Por otra parte, la crítica ha señalado la importancia de lo visual en Parra. Leonidas Morales, en sus «Conversaciones con Nicanor Parra», subraya la importancia que tiene lo visual incluso en las conversaciones de Parra, señalando que «el uso constante de la imagen visual» es uno de los rasgos del hablar de Parra, de su «esencia más entrañable», que da al discurso «un poder de concreción y de presencia notable» (La poesía de Nicanor Parra 140). Esa relevancia, esa fuerza de lo visual se advierte en las propias teorizaciones de Parra sobre la poesía, como su conocida «Carta a Tomás Lago», de 1949:
«Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.; […] Estoy convencido de que el poeta no tiene el derecho de interpretar sino simplemente de describir fríamente; él debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana; un ojo capaz de explicar lo que ve (Obras completas & algo + I 1023-1024 ).»
Con imágenes siempre visuales, Parra concibe la poesía, al decir de la crítica, como un «modo de mirar, desde posiciones excéntricas» (Morales, La poesía 62), o «como una iluminación de algunas zonas oscuras, de algunas zonas que aún no están a la vista» (Benedetti 49).
Recordemos dos de sus poemas emblemáticos, «Manifiesto» (1963), antes mencionado, donde se declara propiciar «la poesía a ojo desnudo» (Obra gruesa 165); y sobre todo, «Soliloquio del individuo», con el que se cierra Poemas y antipoemas (1954), definido por Parra como «documento», y elegido alguna vez por el chileno, si no su mejor poema, al menos el que gozaba de su mayor simpatía (Benedetti 60), donde la actividad de mirar, siempre mirar (sea detrás de unas cortinas o por una cerradura) y junto a ella, como una especie de complemento, la de grabar figuras, son presentadas como cruciales, definitorias del individuo; mirar-grabar forman así como una especie de continuum; como las dos caras de un mismo acto:
Yo soy el Individuo
Primero viví en una roca
(Allí grabé algunas figuras).
[….]
Después traté de cambiarme a otra roca,
Allí también grabé figuras,
Grabé un río, búfalos,
Grabé una serpiente
Yo soy el Individuo.
[….]
Miré por una cerradura,
Sí, miré, qué digo, miré,
Para salir de la duda miré,
Detrás de unas cortinas,
[…]
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
A esa roca que me sirvió de hogar,
Y empiece a grabar de nuevo,
De atrás para adelante grabar
El mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.
(Poemas y antipoemas, 102-106)
DOS MODOS RADICALES DE ANTIPOESÍA: LOS MOTIVOS DE SON Y LOS ARTEFACTOS
María Ángeles Pérez López considera «la antipoesía como la propuesta más arriesgada y radical de la poesía hispanoamericana contemporánea» (9) y me pregunto si no podría decirse algo parecido de la poesía afrocubana o mulata de Guillén.
Los Motivos de son (1930) constituyen, sin duda, el momento vanguardista por excelencia de Nicolás Guillén. Los Motivos pueden considerarse antipoéticos, ya que desacralizan la poesía, introducen al negro como personaje, recogen el habla popular de una población marginal, de bajo nivel cultural, recogen sus modismos, su prosodia e incluso sus faltas de ortografía; y, sobre todo, los motivos convierten al son, ritmo popular cubano por antonomasia, en poesía; es decir, dan la vuelta a la poesía con mayúsculas para introducir en ella aquello que no había sido aceptado hasta entonces, aquello que probablemente la poesía nunca habría admitido de buen grado. Hay un dato poco citado y comentado por la crítica que, en mi opinión, no sólo refuerza la percepción de la dimensión antipoética de los Motivos, sino que coloca a Guillén, como a Parra, dentro de esa vanguardia y postvanguardia latinoamericanas que no sólo se ubican en la tradición de la ruptura, sino que ironizan, o se burlan también de las propias vanguardias. Se trata de la anécdota contada por Guillén en una conferencia de 1945, en el Lyceum femenino de La Habana para explicar el supuesto origen de estos poemas. Contaba Guillén lo siguiente:
«[…] El nacimiento de tales poemas está ligado a una experiencia onírica, de la que nunca he hablado en público y la cual me produjo una vivísima impresión. Una noche –corría el mes de abril de 1930– habíame acostado ya, y estaba en esa línea indecisa entre el sueño y la vigilia, que es la duermevela, tan propicia a trasgos y apariciones, cuando una voz que surgía de no sé dónde articuló con precisa claridad junto a mi oído estas dos palabras: negro bembón.
¿Qué era aquello? Naturalmente no pude darme una respuesta satisfactoria, pero no dormí más. La frase, asistida de un ritmo especial, nuevo en mí, estúvome rondando el resto de la noche, cada vez más profunda e imperiosa:
Negro bembón,
Negro bembón,
Negro bembón…
Me levanté temprano, y me puse a escribir. Como si recordara algo sabido alguna vez, hice de un tirón un poema en el que aquellas palabras servían de subsidio y apoyo al resto de los versos…» («Charla en el Lyceum» 293).
Ángel Augier, principal estudioso de Guillén, señala que estas «extrañas circunstancias» de escritura deben relacionarse con «lo que algunos denominan memoria ancestral» («Hallazgo…» 42), quizás presente en Guillén «por razones de procedencia étnica y de plena convivencia popular» (42). Sólo Luis Álvarez, entre los críticos consultados, sitúa esta experiencia «onírica» como «muy al gusto de una época en que el surrealismo está todavía en pleno vigor» (374), añadiendo que esta «se nutre asimismo de la percepción del lenguaje popular» (374). Ambos críticos se toman en serio el relato de Guillén. Sin embargo, me pregunto si la experiencia guilleniana, real o no (es posible cuestionar su veracidad, pues fue contada quince años después de publicados los Motivos), no supone, básicamente, una burla, una parodia del Primer Manifiesto Surrealista de André Bretón. Lo cierto es que el relato de Guillén resulta muy cercano al incluido en el Primer Manifiesto surrealista de 1924; sólo que la insistente frase de Breton –«hay un hombre cortado en dos por la ventana» (Breton 47)– es transformada por Guillén en una especie de estribillo popular y sonero: «negro bembón», que se ha despojado de toda dimensión de angustia, de gravedad, de esa belleza convulsiva característica del surrealismo. Guillén nos pone así, también y antes que Parra, frente a un «surrealismo criollo» que, repito, pienso que hay que tomar como parodia: ¿es posible tomarse en serio una voz extraña y nocturna que en lugar de susurrarnos, como a Breton, «hay un hombre cortado en dos por la ventana» –frase que sin duda sobresalta e inquieta–, casi nos rumbea al oído mientras duermevelamos el estribillo «negro bembón»? ¿No estaba Guillén, al mismo tiempo que los homenajeaba, burlándose de Breton y del surrealismo al referir o inventar este recuerdo?