«Las jerarquías de la tierra siguen inalterables. Hijos de padres ricos atravesando el Océano Atlántico. Viejos empobrecidos amontonados como sardinas en lata en una segunda clase inexpresiva y prescindible»

POR MANUEL VILAS

1. Boston

Llegamos a Boston una tarde del dos de agosto del año 22, procedentes de Madrid. Es un vuelo de siete horas, un poco más de siete horas. No se puede saber nunca con certeza. Llevaba tres años sin venir por Estados Unidos. Claro, la pandemia, el coronavirus, etc, todo eso que ya nadie recuerda.

Tres años sin ver a mis locos favoritos. Nostalgia tenía, pues, de mis locos favoritos.

En el avión tuve el primer susto o el primer desasosiego. En los asientos de la clase bussines viajaban dos niños y un adolescente, imaginé que eran hijos de padres ricos. Los niños tendrían unos diez años cada uno; el adolescente, unos catorce. Nosotros, Ana y yo, viajábamos en un turista plus, que es un economy class con un poco más de espacio para estirar las piernas y más inclinación de la butaca, pero nada que ver con la clase bussines. Nuestros baños eran los de economy class. Así que para ir al lavabo tenía que pasar por la segunda clase, allí vi una pareja de ancianos con rasgos indios. Muy ancianos, con cara de susto, con cara de miedo. Iban apretujados, con esas mantas rojas de la segunda clase. En bussines dan una colcha muy agradable. En turista plus dan una mantita gris, aceptable. En economy dan una mantita de tacto desagradable, de un rojo que parece un señuelo o una diana para que alguien dispare al blanco.

Las jerarquías de la tierra siguen inalterables. Hijos de padres ricos atravesando el Océano Atlántico. Viejos empobrecidos amontonados como sardinas en lata en una segunda clase inexpresiva y prescindible.

Pero los viejos iban cogidos de la mano, y en esas manos apretadas, la vida estaba a salvo.

Llegamos al aeropuerto de Boston y allí Iberia nos perdió la maleta, en donde iban los vestidos de Ana y mi traje, pues íbamos a una boda. Había más gentes como nosotros, gente con maleta perdida vete a saber dónde.

Poco a poco la gente se iba desesperando, cuando se daba cuenta de que se quedaban sin maleta y que nadie vendría a socorrerles. A poco listo que seas, te das cuenta de que los ciudadanos normales solo somos masa informe. Es entonces cuando a la gente le vence la desafección política y comienza a cagarse en el presidente del gobierno de su país, y en la madre que lo parió.

Eso hicimos: blasfemamos, nos cagamos en los reyes, los presidentes, y en los directivos de las compañías aéreas.

Las maletas perdidas y los viajeros impotentes. Tal vez sea la misma impotencia que las de las clases oprimidas del siglo XVIII y del XIX. Algún día esa impotencia estallará y degollaremos a los directivos de las compañías aéreas, no se merecen otra cosa, porque en el fondo se ríen de nosotros.

Ellos cobran un par de millones de euros al año y su objetivo laboral es aterrorizarnos. Porque perder las maletas de la gente es una forma de terrorismo.

Cuando vimos que aquello ya no tenía remedio rellenamos un formulario y nos fuimos a buscar el coche que habíamos alquilado previamente.

Era un cochazo: un Nissan modelo Altima, daba gloria verlo. Madre mía, qué coche más desafiante, pero de repente sentí miedo, y si le hago una raya, ay, dios santo. Salimos del aeropuerto Logan con una mezcla de euforia y de asombro, y de miedo ante tanto mando que tenía el salpicadero.

El tipo de los coches de alquiler era un afroamericano que nos dio ese Nissan como quien respira, sin ninguna determinación, en un proceso azaroso y natural que me tuvo lleno de preguntas un par de minutos. Estuve por decirle en mi inglés de tetrapléjico vocal que pusiera un poco más de convicción, porque para mí ese pedazo de auto era importante. Lo era por memoria de mi padre, que nunca tuvo un pedazo de auto como ese.

Daba gusto conducirlo.

Me desasosegó que fuese tan grande, porque había sitio para dos personas más detrás, eso hizo que me acordara de mis hijos. Claro, era un coche familiar.

Ana comenzó a ponerse nerviosa por los camiones de la autopista. Se cree que el objetivo de los camiones somos nosotros. Está convencida de que dios creó los camiones americanos para que fueran a por nosotros, a comernos vivos, a emplastarnos en sus ruedas gigantescas.

Ella sufre mucho en las autopistas.

Llegamos al hotel y encontrar el aparcamiento fue una odisea. Grandes edificios rodeados de laberínticos túneles. Nos perdimos. Aparecimos en otro hotel. Un cúmulo de desesperaciones nos iba minando la alegría.

Yo volví a ver a mis obesos favoritos. Yo, que había ganado dos kilos por el descontrol del verano, me encontré a hombres y mujeres a quienes les sobraba cincuenta kilos.

Pronto morirán, pensé.

El corazón les estallará en mil pedazos, sin llegar a los sesenta años.

Es la venganza del beicon, el queso cheddar, las patatas fritas y del batido de fresa.

Por fin nos dieron nuestra habitación y era una maravilla. El aire acondicionado funcionaba a toda pastilla, era un dos de agosto, con una ola de calor planetaria, hija del cambio climático, que consumía al mundo.

En España el gobierno acababa de imponer una ley por la que no se podía poner el aire acondicionado por debajo de 27 grados. Y lo que tenía delante, en nuestro hotel de Boston, era el aire a 19 grados.

Nos lavamos las manos, dejamos la maleta que no nos habían perdido en la habitación, que era esplendida, y salimos con el Nissan Altima a recorrer Boston. Dejamos el coche en un parquin y paseamos por el Boston Common, que es el parque de la ciudad. Había gente sentada en hamacas y tumbada en grandes toallas. Iba a comenzar una obra de teatro al aire libre. Vimos una camioneta con helados. Fuimos inmediatamente a por nuestro helado. Madre mía, un helado con dos cucharillas nos costó 9 dólares.

Carísimo.

Ana dijo que Nueva Inglaterra era cara, comparada con Iowa, donde tenemos nuestra casa.

Hace tres años que no voy a Iowa, me acordé de la humilde Iowa.

Allí un helado cuesta unos 4 dólares, aquí 9.

Fuimos a ver la parte colonial de Boston, con sus casas inglesas. Aquí llegaron miles de personas en el siglo XVII buscando una vida mejor. Las calles de Beacon Hill eran estrechas y empedradas, pero con unas piedras enormes. El tamaño de las piedras impediría que los carros tirados por caballos pudieran andar por semejantes calles. Me quedé con la duda, pero a quién preguntar, quién podría aclararme esto.

Demasiado grandes esas piedras de las calles.

¿Por qué?

Compramos fruta en un mercado, una pera valía dos dólares.

Y una hora de parquin nos costó 20 dólares.

Volvimos al hotel y había humedad en la moqueta.

Ya lo resolveríamos mañana.

Estábamos exhaustos, de vez en cuando nos acordábamos de la maleta dando vueltas por el mundo, con nuestras cosas dentro, todas nuestras cosas tienen un significado para nosotros, pero eso a Iberia se la suda. Iberia no es, en absoluto, la compañía que peor me ha tratado en la vida, pues esa ha sido Lufthansa, pero ero esa es otra historia. Y aun siendo otra historia, no puedo sino recordar que Lufthansa me ha mentido, me ha humillado, me ha insultado, me ha prostituido, en fin, aquí lo dejo. Iberia solo me ha perdido una maleta, visto así, consigo calmarme.

Al día siguiente fuimos a Quincy Market, que me deslumbró, porque era un himno a la comida llena de colores, pero falsa en el fondo. Nos pedimos unas gambas, y nos dieron un bocadillo de gambas. Pero para qué quiero yo el pan habiendo gambas, les dije en español. El caso es que la camarera era venezolana y me dijo, reconociendo mi acento peninsular, «pero si ustedes tienen bocadillos de calamares, por qué no de gambas».

Nos reímos.

El pan invade la tierra.

No nos comimos el pan.

Luego nos compramos una salchicha con mostaza, y estaba buenísima, la salchicha nos costó nueve dólares.

Vi platos con sandía cortada. Yo soy un comedor de sandía profesional. Me compré un bol de sandía y me costó 6 dólares y me pareció una locura, porque por 6 euros en España te comes una sandía enorme, y allí me dieron unos 300 gramos de sandía, encima bastante mala.

Boston ardía, hacía un calor que te quemaba el alma. Pero éramos turistas, y los turistas soportan todo porque están en la cumbre de la vida: están haciendo turismo.

Nos comimos un helado de vainilla, chocolate y limón.

Joder, 10 dólares más.

Pensé que lo mejor sería olvidarme de los precios, porque si no me iba a volver loco. Así que me dediqué a pensar en los monumentos que tenía que ver. Me gustaron la Old State House y la Old South Meeting House, que acabé confundiéndolas porque las dos eran «old», y las dos tenían ladrillos rojos, y eran casas del siglo XVIII. No me fie mucho de que fueran casas del siglo XVIII, pero bueno, si les hace ilusión que sean del siglo XVIII, pues muy bien, pensé. Porque para mí todo es, como mucho, de mediados del siglo XIX. No creo que exista nada en el mundo anterior a 1850. Los historiadores se inventan todas esas cosas.

Otro edificio mono que tienen en Boston es el Faneuil Hall, y hay cerca un Marriot en donde nos metimos a tomar el aire acondicionado e ir a los lavabos. Los lavabos de los hoteles siempre están limpios, y hay wi-fi gratis,

Llegamos a nuestro hotel y dijimos en recepción lo de la moqueta húmeda y vino un técnico a inspeccionarla y entonces de la boca del técnico salió mi palabra inglesa favorita: upgrade.

Nos cambiaron de habitación y nos dieron una con vistas a la bahía y se veían barcos y vuelos de gaviotas y toda clase de pájaros.

Había un sofá, que colocamos frente a los ventanales, para sentarnos a ver el mar, el muelle, y aviones, porque estábamos cerca del aeropuerto, así que me dediqué a ver cómo vuelan los aviones, cómo despegan, cómo ascienden a los aires.

Como nos habían perdido la maleta nos fuimos de compras por Boston, por la calle Washington y la avenida Lafayette. En Galp me compré unos pantalones cortos y una chaqueta para los aires acondicionados. En Tjj Maxx un par de camisetas. Ana se compró vestidos para la boda a la que íbamos, que se celebraba en el estado de New Hampshire.

Y luego, a disfrutar de las vistas y del cielo.

Enseguida me dio por pensar en cómo sería vivir en esa enorme habitación con esas vistas, con esas enormes camas, con colchones que parecían gigantescas ballenas amables, dispuestas a cobijarte en la noche de todos los demonios.

Nos fuimos a un CVS a comprar cosas.

Al lado de nuestro hotel había un montón de vida y de restaurantes y vimos un sitio con una cola gigantesca.

Coño, ¿qué es eso?

Gente feliz.

Ah, era una heladería famosa, y todo el mundo salía con su ice cream en la mano, pero no eran ice cream normales, eran auténticos empire state building de helado y de crema de chocolate y de crema de caramelo por encima, en la gran noche de verano.

Por la noche, el calor daba un respiro y se podía pasear.

Los obesos y los flacos paseábamos por los bulevares portuarios de Boston. Los obesos, felices. Los flacos, atormentados. Los obesos, a punto de morir de un infarto. Los flacos, a punto de morir de inexistencia material.

Sentí en un segundo a los miles de muertos de hambre de todos los rincones de Inglaterra que vinieron aquí hace más de 300 años con la ilusión de una vida diferente.

Esa vida diferente estaba materialmente concentrada en el sofá de mi planta décima del Seaport con vistas a la bahía.

2. Kerouac

Todavía no ha llegado el tiempo de mi vida de no hacer nada. Lo pienso. El tiempo en que escribir o no escribir sea lo mismo, y entonces uno decida no escribir para tener más tiempo de contemplar la vida.

Y más tiempo para conducir un Nissan Altima, pues eso fue lo que hicimos. Nos subimos a nuestro Nissan Altima (lo llamaré Nal, para abreviar) y nos fuimos a ver la tumba de Jack Kerouac en la ciudad de Lowell.

Nal es grande y competente y estamos cimentando una buena amistad. Agradece que me preocupe de él, y sobre todo que no lo aparque bajo el sol, porque ya estamos dentro del cambio climático, es decir, dentro del infierno.

El 4 de agosto, montados en Nal, llegamos a Lowell, dios mío, qué ciudad más disfuncional, y sin embargo tenía atractivo.

Nos fuimos al cementerio de Edson.

Era enorme.

Ponte a buscar allí la tumba de Kerouac.

Me acordé de lo que me costó encontrar la tumba de Ezra Pound en San Michel, en Venecia.

Lo bueno es que podías entrar en el cementerio subido a Nal. Así que empezamos a recorrer el cementerio, con Nal dándolo todo, con su maravilloso aire acondicionado refrescando nuestros rostros.

Eso es USA también: ir al cementerio en coche, ir a ver a tus muertos en tu propio coche, eso no pasa en Europa.

Vimos a un señor montado en un pequeño artilugio descapotable con cuatro ruedas –ignoro cómo se puede llamar ese vehículo-, pero estaba claro que era un empleado del cementerio. Era un tipo encantador. Le hizo ilusión que allí hubiera enterrado alguien famoso. Nos dijo que venía mucha gente preguntando por Kerouac, que subiéramos a nuestro coche y le siguiéramos, que la tumba de Kerouac no era fácil de encontrar.

Nos llevó hasta la tumba, el cementerio era enorme y tuvimos que cambiar de campo, nos habíamos metido en la sección equivocada.

«Aquí está Jack», nos dijo.

Era una pequeña tumba llena de ofrendas y regalos. Hacía 100 grados Farenheit. Allí abajo poco quedaría de Jack. Está enterrado con su mujer, que le sobrevivió bastantes años. Mi historia con los escritores de la generación Beat ha mudado un poco. La visita a la tumba hizo que me leyera en ebook On The Road, y me estaba encantando la lectura. Me parece una novela maravillosa, es una novela naif, ingenua, inocente, pero humana y hermosa, llena de vida.

Kerouac fue un gran vitalista, como yo.

Joder, yo tengo ya 60 años, y él se fue de este mundo con 47. Le saco 13 años. No sé qué coño he hecho yo en esos trece años que le saco.

Eso pienso delante de la tumba.

La gente ha dejado botellas vacías de whisky barato, bolis de propaganda, mecheros gastados, cuchillas de afeitar (ignoro el significado), banderas de los Estados Unidos, y alguna nota ya ilegible.

Ana se quita una pulsera verde y la colocamos en la «o» de Kerouac.

Queda perfecto.

Le hago una foto:

Creo que nuestra ofrenda es la mejor de todas, la más serena.

El 20 de octubre de 1969 comenzó a vomitar sangre en su casa de San Petersburgo, estado de Florida. Fue ingresado en el hospital St. Anthony, y su cirrosis se lo llevó de este mundo al día siguiente.

Podría haber vivido un poco más, eso pienso delante de su tumba. Haber llegado, no sé, a los 60.

Dejémoslo en los 55, es decir, 8 años más.

Cualquiera que lea On The Road sale con ganas de comerse la vida. Kerouac era otro hijo de Walt Whitman. Si estás deprimido, lee a Kerouac.

Nos subimos a Nal y pusimos el aire acondicionado a toda pastilla y pusimos en el navegador la dirección de la casa en la que nació.

La encontramos.

Solo había una placa.

La casa daba pena.

Aquí tampoco recuerdan demasiado a sus escritores, como en España. Debe de ser algo universal.

Ya ves tú qué le puede importar a un tipo que ha escrito On The Road que lo recuerden o no.

Pero a mí sí me importa, porque esa novela es energía y pasión, dos cosas sin las cuales la vida es poca cosa.

No creo que ni sea una gran novela, tal como entendemos el matrimonio entre solidez estructural y profundidad literaria en las tradiciones novelísticas que arrancan desde Flaubert. También la literatura, como la religión y la ciencia, está llena de supersticiones. A mí que On The Road sea una gran novela o no lo sea me importa un pimiento. Lo que sí me importa es que esa novela me da vida.

Esa es su grandeza, que ni importa lo que digan de esa novela los demás. Lo que importa es que esa novela te come el corazón y te enamora. Y habla de la juventud. En el camino es una novela sobre el tiempo en que los seres humanos son jóvenes y creen en la vida de una manera natural. Me recuerda a la película Un perro andaluz, que es el himno de juventud de Luis Buñuel y Salvador Dalí, que fueron jóvenes en el París de los años veinte.

Los Estados Unidos que salen en On The Road ya no existen. Si Kerouac volviera a las ciudades y los pueblos y las carreteras de las que habla en su novela no los reconocería. Se quedaría estupefacto. En su novela el whisky, las habitaciones de motel, los billetes de autobús, la cerveza, están tirados de precio. Madre mía, la de cosas que hacen los personajes del libro con veinte miserables dólares. En esa novela con veinte dólares vives un mes, bebiendo y fumando y viajando. Cuando la releo me quedo pasmado viendo lo que da de sí no veinte dólares, sino 35 centavos, que es lo que valía en 1947 una botella de whisky.

3. Hacia New Hampshire

Desde Lowell nos fuimos a Lyme, en New Hampshire. Paramos para comer en un restaurante mexicano, al lado del río Merrimack. Había frondosos árboles en el aparcamiento del restaurante, junto a la orilla del Merrimack. Dejé a Nal en una buena sombra, a veces casi me paso en el intento de dejar bien protegido a Nal, y casi me llevo por delante unas ramas, y meto las ruedas en una zanja, pero no ocurrió así. Solo que me preocupa que alguna parte de Nal quede a la intemperie del sol. Es importante que Nal sea feliz, que vea que me importa. Vale más Nal que el Presidente de los Estados Unidos y que el Papa de Roma y que el Rey de España y el Zar de Rusia etc etc.

A mí que On The Road sea una gran novela o no lo sea me importa un pimiento. Lo que sí me importa es que esa novela me da vida

No creo en la autoridad política, pero sí en la autoridad de un motor de 200 caballos, esa es toda mi preparación intelectual, amiguitos.

El restaurante estaba casi vacío, lo cual hizo que me arrepintiera de haberlo elegido. Nos dieron una mesa al lado del Merrimack, que me pareció un río maravilloso, y me entraron unas ganas terribles de bañarme en el río, pero me dijo la camarera, que era mexicana, que el río estaba contaminado, y que hacía una semana se había bañado un niño y a consecuencia del baño lo habían ingresado en el hospital de Lowell con una infección en la piel que no remitía, llevándole a una fiebre de cuarenta y un grados.

Nos pusieron nachos recién hechos, que a mí no me gustan nada; es más, los detesto, me parece comida de gorriones o de palomas o de ardillas. Y la salsa de tomate me parece una anestesia de paladares.

Pero luego elegimos un «dos amigos».

Los dos amigos eran el pollo y la res. Esa manera de llamar al plato me pareció de una ingenuidad digna de elogio. El plato se componía de un filete de pollo y otro de carne de res, con arroz, fríjoles y guacamole. Los fríjoles me gustan mucho, pero el arroz me parece comida para gallinas. A cualquiera que ame la paella española, esas formas de preparar el arroz de las cocinas mexicanas y asiáticas ha de parecerle por fuerza subdesarrollo puro y duro.

Pero el pollo estaba bueno.

Y los fríjoles, estupendos.

Y de poste, un tres leches, solo aceptable, no era gran cosa.

Yo soy un apasionado del tres leches, cada vez que le metía una embestida con mi cucharilla pensaba en Kerouac, allí, en su tumba, a cuarenta grados, con un sol intolerable.

Menos mal que Nal estaba a la sombra.

La propina, ay, sí, ese momento terrible en que tienes que dejar propina.

Yo no la dejaría nunca, pero a Ana le daría un infarto.

O la dejaría y luego me embolsaría yo, porque me siento camarero y me vienen bien las propinas para llegar a fin de mes.

Llegamos a Lyme y nos alojamos en una casa del siglo XVIII, una hospedería llamada Lyme Inn. La casa desde fuera parece normal de tamaño, pero misteriosamente desde dentro la casa, por algún efecto imprevisto, se engrandece, se ensancha, crece. De modo que tenía algo de casa encantada.

Las camas tenían una colcha roja y el cuarto de baño era enorme, con una ventana que daba a un camino, desde la que se veían otras casas dispersas. Había muchas lámparas de mesa, yo creo que cuatro. Y las encendía todas, para ver si funcionaban. No hay mayor disgusto que entrar en una habitación de hotel y encontrarse con una bombilla fundida. Funcionaban todas. Sin embargo, el estor de una ventana estaba roto. Dejamos puesto el aire acondicionado y nos fuimos a ver el cementerio de Lyme. Al pasar por recepción les comunicamos lo del estor y nos lo agradecieron. Los indicamos claramente que no hacía falta que lo arreglaran hoy. Íbamos a estar una noche y a mí me perturba que venga un técnico a pisar mi habitación con botas sucias. No. Una habitación de hotel, una vez que el huésped ha tomado posesión, es un recinto sagrado.

Fuimos al cementerio. Ana buscaba la tumba de un amigo suyo, y yo me dediqué a vagar por las sendas sepulcrales sin ningún cometido. Hacía tanto calor que ni siquiera tenía curiosidad por fijarme en las lápidas.

Aun así vi lápidas del siglo XIX completamente ilegibles, ya no se podía saber el nombre de quien yacía debajo. Esto, normalmente, me produce melancolía, pero como el calor era infernal y húmedo, no sentí nada sino ganas de ir a un lugar fresco.

Fuimos a una pequeña tienda de alimentación, una tienda de pueblo. Yo quería comprar agua con gas. Me he hecho adicto al agua con gas. Mis favoritas son: San Pelegrino y Perrier. No había agua con gas. Había fruta. Había nectarinas minúsculas a un dólar cada una. Me pareció un robo, más que nada porque las nectarinas eran apagadas de piel, y contrahechas de físico.

Compramos plátanos. Bueno plátanos no, bananas. Las bananas no saben a nada. Es la fruta más tonta del mundo.

Menudo botín.

Pero compramos arándanos, pues estábamos en temporada. No sacaban mala pinta. Lo que me inquieta de los arándanos es que nunca sabes, cuando te comes uno, si va a salir dulce o ácido.

¿De qué depende que salga dulce o salga ácido?

Nos subimos a Nal y fuimos a Hannover y a Darmurth College. De repente se puso a llover una lluvia caliente, pero molesta, lo que sirvió para comprobar que los limpiaparabrisas de Nal eran una máquina de fulminar gotas de lluvia.

Eso me puso de buen humor.

En Darmourth College, que está en Hannover, vimos los murales del pintor mexicano José Clemente Orozco. Ana estuvo trabajando de profesora en Darmouth y quiere recordar esos años. Se ha puesto muy nostálgica. Sostiene que Nueva Inglaterra es unos Estados Unidos diferentes, y es verdad.

Los murales de Orozco, si he de ser sincero, me dan un poco de miedo. Me acuerdo de que a Luis Buñuel no le gustaban los sombreros mexicanos. Los murales de Orozco tienen mucha fuerza. Pintó contra el capitalismo, pagado por el capitalismo, como hacemos todos. Solo que algunos en vez de rasgarnos hipócritamente las vestiduras y apartar la mano para cobrar intentamos entender esta paradoja, porque la honestidad nos obliga a comprender.

No sé, tal vez no sea la honestidad, sino simplemente el deseo de no ser un auténtico cretino.

O la inteligencia natural.

Fuimos a una tienda de ropa de Hannover, porque Iberia nos perdió la maleta en Boston, y porque la razón de este viaje es ir a una boda de unos amigos de Ana, que se casan en Litleton (New Hampshire). En esa maleta iban nuestros trajes de boda. En esta tienda de Hannover me atiende un señor muy amable. Los trajes de caballeros cuestan algo más de 400 dólares, pero son buenos trajes. Encuentro una americana negra que me va impecable. Desgraciadamente, no hay pantalón de mi talla, que vaya con la americana. El vendedor se esfuerza en buscar ese pantalón, pero no lo tiene. Me llama la atención el esfuerzo que pone en buscarlo. Lo busca por todas partes. De repente se ha subido, ayudado de una escalera, a un armario altísimo.

Nos vamos tristes, porque la americana me encantaba, y el vendedor se ha solidarizado con mi tristeza.

Hace un calor de muerte, ahora hay 99 F, en Hannover.

Nos vamos al museo de la ciudad, y me topo con frisos asirios. Pero cómo es posible que frisos asirios hayan podido acabar aquí.

Muy sencillo: el dinero.

El arte va donde el dinero, siempre.

Los asirios de hace cuatro milenios han ido acabar al otro lado del mundo, en un pueblecito de New Hampshire.

Hay una escultura de Juan Muñoz: un hombre que intenta subir por una cuerda, o algo así, no me produce mucha emoción, pero le hago una foto.

Me duelen los huesos.

Cómo no me van a doler los desgraciados huesos si tengo sesenta años.

Vamos a ver a un amigo y compañero de Ana en Darmouth. Vamos a la casa de José del Pino y su mujer Rosa Matorras, en Hannover.

Nos enseñan la casa. Es preciosa. Me imagino viviendo en una casa como esa en Hannover.

José prepara unos sándwiches estupendos. ¿Qué les ha puesto para que sean tan gustosos?

Rosa nos explica la historia de la casa. Fue construida en los años cuarenta, justo en la época en que Kerouac daba vueltas por América buscando la libertad y la vida.

Toda Nueva Inglaterra es apacible.

¿Qué es Nueva Inglaterra?

En realidad nadie sabe muy bien a qué se llama Nueva Inglaterra, pues no tiene dimensión administrativa ni política en la actualidad. Es una idea que corresponde con un territorio algo impreciso.

Nueva Inglaterra es la llegada de los ingleses a las costas americanas a lo largo del siglo XVI y del siglo XVII. Es la creación de las primeras ciudades, a imagen de las europeas.

Nueva Inglaterra es un recuerdo de algo que pasó hace cuatrocientos años.

Nos subimos a Nal y nos vamos.

Cada vez soy más amigo de Nal.

Me habla.

Me dice «ay si todos los hombres fuesen como tú».

Paso delante de un Dunkin´Donuts.

Una forma de suicidio que me asalta muchas veces en USA es entrar en Dunkin y decirles a los empleados que voy a comerme trescientos donuts de todas las clases y que se den prisa, que bajo ningún concepto puedo esperar, que vayan preparando los donuts, y reventar allí.

Sería una muerte bien dulce.

Está en el espíritu de este país, al menos en este agosto de 2022: muérete comiéndotelo todo.

Sigue mi fascinación ante los obesos.

Cuando veo obesos americanos, pienso en Jesucristo.

Esas barrigas que son como continentes, réplicas orgánicas del enorme espacio físico de los Estados Unidos.

Llevo el mapa de Estados Unidos en mi cuerpo, mira mi barriga infinita, eso parecen decirme los obesos y obesas estadounidenses.

Afortunadamente Nal y yo somos dos sílfides.

El Nissan Altima es un coche fino, delgado, un himno a la delgadez, como yo.

Eso sí, cualquier día, por solidaridad, me suicido comiéndome trescientos donuts.

¿Cuántos donuts sería capaz de comerme antes de morir?

De morir reventado como zerfet, no sé qué es eso, pero era una expresión que decía mi madre.

4. La boda

En Litleton nos alojamos en un Hampton Inn, donde aquí sí teníamos incluido el desayuno. Los hoteles americanos no le dan el mismo valor al desayuno que los hoteles europeos. Este Hampton Inn sí incluía desayuno por el carácter familiar del hotel. Pero el desayuno era un horror, era una venganza de los cielos, era una catástrofe.

Los huevos no eran huevos.

Había salchichas troceadas.

El café era un insulto a Colombia, a Italia, a Francia, a la civilización en general. Un café rompetripas. Es el café de los condenados, de los esclavos del siglo XXI, quema por el mero hecho de quemar, te quema los labios, y es solo agua cocida.

Pero bueno, había unas tortillas que si te comías solo la mitad de una, daban el pego, y eso hice.

Si te comías más de la mitad, te cabreabas con el mundo entero.

Lo más gracioso de este hotel es que el aire acondicionado de las habitaciones no se podía regular desde tu propia habitación, y se encendía cuando le daba la gana. Se lo dijimos al manager, el cual se plantó en nuestra habitación y pisó nuestra moqueta con sus zapatos gruesos y polvorientos (lo de polvorientos puede que fuesen imaginaciones mías) y le metió mano a la máquina, un aparato de los años ochenta. Dijo que la máquina estaba rota y que nos cambiaba de habitación. El señor no era muy amable. No nos sonrió para nada, como sí nos había sonreído el empleado del hotel de Boston. Es muy importante que te sonrían.

Nos cambió de habitación, y al rato descubrimos que en la nueva habitación ocurría lo mismo: no se podía apagar el aire acondicionado.

Fuimos a la boda.

En pleno agosto, y con 95 F, yo iba con una americana negra de Kolh´s, era lo único que había conseguido, deprisa y corriendo, para ir un poco decente a la boda, gracias a la pérdida de maleta por culpa de Iberia.

Nuestro odio razonado y racional a Iberia fue creciendo.

Llamábamos por teléfono a Iberia, nada menos que a España, con la pasta que cuestan esas llamadas, y allí nos atendían con buenas palabras, nos preguntaban si habíamos rellenado el código PIR, cosa que habíamos hecho desde el primer momento, y daba igual todo.

Yo busqué en Internet el nombre del presidente de Iberia: Javier Sánchez Prieto. Hay que buscar siempre el rostro o los rostros que se esconden detrás de las grandes compañías, porque estos rostros existen, y pertenecen a hombres y mujeres que ganan sueldos astronómicos por mearse encima de nuestras desgracias.

Yo veía a Javier Sánchez Prieto mearse encima de nuestra maleta todos los días.

Mea a gusto, gran líder corporativo, le decía yo en mis ataques de ira melancólica.

Total, que allí estaba yo cociéndome a fuego lento.

Ana al menos había conseguido en la cadena de tiendas TjMax un vestido naranja, muy adecuado para una boda, y a un precio estupendo.

Me quitaba y me ponía la americana todo el rato.

Los murales de Orozco tienen mucha fuerza. Pintó contra el capitalismo, pagado por el capitalismo, como hacemos todos. Solo que algunos en vez de rasgarnos hipócritamente las vestiduras y aparar la mano para cobrar intentamos entender esta paradoja, porque la honestidad nos obliga a comprender

Y comencé a mirar a los otros invitados, a los hombres. Y todos iban con fabulosos trajes veraniegos. Y yo gracias a Javier Sánchez Prieto iba con mi americana de invierno. Y mi estupendo traje de verano italiano descansaba en una maleta perdida, vete a tú a saber dónde.

La boda fue una declaración pública de que existe el amor. Los novios tenían 27 años y estaban muy enamorados. Nosotros estábamos invitados por parte de la novia, que habla el español tan bien como el inglés. La novia habla con su madre en español y con su novio, ahora ya marido, en inglés.

Pensé en que se casaban también dos lenguas: el español y el inglés.

La tarta de bodas era de las que me vuelven loco en los Estados Unidos, porque llevaba mantequilla pastelera, merengue y muse de arce, junto a un bizcocho tierno y esponjoso como el corazón de ángeles recién nacidos.

Esto me parece fantástico: el corazón de ángeles recién nacidos, esto no lo ha escrito ni el puto Jack Kerouac.

Como la gente comenzó a beber, y ya era el momento del baile y de la fiesta, las raciones de tarta permanecían en un segundo plano. La noche de verano fue cayendo y descendió un frescor nocturno que hizo que mirara con menos rabia a mi americana de invierno, aunque seguía sin ponérmela.

Vi entonces los restos anónimos de Nueva Inglaterra flotar en el ambiente, una misteriosa pervivencia de Europa en mitad de los bosques de New Hampshire.

Los novios eran el futuro, e inevitablemente todos los que teníamos más de cincuenta años éramos el pasado.

Pero la tarta estaba allí.

Ana, por favor, haz algo, esa tarta está allí reclamando atención y ya todo el mundo está bailando, le dije.

Y nos fuimos con cuatro raciones de la tarta metida en dos túpers. La noche estrellada lo invadía todo, fuego del verano.

La escalera del tiempo se dibujaba ante mis ojos con una nitidez abundante y como una amenaza a la que mi vida estaba expuesta. Yo solo sé escribir cuando la vida me amenaza. Gracias a dios me auxilia esta lengua española, lengua de gente pobre aquí, en la santa América.

Ay, esta lengua.

Y cómo hacer para hablar la otra.

Nal me dice «bueno, tranquilo, yo soy un coche americano y te entiendo, no te preocupes demasiado, además tienes la tarta».

Nos fuimos a nuestro Hampton Inn y la habitación estaba helada. Teníamos una nevera, no un minibar. Metimos las raciones de tarta dentro. Qué gran momento al descubrir que cabían tan maravillosamente bien nuestras raciones de tarta nupcial en el pedazo de nevera que teníamos en la habitación, una nevera que humillaba a todos los minibares de la tierra.

Nos fuimos a dormir deseando que llegara la hora de levantarse y comernos la tarta.

Nos metimos en la cama. Creo que no lo he dicho nunca: las camas de los hoteles americanos tienen una cosa especial, es lo que yo llamo «efecto ataúd». Entras en ellas y te comen con su tecnología punta. Te hundes en un mar de suavidad y de descanso. Casi como si cayeras en medio de la muerte, pero una muerte enigmáticamente maravillosa.

Son colchones sedantes.

Colchones profundos que te conducen a una dimensión desconocida del espacio y de tu propio cuerpo.

Me canso de escribir, pero no me canso de dormir en esos colchones de los hoteles americanos.

Son colchones que miden dos palmos, colchones que son como soleras de diez metros en su equivalencia a casas, o como tartas con dos dedos de mantequilla en su equivalente a tartas americanas.

Está claro que me está siendo revelado la dimensión secreta de la materia. Me hundo allí, en ese reino blando, y desciendo a mi infancia, que es la edad de la máxima protección contra la adversidad y el dolor.

Y al día siguiente: día de fiesta.

Desayunamos la tarta de bodas, que estaba tersa y divina, sentados en nuestra enorme habitación, con el aire acondicionado en estado indomable, ajeno a nuestra voluntad, así que con chaqueta nos comimos la tarta.

5. Ramada Hotel

Nos fuimos montados en Nal a Lewiston en Maine, porque Ana quiere ambientar allí su próxima novela. Es un pueblo de treinta y seis mil habitantes. Eso sí, por la calle solo había unos ocho o nueve.

Los demás estaban escondidos, vete tú a saber dónde.

En Lewiston nos alojamos en un hotel barato: el Ramada.

La experiencia Ramada fue fascinante.

Un hotel que debió de ser estupendo hace cinco mil años.

Pasillos de otro mundo, pasillos de otro tiempo, con puertas de habitaciones con adornos hindúes, que afirmaban la posibilidad de un tiempo remoto en que esos adornos debieron ser símbolo de sofisticación, exotismo culto y elegancia étnica.

La habitación: oscura, grande, difícil.

El cuarto de baño: pequeño, ingrato, difícil.

Pensamiento: ¿Por qué no le quitaron un poco de espacio a la habitación para dárselo al cuarto de baño? ¿Por qué la habitación es gigantesca y el cuarto de baño y la ducha diminutos? Y a quién demonios le hago yo esa pregunta, que me devora las entrañas, si el arquitecto y el promotor de este hotel estarán muertos y vete tú a saber dónde estarán enterrados.

En una calle de Lewiston aparecen un montón de africanos. Son somalíes, refugiados de una guerra. Visten con túnicas y gorros. No me gustan ni las túnicas ni los gorros, como a Luis Buñuel tampoco le gustaban los sombreros mexicanos. A Buñuel los sombreros mexicanos le daban miedo; a mí me dan miedo los gorros.

Lewiston tiene una hermana gemela: Auburn.

Cruzas un puente y estás en Auburn.

Ciudades gemelas, como Saint Paul y Minneapolis, estas dos más grandes, claro.

Descubrimos un sitio donde dan café de verdad.

Y limonada caseras y pastelitos de nata y nueces para desayunar.

Me tomo cafés double shot.

Cae una tormenta sore Lewiston y Auburn. Los somalíes corren a refugiarse, nosotros pasamos por las calles de las dos ciudades protegidos por Nal mientras a los somalíes se les mojan los gorros.

Los gorros mojados se convierten en gorras aplastadas contra sus cabezas. Aún dan más miedo así.

La tormenta arrecia.

Los árboles sufren.

Vemos coches de policía que pasan.

La policía lleva Dodge y el sheriff lleva Ford.

Se cruzan los Dodge y los Ford.

La tormenta ahora es viento y granizo y la temperatura cae estrepitosamente.

Nos vamos a nuestro hotel.

Dejo a Nal bajo un árbol frondoso para que no le caiga encima el pedrizo.

Gracias, jefe, dice Nal.

El jefe eres tú, le digo.

No, no, no, el jefe eres tú, dice Nal.

No, no, no, digo yo, tú eres el jefe.

Que no, que lo eres tú, dice Nal.

Ya basta, dice Ana, deja de hablar solo.

Pero es que acaso no oyes la voz de Nal, digo yo.

Vale, ok, Nal habla, dice Ana.

Inspeccionamos el hotel Ramada y nos encontramos con una piscina. Nos ponemos los bañadores. Nos lanzamos al agua. La piscina está muy bien y hay una zona de tres metros de profundidad. Por tanto es una piscina antigua.

Por los pasillos veo a los fantasmas del Ramada Hotel de Lewiston, gente que se alojó aquí y que ya están muertos. Entran y salen de las habitaciones creyendo que siguen vivos.

Suerte de Nal, que nos devuelve a la acción, y la acción es vida.

Un montón de gente sin nada que hacer en este mundo merodean el Ramada. Dice Ana que hay gente que no puede pagarse una casa y que viven en hoteles como el Ramada. Yo le digo que hemos pagado más de cien dólares por este hotel. Ella dice que alguien les ayuda. Pues ya podría ayudarnos a nosotros también. Nosotros no somos pobres, dice Ana. Y ellos tampoco, digo yo. Lo único que les pasa es que están gordísimos. Y eso es objetivamente cierto: gente de cuarenta años que pesan ciento cincuenta kilos y que tenían que moverse con un andador.

Eligieron las patatas fritas en vez de la vida, dice Nal.

6. Portland

El hotel de Portland era un Holiday Inn, aparcamos a Nal delante de la puerta principal. Nal solo podía permanecer allí media hora, mientras nos registramos. El recepcionista que nos atendió era todo amabilidad.

Le explicamos lo de nuestra maleta perdida en el aeropuerto de Madrid con los trajes de boda. Lo hacíamos de manera automática, explicábamos a todo el mundo que éramos una pareja con maleta perdida.

Era increíble ver cómo la gente se solidarizaba (o lo hacía ver) con nuestra pérdida, sobre todo cuando les explicábamos que en esa maleta iban nuestros vestidos y trajes para la boda.

La habitación estaba en la planta 11 y era espectacular, con vistas a la bahía. Parecía que estábamos en un avión. Estábamos más alto que en una planta 11 porque el hotel ya se levantaba sobre una colina del puerto. De modo que en realidad, debíamos de estar en una planta 17 o 18, eso pensé.

Era una locura de habitación.

Es más bonito lo que se ve desde una habitación que lo que se ve desde el mismo sitio, menuda paradoja.

Las habitaciones doman la vastedad y la inclemencia del paisaje.

Se veían barcos, y ríos, y canales, y golfos, y muelles, y otras tierras y se oían las gaviotas, con sus chillidos de locas, esas gaviotas que cantan canciones apocalípticas, canciones que hablan de la inmensidad de los océanos y de la crueldad de la naturaleza.

Nos fuimos a comer a un sitio de pescado, a un seafood, que tenía un 4,7 en internet.

Jo, un 4,7, seguro que acertamos.

Coño, antes tuvimos que meter a Nal en el parking del hotel, lo cual fue bastante sencillo, y eso ayudó a que me sintiera bien, porque a veces, sobre todo en Boston, dejar a Nal en su cama cuesta dios y ayuda.

Hoy ha sido fácil dejarme en la cama, dijo Nal.

Entramos en el David´s Restaurant y nos pedimos bacalao y langosta y luego un postre que era un como una especie de sándwich de helado. Todo estaba fantástico. Y creo que todo costó unos 90 dólares.

Luego siempre aparece el espinoso asunto de la propina.

A mí la propina me revienta las vísceras capitalistas de mi corazón comunista.

Paseamos por el puerto, y todo eran bares y gente entrando y saliendo, y sitios donde se vende marihuana, que aquí es legal. Qué alegría que sea legal. En España no lo es.

Yo lo legalizaría todo, porque ilegalizar es subdesarrollo puro y duro. Qué alegría que Maine sea tan moderno. Porque la modernidad es lo único que no nos hará parecer auténticos paletos, pobre gente sin más, cuando pasen cincuenta años. Sola la modernidad y la libertad te salvan del ridículo más espantoso una vez que pasen cincuenta años. Mirad si no las fotos de los que denostaban todo tipo de progreso social, político y moral de hace cincuenta años.

Dan pena.

Yo no quiero dar pena dentro de cincuenta años.

7. Langostas y arándanos

En Maine y en Portland en particular todo el mundo come langostas y arándanos, son los dos productos simbólicos sobre los que se asienta la identidad política y cultural de este estado.

Compramos en una Coop un kilo de arándanos diminutos, y nos los comimos a zarpazos.

En un restaurante del puerto llamado King nos comimos dos langostas con mantequilla, patatas fritas y queso fundido.

Una orgía.

El olor a pescado en Portland es fuerte y agrio.

Las casas frente al puerto apestan a siglo XIX.

De repente me entran ganas de meterle un arponazo a alguien o a algo, tal vez al sol, que está allá a lo lejos, calentándolo todo, ahora más.

Pobres y homeless por todas partes.

En las esquinas, en las aceras, en los bancos, con la mirada desencajada, se me acercan los pobres. En eso soy como mi padre. Los dos fuimos y somos y seremos imán de pobres.

Me hablan en inglés.

Les contesto en español.

Mecaguén dios, qué susto me has dado, les digo.

Yo nunca doy nada a los pobres. Ana, sí.

Yo no doy nada a los pobres porque sería como darme limosna a mí mismo.

De hecho, cuando Ana da algo a un pobre, yo rápidamente cojo lo que ha dado de la mano del pobre y me lo meto en el bolsillo.

Por la noche me quedo mirando por los ventanales de la habitación: la inmensidad de la bahía llena de luces y de repente una lluvia violenta se precipita sobre Portland. Tengo tantos sitios en donde estar en esta habitación que me vuelvo loco: la cama, el sillón, la mesa del despacho, que es una monada, porque es móvil y la puedes orientar a tu capricho. Tendría que pedir una beca en este hotel y quedarme tres meses en esta habitación, seguro que acababa escribiendo una obra maestra.

Cada país organiza su relación con el mar a su manera, eso pienso mientras sigo mirando Portland desde mis ventanales.

Dios, Jesucristo, Felipe VI, Joe Biden, Bill Gates, dadme una beca aquí, en este hotel, dadme una beca aunque solo sea de quince días. Con quince días os escribo una novela titulada Madame Bovary visita Portland.

Como no me duermo pongo en el móvil las primeras escenas de Un perro andaluz, esas primeras escenas son maravillosas.

Portland.

Nal, duerme.

Nal desde el garaje me dice telepáticamente «este garaje es excelente, no tiene ni humedad».

Doy una pequeña luz justo encima de mi cama. La cama es un trasatlántico. El colchón es el mismo que utiliza la santísima Trinidad: Dios, Cristo y el Espíritu Santo, porque en este colchón cabe la eternidad misma.

Mi vida ha sido la conquista de un colchón de dioses.

En Estados Unidos llevan toda la vida investigando en colchones, con la misma seriedad con que investigan en la conquista del espacio.

Joder, me acuerdo de los colchones de lana españoles. Y los de muelles, cojones. Y me acuerdo del colchón que me tocó cuando fui becario de la Academia de España en Roma, que me dejo el cuello hecho una ballesta, como la ballesta que traza el río Duero en torno a Soria, en versos de Antonio Machado, que nunca estuvo en Portland.

Pobre Machado, nunca estuvo en Portland.

Estuvo en Soria el tío.

Vengo del subdesarrollo profundo.

¿Soria o Portland?

Me muero de risa aquí, en mi colchón.

Ana se ha dormido.

Abro las páginas de On The Road, la novela de Kerouac. Mira que eran pobres estos tíos que salen en la novela. Los milagros que hacían con un par de dólares. Con un par de dólares ahora ni siquiera te llega para un donut de los que venden en Donkin Donuts.

Me encanta el donut glaseado que venden en Donkin.

No tiene rival.

Un montón de langostas estarán ahora mismo asustadas, siendo perseguidas por los pecadores de Portland.

Donuts, langostas y Kerouac.

¿Por qué me gusta tanto la novela de Kerouac?

8. Moby dick o la sultana.

Desayunamos en el Holiday Inn al lado de dos señoras latinoamericanas, que nos hablaron al oír nuestro español.

Una era boliviana y la otra no aclaró de dónde.

Muy educadas, hablamos de maletas perdidas en los aeropuertos. Nos preguntaron por España. Yo me pasé dos pueblos: «pues España ahí está, en manos del figurín de Pedro Sánchez».

Tuve que explicarles qué es figurín.

Me lo inventé.

Dije que era una expresión de la tauromaquia, referida a alguien que ha querido ser figura del toreo, pero se ha quedado en figurín.

Se rieron.

Me dieron para desayunar una tortilla que llevaba beicon, salchicha y queso. Parecía Moby Dick.

Como la camarera también hablaba español le dije que podrían llamar a esa tortilla la Sultana.

La Sultana era interminable, por donde menos te lo esperabas aparecía un trozo de salchicha o de beicon, o beicon navegando en una mezcla de queso fundido y huevo líquido.

Y luego estaban las tostadas, perfectamente hechas.

La señora que no aclaró su nacionalidad, aparte de la estadounidense, se dejó las tostadas. Con las tostadas que se dejó yo desayuno en mi casa de Madrid tres días. Y eso me dejó pensativo.

Qué demonios hacemos en este mundo sino romperlo.

Yo me comí mis tostadas como pude, por respeto al hambre en el mundo.

Salí del desayuno con la conciencia de que si quería quemar todas esas calorías tenía que subirme a un barco pesquero y empezar a lanzar arpones contra todo bicho viviente durante diez horas seguidas.

En vez de eso, nos montamos en Nal y nos fuimos de Portland.

Nal me dijo noto que te has comido a Moby Dick.

Yo le dije no, a la Sultana.

La gente era, por fin, feliz, y la Historia se expandía por el aire, por el cielo, y yo estaba en paz con la vida y con el bien y con el mal

9. Ogunquit

De Portland a las playas de Ogunquit hay un poco más de una hora por las autopistas, una hora y media, que acaban siendo dos horas por un fenómeno extraño que ocurren en las autopistas estadounidenses: el tiempo crece, y de repente aparecen obras y camiones, o lluvia, o algún fenómeno atmosférico, un tornado, por ejemplo, o tú mismo, que paras en una circunvalación porque te apetece comerte un helado de tres pisos en alguno de los restaurantes que adornan las autopistas.

Siempre pasa algo.

Nos pasó que paramos en un Starbucks y nos tomamos dos lattes mocha, de 400 calorías, dios santo.

Desde hace un tiempo están obligados a indicar las calorías de cada comida y de cada bebida, intentan así luchar contra la obesidad. Es una lucha imposible, porque Estados Unidos es el fin del mundo, el fin de los cuerpos tal como los veníamos conociendo desde Grecia y Roma.

Llegamos por fin a nuestro hotel de Ogunquit, que se llamaba con el nombre bien poco original de Hotel Ogunquit & Suites. En realidad, era un motel. Nos atendió una afroamericana desganada, que nos miró como si fuésemos los culpables de todas sus frustraciones y de todos sus desengaños pasados, presentes y futuros. Nos dio una habitación del piso bajo.

Entramos en la room y era oscura y además la ventana daba al pasillo por el que transitaba todo bicho viviente.

Yo no me quedo aquí, dije, esa negra nos ha cogido manía.

Se dice afroamericana, no seas racista, me corrige Ana.

Volvimos a ver a la señora que reparte las habitaciones según su divino entendimiento.

Sonrió al vernos.

Será todo lo afroamericana que quieras pero tiene el mismo sadismo ancestral del homo sapiens, sea negro, blanco, naranja, rojo, verde y amarillo, dije yo.

Mira que como hable español.

Nos dijo que nos daba una del primer piso pero que costaba 10 dólares más.

Ah, claro, todo de repente quedó desvelado.

Los mejores 10 dólares gastados del mundo, porque nos dio una room enorme y muy agradable. Me quedé meditando, como siempre, sobre el precio de las cosas, que es en realidad el único problema filosófico que existe.

Nos pusimos el bañador y nos fuimos a las playas de Ogunquit. Como a mí esa palabra me resultaba difícil de recordar y de pronunciar, decidí llamar a este pueblo con la palabra «Congito».

Cuando pisé la playa de Congito, caí enamorado.

La marea estaba bajísima. Había que hacer un viaje andando hasta alcanzar las olas. Había bruma alta, cielo y nubes. Había poca gente. Pero había socorristas, subidos a sus torres de vigilancia, sobre la que se desplazaba un sol melancólico y apacible, que surgía entre las nubes.

Estaba siendo feliz.

Joder, la felicidad; podías quitarle el joder, pensé, pero es que no puedo.

Me quité la camiseta, me puse mis gafas de bucear y me adentré en el Atlántico. El agua estaba fría, pero no helada. Podía nadar. Nadé, aunque no veía el fondo, porque por culpa del viento, bajo la superficie del agua, estaba todo turbio, y eso siempre se recibe como una amenaza. Así que no estuve demasiado en el mar, pero sí lo suficiente para proclamarme campeón de resistencia en la playa Conguito, porque muy poca gente se aventuraba a entrar en el mar, y los que lo hacían se metían hasta la cintura, o como mucho daban una brazada y salían pitando del agua, como alma que lleva el diablo.

Yo no, porque tengo un pacto con todas las aguas del mundo, un pacto materno.

Salí eufórico y me dirigí al socorrista para decirle si había visto a alguien aguantar tanto en el mar esa tarde. El socorrista me sonrío desde allá arriba. Parecía un ángel a la vera de Dios. Las sillas de vigilancia de las playas americanas son mucho más altas que las del Mediterráneo español. Siempre todo más grande. Casi tuve que gritarle para que me escuchara.

Caminamos toda la playa Conguito, que debe de tener seis o siete kilómetros. Me sentía embrujado por los colores del cielo y del mar y la arena, dispuesto a firmar un pacto con el diablo, con dios, con lo que sea, entregado a la fe de que tiene que haber alguien al otro lado de la ventanilla, alguien con quien poder firmar un pacto.

Al retirarse las aguas, había quedado más de doscientos metros de ancho de playa, con arena dura, humedecida y convertida en camino amable para los pies de los seres humanos que se hundían solo lo justo.

El camino era perfecto.

Caminamos sobre la arena blanda, pero húmeda, y no arena que se agarra a tu piel, sino arena que solo convierte el suelo en superficie amable y benigna.

Había veraneantes estadounidenses. Sus sombrillas eran pura tecnología. Las sombrillas españolas son una mierda comparadas con estas. Cada país acierta en lo que acierta, y desde luego España con sus sombrillas playeras está en la cola del diseño y de la eficacia. Lo mismo con las sillas y las hamacas. Hay un hedonismo estadounidense que puede parecer trivial o infantil, que está en casi todas las cosas de la vida cotidiana, pero que a mí me parece extraordinario, pues siempre regala soluciones contundentes, como la colocación de enchufes en todas partes de una habitación de hotel, porque eso te da tranquilidad. Siempre vas a estar abastecido. Tranquilidad dan también esas robustas sombrillas.

Abastecimiento general para cualquier necesidad, por minúscula y tonta que sea.

Son triunfos materiales sobre la estupidez de la naturaleza.

La naturaleza es bellísima pero a veces no se deja domar, entonces necesitamos una sombrilla de alta tecnología y una silla robusta, para contemplar el mar.

Nos fuimos caminando hasta los chiringuitos de Conguito.

La gente comía langosta con patatas fritas, eso sí que no lo soporto.

Grité en español: por favor, dad una buena muerte a las langostas, ellas sacrifican sus vidas por la vuestra, no rodeéis los bellos cuerpos desnudos de las langostas con una fritanga de patatas.

Y de repente, como si me hubieran oído los cielos, se puso a llover.

Nos metimos debajo de una marquesina.

La gente bebía cervezas.

La gente era, por fin, feliz, y la Historia se expandía por el aire, por el cielo, y yo estaba en paz con la vida y con el bien y con el mal.

No eran chiringuitos de playa a la española, eran otra cosa, porque cada país decora el mar a su antojo.

Dejó de llover.

Dimos paseos por caminos que se metían en las rocas, junto al mar. Allí vimos mansiones de los ricos. Y aquí, en Ogunquit, supe que me moriría sin ser rico. Vaya inmensa putada, pues es lo único que valía la pena en la vida: hacerte rico. No lo digo con ironía. Lo digo de verdad.

Esa es la gran verdad de este país, y es la misma verdad que reina en Europa, solo que aquí son menos hipócritas.

La muerte de la hipocresía.

Esas mansiones frente al Atlántico.

Dadme una, joder.

Dadme una ya, cabrones.

Pero me quedé sin mansión.

Y me dio igual.

Me puse a pasear otra vez por la inmensa playa de Ogunquit, y me di cuenta de que esa era mi playa, la que me estaba destinada desde el primer segundo en que surgió la materia.

Demasiada hambre en todo mi ser.

Ogunquit, ese es el nombre.

10. Adios, hermano mío

Me despedí de Nal y le di un beso en el aeropuerto de Boston. No sé dónde estará ahora, pero yo siempre lo recordaré, porque gracias a él vi las playas más hermosas de mi vida, gracias a él fui un hombre enamorado de la belleza de las playas de Ogunquit.

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