«Pero las carambolas de inspiración más grandes y duraderas son las que me regaló la obsesión con aquella viñeta surrealista del americano Hart, que proviene de mi pasión adolescente por los tebeos. El sello Buru Lan ediciones, de San Sebastián, publica con esmero unos pequeños volúmenes, los cómics de mi infancia»
POR HIPÓLITO G. NAVARRO
A la memoria de Johnny Hart (1931-2007)
y de Benito Moreno (1940-2018)
Debo el nacimiento de algunos de mis relatos al amor (y a la obsesión también) por algunos chistes que me alegraron la infancia, que me la llenaron de gracia y de color, y lograron eclipsar a ratos la persistente tristeza y grisura que nos atenazaba en los años sesenta a los niños de entonces. Lo he contado en varias ocasiones, con más o menos lujo de detalles, al tratar de explicar la génesis de tres o cuatro cuentos que me son muy queridos. Voy a intentarlo de nuevo en estos papeles de hoy, descubriendo los entresijos de la composición de dos de ellos, «La inspiración» y «Meditación del vampiro», los que siento más y menos míos a la vez, pues si la obsesión que los trajo a la luz es mía y bastante mía, la semilla de la que surgen es por completo ajena, anónima incluso en el caso del primero.
Uno nace de un chiste minúsculo, que yo llamaba entonces mi chiste metafísico del iglú, con el que hacía reír y rabiar a un tiempo a mis amigos cada vez que lo contaba; el otro crece y decrece en mi cabeza y en varios de mis propios libros desde el primer lejano encuentro con un diálogo absurdo en las tiras humorísticas del neoyorkino Johnny Hart. El temprano contacto con esos chistes, con esa gracia, es el caldo de cultivo previo, no tan secreto ya, que provoca mi fascinación por los juegos de palabras y de ideas, que son en verdad el motor de casi todos mis cuentos.
La peripecia creadora de «La inspiración» es muy simple: se trataba de darle cuerpo y existencia definitiva a un chascarrillo que contaba en dos frases la pesquisa insólita de un niño esquimal. Así lo contaba siempre a mis amigos, con este laconismo guasón: un niño esquimal, recluido en el iglú durante días en medio de una tormenta, mirando las llamas del fuego, después de tantísimas horas de observación ensimismada, termina por hablar y se hace esa pregunta: ¿qué es un rincón? Mis amigos se quedaban entonces muy callados, sin saber qué hacer, si reír a carcajadas o matarme directamente. De todo había en los auditorios que me procuraba, y si bien aparecí por casa apaleado en más de una ocasión, no es menos cierto que se me requería cada vez más insistentemente para que contara, por favor por favor, el chiste del iglú, que terminó por convertirse en mi más conspicua gamberrada. Tanto fue así que, muchos años después, para iniciar mi colaboración como columnista en la prensa andaluza, sin poderlo remediar, hice mi particular homenaje al tiempo aquel y convertí al fin el chiste en cuento, con su título incluido, la clave que explica lo que me pareció siempre: que aquel niño era en sí mismo, todo él, la inspiración total, al lograr preguntarse por algo que no existía en su mundo. Publicado primero como columna en la prensa, enseguida quiso meterse también como cuento en una de mis colecciones, de esta guisa:
La inspiración
Hay que imaginarse el escenario: los días todos iguales del Polo Sur, una atardecida eterna que arropa de desvaído azul un universo frío, plano y desamueblado. En el espacio que nos interesa recortar tal vez se puedan suponer, además de la superficie helada y blanca, tres o cuatro pingüinos a lo lejos, si acaso en un ángulo a la izquierda los deshilachados amagos amarillos de una aurora boreal. Poco más. Y frío, un frío abstracto y desacostumbrado para los termómetros.
Pero en el centro de la escena está el iglú, como una redonda y rotunda provocación. Y en su interior, la historia: despaciosos sucederes presididos por el calor. Los padres se aman desnuditos bajo las blanquísimas pieles de oso, la abuela come a lentos puñados de un pescado blanco salpicado de rojo intenso en las agallas, y el hijo entretiene su mirada en el alegre bailoteo de las llamas en el fuego del hogar. Esa contemplación ensimismada le ocupa todas las horas; hay poco colegio por esas latitudes. No se trata de perder el tiempo, aunque lo parezca, como no se pierde el tiempo si se observa toda una tarde el vaivén del mar golpeando en la costa o el resto de la noche el cuerpo desnudo de la mujer que hemos amado. Los ojos del niño han subido y bajado al compás de las llamas durante horas y horas, y ahora tiene como dos brasas las pupilas. Afuera todo lo más quedará un solitario pingüino rezagado, el paisaje aún más plano bajo el peso de difíciles constelaciones. Es entonces cuando el niño casi lo susurra: «Bueno…, y yo ahora me pregunto…: ¿qué es un rincón?».
Pero las carambolas de inspiración más grandes y duraderas son las que me regaló la obsesión con aquella viñeta surrealista del americano Hart, que proviene de mi pasión adolescente por los tebeos. El sello Buru Lan ediciones, de San Sebastián, publica con esmero unos pequeños volúmenes, los cómics de mi infancia. En ellos me doy de bruces con las tiras humorísticas de Johnny Hart, los recopilatorios de su trabajo maravilloso con El prehistórico B.C. A uno de sus personajes, el Peter original, en la traducción lo habían bautizado como Hipólito. «Hipólito, un genio muy personal. Tal vez constituya el primer fallo filosófico del mundo». Así lo presentaba el autor. ¡Como para no comprar aquellos libritos y devorarlos con placer! De los cuatro números que conservo se me queda grabada muy honda una tira: en ella, dos personajes sentados en una montaña contemplan el sol por encima de sus cabezas. A la pregunta de uno de por qué el sol subirá tan alto antes de caer, el otro responde que para poder recoger toda la luz que hay en el día. Es el embrión de un cuento que va a permanecer en mi cabeza durante casi treinta años.
Algunos autores, además de pelear a solas con las palabras en lo más profundo de la madrugada, encerrados en un cuarto robándole horas al descanso, tenemos la costumbre de salir de vez en cuando al mundo exterior, para tomar el aire, pero también y especialmente para darnos a conocer e ir de bolos. Como los antiguos turroneros y saltimbanquis de feria, recorremos entonces ciudades, aldeas y pueblos, para charlar animada o desanimadamente de las cosas de la literatura, y leer de camino obra propia o de algunos autores que nos cautivan, que ya estén muertos
Algunos días, muchos años después, visito a mi amigo el pintor Benito Moreno, y me arrobo contemplando su manera de trabajar con los pinceles. Su estudio es un espacio enorme con ventanales que dan a dos calles, orientado de este a oeste. El sol penetra poderoso por la mañana, Benito trabaja en las pinturas que necesitan de esa luz hasta el mediodía, el astro trepa por la pared y se posa sobre el edificio un rato largo, y luego baja del otro lado, para enseñar una luz distinta y ofrecer al pintor otras posibilidades para contemplar su propia pintura. Esa trayectoria de la claridad, que es lo importante según Benito, lo que debería llamarme verdaderamente la atención, queda opacada por otro asunto de menor interés, pero que para mí, perdido siempre en lo accesorio, tiene mucha más enjundia. Se trata de la presencia de una parada de taxis bajo el estudio. Allí abajo veo a los taxistas como hormiguitas limpiando con frenesí las carrocerías inmaculadas de sus vehículos. Quizá padezcan un trastorno obsesivo compulsivo con la limpieza y los plumeros. Imagino entonces la maldad que supondría transportar en el asiento de atrás de uno de esos taxis la última obra muy hojaldrada de óleo de Benito, colocarla sin secar sobre la tapicería del taxi más limpio. Por probar, lo hago en un cuento, sin decirle nada a mi amigo. El taxista lo descubre. La tapicería, que es de tipo cebra, ha quedado hecha una pena, con el cuadro invertido todo borroneado impreso sobre ella. Saca al pintor a empellones y le rompe el labio de un puñetazo. Todo eso, por supuesto, sin que mi amigo tenga que despeinarse, contado en bonito, con estilo muy literario, y en corto. Le pongo por título «Los tigres albinos» y se lo dedico a Benito junto a otra pieza en un cuadernillo titulado Relatos mínimos.
Esos dos microrrelatos que me inspira mi amigo, junto con los demás de ese cuadernillo y otros nuevos, los meto con calzador en un libro que tendrá algunas piezas bien largas. El problema de estructurar ese libro me quita el sueño. La estructura de un libro de cuentos que agrupa piezas de extensión media con otras muy cortas es muy importante. Lo único que tengo claro es que ese libro lo quiero titular como el cuento de la pintura y el taxi, Los tigres albinos, y que para darle cuerpo tendrá que contener no menos de treinta relatos. La preparación de ese volumen me ocupa durante meses, más que ninguno otro de los míos publicados entonces, hasta que doy con la solución casi milagrosa del libro menguante, un formato que ha devenido exitoso, imitado luego de la misma manera o de la contraria, creciente, decreciente, decreciente y creciente otra vez, en colecciones individuales y en antologías varias. Su título final fue, es, Los tigres albinos. Un libro menguante. Lo publicó Pre-Textos en el año 2000.
El volumen está dividido en dos partes bien diferentes: una primera que agrupa los cuentos más largos bajo el epígrafe «Inconvenientes de la talla L», y la segunda que presta título al libro entero y que es la propiamente menguante, donde cada nuevo relato es más pequeño que el que le precede, hasta terminar con uno de solo siete palabras, «El dinosaurio», homenaje evidente a Monterroso. El relato de apertura del volumen, «Inconvenientes de la talla L», cuenta la historia de un torpe electricista prendado de la hija de los dueños de un enorme chalet de las afueras donde realiza un trabajo. Vestido con un mono tres tallas mayor de la que le corresponde, como un payaso, no logra enamorar a la chica, ni concluir el trabajo, que deberá terminar su jefe. Todo en ese lugar le viene grande al protagonista, hasta la ropa que viste. El cuento entero quiere ser una clave sobre lo que viene después, un juego sobre el tamaño más conveniente que deben tener los cuentos que uno escribe, y de camino también la mejor dimensión de los cuentos que uno se monta en su propia vida.
Pero ese cuento del taxista y el pintor de «Los tigres albinos» no se queda tranquilo en su página y me sigue persiguiendo. En algún momento de enfebrecida inspiración intuyo que ese microrrelato, como si fuese una semilla, oculta dentro de sí un mundo enorme y complejo, una novela entera, así que me pongo con ella de firme, la abono y la riego, y la escribo en unos meses. Bautizo a la criatura con el nombre de Las medusas de Niza. No tardo mucho en reparar que en medio de su follaje he metido (casi sin darme cuenta, porque en realidad siempre ha estado dando vueltas en mi cabeza y en más de una circunstancia ha asomado su cabecita y hasta se ha atrevido a salir al exterior), ese chiste, metafísico también, que Johnny Hart había puesto en boca de uno de sus filósofos cavernícolas, el del sol que sube antes de caer para recoger toda la luz que derrama primero. Uno de los personajes de mi novela, durante un paseo matinal por el campo, le cuenta a otro esa gracia, adobada convenientemente de palabras, con el siguiente resultado:
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Son cinco párrafos escuetos, que ocupan la mitad de una página de una novela que contiene doscientas treinta y pico; es decir, que apenas alcanza el comentario un cero coma dos de una novela en la que suceden no pocas peripecias y comentarios de ese y otros tenores.
Se podría suponer que con ese inconsciente homenaje a los tebeos de mi infancia quedaba saldada una enormísima deuda de inspiración. Pues no. Nada más alejado de lo que después vendría.
Algunos autores, además de pelear a solas con las palabras en lo más profundo de la madrugada, encerrados en un cuarto robándole horas al descanso, tenemos la costumbre de salir de vez en cuando al mundo exterior, para tomar el aire, pero también y especialmente para darnos a conocer e ir de bolos. Como los antiguos turroneros y saltimbanquis de feria, recorremos entonces ciudades, aldeas y pueblos, para charlar animada o desanimadamente de las cosas de la literatura, y leer de camino obra propia o de algunos autores que nos cautivan, que ya estén muertos.
En tres salidas consecutivas tras la publicación de Las medusas de Niza, en los bolos llamados de promoción, me ocurrió tres veces lo mismo. En un club de lectura de Punta Umbría, a una chica que no le había gustado nada mi novela, le había encantado sin embargo un párrafo, y lo había copiado en su diario, un cuaderno atado con cintas. Allí los llevaba, esos mismos párrafos que copié más arriba, para darme el primer sobresalto. Igual me sucedería una semana más tarde con el único anciano varón de un club de la tercera edad en Badolatosa, una aldea perdida en la linde entre Sevilla y Córdoba, y luego con una interesantísima profesora de la Universidad de Valladolid. Para caerse de espaldas. Resultaba entonces que el cero coma dos por ciento de mi novela había tocado las entretelas más sensibles de todos ellos. Me sorprende que tres lectores tan diferentes señalen justamente las mismas palabras, esos cinco párrafos, ni una línea menos ni una línea más. Da un poco de susto, la verdad.
He comentado muchas veces que a mí en realidad los cuentos no me gustan, que lo que me gusta de verdad son los títulos. Me gustan tanto los títulos, quiero señalar tanto ese interés por ellos, que en muchísimas ocasiones esos títulos son la clave entera del cuento, y muchas veces su final. Me encanta escribir cuentos en los que el final es el título. ¿No es bonito eso, terminar un cuento y en lugar de ponerle el punto final ponerle el título final?
Así que me tocaba entonces lidiar otra vez con la misma idea, contemplar aterrado ese párrafo que parecía latir con vida propia, que pedía a gritos un nacimiento nuevo, que lo sacara de esa cárcel novelesca para convertirlo en lo que llevaba demandando desde treinta años atrás: que lo transformara de una puñetera vez en un buen cuento, como antes había convertido en piezas literarias chistes tan arrebatadores como el del rincón del iglú.
Ahí es nada. Buscar la manera de darle entidad independiente al bicho, sacarlo de su encierro de mera estampa bucólica, de texto descriptivo, sin tensión narrativa alguna. Darle movimiento, acción, unas nuevas ganas de morder a los lectores. Menuda faena. Qué ansiedad, además, tener que realizar un trabajo más propio de cirujanos o creadores de universos, la extracción de una costilla del cuerpo de la novela para crear con ella un nuevo ser. Menuda encrucijada. ¿Qué hacer, demonios, qué hacer? Cortarme las venas. No, eso no, que la sangre es muy escandalosa si no eres un vampiro.
Pensando en la solución que di al cuento del iglú, reparo una vez más en la importancia del título, y del final, de todos los cuentos. He comentado muchas veces que a mí en realidad los cuentos no me gustan, que lo que me gusta de verdad son los títulos. Me gustan tanto los títulos, quiero señalar tanto ese interés por ellos, que en muchísimas ocasiones esos títulos son la clave entera del cuento, y muchas veces su final. Me encanta escribir cuentos en los que el final es el título. ¿No es bonito eso, terminar un cuento y en lugar de ponerle el punto final ponerle el título final?
¡Ahí está la solución que tanto he buscado! El personaje que le falta a mi cuento debe aparecer en el título mismo. No podría presentarse más súbitamente. La voz que todo lo narra será entonces la suya. El autor desaparece. Es el personaje quien observa esa escena, el que la analiza, el que la desmenuza. Bastará el regalo de una vuelta de tuerca final para que la estampa entera se ponga en movimiento.
Ahora sí, al fin, este es mi cuento, el relato que perseguí durante casi treinta años y siempre se me escapaba. Del chiste del sol prehistórico de Johnny Hart que me fascinó en la infancia ha pasado a convertirse en mi cuentito adulto del vampiro. Todos estamos hoy contentos con su lenta metamorfosis, creo: los mirlos de picos color naranja, el niño que yo era entonces, el hombre que ahora soy, el sol mismo que asciende y baja, el vampiro, el Johnny Hart bonachón que con toda seguridad nos mira a todos sonriente desde muy arriba en el cielo.
Meditación del vampiro
En el campo amanece siempre mucho más temprano.
Eso lo saben bien los mirlos.
Pero tiene que pasar un buen rato desde que surge la primera luz hasta que aparece definitivamente el sol. Manda siempre el astro en avanzadilla una difusa claridad para que vaya explorando el terreno palmo a palmo, para que le informe antes de posibles sobresaltos o altercados. Luego, cuando ya tiene constancia de que todo está en orden, tal como quedó en la tarde previa, se atreve por fin a salir. Su buen trabajo le cuesta después recoger toda la claridad que derramó primero. Por eso se ve obligado a subir tan alto antes de caer, para que le dé tiempo a absorber toda esa luz y no dejar ninguna descarriada cuando se vuelva a hundir por el oeste.
Luego en el campo, paradójicamente, se hace de noche también muy pronto.
Los mirlos apagan sus picos naranjas y se confunden con el paisaje.
Y agradecido yo, me descuelgo y salgo.