en Estados Unidos? ¿O se trata solo de vender más? Borges, García Márquez, o Bolaño (pero ningún español), lograron un prestigio y una visibilidad extraordinarios sin dejar de escribir en español. Lo mismo cabe decir de grandes autores que escribían en portugués, como Pessoa o Clarice Lispector. ¿Tenía quizás razón Octavio Paz y no es el idioma lo único que se deja atrás cuando se cambia de lengua literaria?