POR MARCOS GIRALT TORRENTE

Entramos en la vida rodeados de muertos y estos son más numerosos cuanto más avanzamos en ella. Los primeros muertos son siempre muertos narrados. Aquellos que ya no habitaban el mundo cuando nosotros nacimos, pero de quienes nos alcanza su ejemplo por boca de nuestros padres. Toda familia necesita conformar un relato de sí misma y todas lo hacen, en una parte sustancial, exhibiendo sus muertos. Lo que fueron, lo que consiguieron, sus limitaciones, sus aciertos y derrotas. Con esa argamasa, que es una argamasa de vida procesada, de vida filtrada, de vida acabada, se nos inculca un sentido de pertenencia, se nos adiestra y adoctrina. Se trata de una herencia tan poderosa como la genética porque a partir de ella, a favor o en contra, comenzamos a edificar nuestro propio relato. No hay institución humana más eficaz en la manipulación que la familia. Incluso si nos rebelamos y combatimos su influencia, lo aprendido en su seno nos condiciona.

Los muertos que vienen luego, los muertos no narrados, a quienes conocimos y nos dejaron, nuestros muertos vividos, caen sobre nosotros en mitad de un relato aún no concluido y les hacemos sitio como nos han enseñado. El duelo consiste en eso, y la mayoría de las veces funciona. Se encaja, se reordena y tarde o temprano sucede un remedo de olvido. Encajar, reordenar, ir a la búsqueda de un sentido que se resiste. La escritura, salvo por el hecho de que busca fijar más que olvidar, opera de forma parecida. Cartografía la realidad trazando mapas probables. Por eso resulta natural que los dotados para ella la utilicen en el duelo. A menudo para completar el relato que quedó interrumpido o compensar lo inconcluso; en ocasiones para levantar acta de una experiencia tan significativa que no requiere adornos ni manipulaciones -un amor puro, un latrocinio meticuloso, una aberración-; y en otras para nada más que aullar. A menudo para las tres cosas. La muerte de un ser querido es el momento del dolor supremo, cuando vuelves a tomar conciencia del tiempo, rindes cuentas y prefiguras tu muerte. 

Después de publicar Tiempo de vida, la novela autobiográfica que escribí tras la pérdida de mi padre, en varias entrevistas me mostré desdeñoso con un tipo de literatura a la que llamaba terapéutica. Se trataba de un concepto confuso en el que englobaba dos fenómenos distintos: cierta idea de la escritura ligada a la curación -una suerte de autoayuda sofisticada- y el vómito descongestivo, catárquico, que se desentiende de búsquedas más elevadas para conformarse con la impresión de autenticidad. Creyendo que así reivindicaba para mi libro un espacio eminentemente literario, era víctima del prejuicio. Repetía boutades aprendidas. Ahora no utilizaría peyorativamente el adjetivo terapéutico. Cuando es buena, la literatura explora zonas problemáticas de la realidad frente a las cuales no caben las respuestas unívocas y por eso no busca tranquilizar ni consolar. Se convierte en vida, igual de incontestable y de cruel. Sin embargo, no por eso deja de ser terapéutica, en cierto modo, al menos para quien la escribe. Nadie pasaría tantas horas sentado, apartado del mundo, si no encontrara alguna recompensa. ¿Y qué recompensa podemos obtener tras un golpe cruento del destino? Si olvidamos a los creyentes y a los cínicos -unos porque confían en una trascendencia tras la cual todo lo torcido encontrará explicación y recompensa, y los otros porque no creen en nada-, supongo que algo tan básico como arrancar al sinsentido un espacio, no necesariamente moral, desde el que juzgarlo. Básico porque es a la vez evidente y necesario. 

¿Y el lector? Lo mismo.

La literatura, como el arte en general, está orgánicamente ligada a su tiempo, comparte un mismo aparato sanguíneo con las sociedades que la alumbran, responde a sus necesidades y, gracias a eso, pueden ser el espejo en el que estas se buscan. Los libros que llamamos intemporales, los clásicos, no nacen en un no tiempo. Lo proyectan

Dice Siri Husvedt en un ensayo sobre sus lecturas durante el confinamiento, recopilado en el volumen Madres, padres y demás: «La pregunta es: si estás en casa y te encuentras bien, tienes suficiente comida y puedes concentrarte en un buen libro, ¿lees para acercarte o para alejarte de tu miedo? La lectura como consuelo y evasión es fácil de explicar. Pero ¿por qué leer sobre lo que te asusta? Desde que Aristóteles empleó en su poética la palabra catarsis sin explicar exactamente a qué se refería, a los filósofos les ha desconcertado el hecho innegable de que se obtiene un extraño placer del arte que describe sucesos terribles».

Pero esa es otra historia que compete a toda literatura, no exclusivamente a la de duelo. Me enfrenté a la escritura de Tiempo de Vida con las mismas exigencias a las que me sometí en mis otros libros. Creía tener una buena historia y quería contarla del mejor modo. La diferencia es que esta no surgía de la imaginación, sino de mi propia vida, lo cual exigía un pacto con el lector distinto del de la ficción: un respeto a la verdad más allá de la que encerraba mi recuerdo; y mostrarme desnudo, en la medida de lo posible, de toda careta; no simularlo ni sugerirlo, realmente intentarlo. Me eché a andar con ese pertrecho y algunos libros que me sirvieron de estímulo. Entonces no proliferaban las listas sobre el tema o no di con ellas; cribé entre obras dispersas tan ejemplares como únicas, desde luego nada parecido a una corriente o tendencia generacional. Inseguro acerca de mi empeño, necesitaba demostrarme que no era tan desatinado hablar sin veladuras de la relación con mi padre, que podía hacerse el viaje de lo personal a lo general, que había una tradición que me avalaba. 

Al comienzo de Tiempo de vida daba cuenta de mis dudas iniciales, incluía párrafos de alguna tentativa fallida y reseñaba los libros leídos para darme fuerza; pistas sobre mis disyuntivas y las lecturas que me ayudaron a salvarlas jalonan, hasta el final, la narración. Esa es una trama secundaria del libro, cómo lo escribí. No todas las obras incluidas eran ejemplares en la misma medida; algunas, como Patrimonio, de Phillip Roth, no me gustaban (en ningún momento pude despegarme de la desagradable sensación de que el autor había estado tomando notas para su libro mientras la vida lo avasallaba), y otras, como Mi padre y yo, de J.R. Ackerley, que leí tiempo antes de ponerme con el mío, sembraron su semilla. Las más influyentes, aquellas que me dieron soluciones a problemas estilísticos: Un pedigrí, de Modiano, y El año del pensamiento mágico, de Didion. De una tomé el modo de comprimir el tiempo narrativo, las enumeraciones cronológicas, y de la otra, la estructura circular entreverada de reflexiones. Citaba más: Mi madre, de Richard Ford; El libro de mi madre, de Albert Cohen; La invención de la soledad, de Paul Auster; Mi oído en su corazón, de Hanif Kureishi; Cartas entre un padre y un hijo, de V.S. Naipaul; La maleta de mi padre, de Pamuk; Carta a mi madre, de Simenon; El olvido que seremos, de Héctor Abad; Desgracia impeorable, de Peter Handke; Una muerte muy dulce, de Simone de Beauvoir; El africano, de J.M.C. Le Clézio; Un mar de muerte, de David Rieff; Una pena en observación, de C.S Lewis…  Tuve olvidos inexplicables: Diario de duelo, de Roland Barthes; Mortal y rosa, de Umbral; La promesa del alba, de Romain Gary…. Y otros, debidos a la ignorancia, que subsané a destiempo gracias a la recomendación de amigos: W o el recuerdo de la infancia, de George Perec, El lugar, de Annie Ernaux; Autobiografía de mi padre, de Pierre Pachet; Di su nombre, de Francisco Goldman; Las genealogías, de Margo Glantz; Otra noche de mierda en esta puta ciudad, de Nick Flynn; Mi hermano, de Jamaica Kincaid… En realidad, no todos eran libros estrictamente de duelo; sí evocaciones póstumas, no ficcionadas, de personas perdidas. De padres, de madres, de hermanos, de maridos y mujeres, de hijos. O de perros: El amigo, de Sigrid Nunez; Mi perra Tulip, de J.R. Ackerley. 

Y seguí leyendo, a medida que dejaba atrás mi libro y que un chorreo ininterrumpido de muevas obras incrementaban la nómina: La hija de la amante, de A.M. Homes; Noches azules, de Joan Didion; La muerte del padre, de Karl Ove Knausgard; El regreso, de Hisham Matar; Despedida que no cesa, de Wolfgang Hermann; Arboleda, de Esther Kinsky; Nada se opone a la noche, de Delphine De Vigan; Si la muerte te quita algo, devuélvelo, de Naja Marie Aidt; Niveles de vida, de Julian Barnes; Mi hermano, de Daniel Pennac; Memorial Drive, de Natasha Trethewey; Mi libro madre, de Kate Zambreno… En Latinoamérica: Canción de tumba, de Julián Herbert; Correr el tupido velo, de Pilar Donoso; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, El salto de papá, de Martín Sivak; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella; Mi abuela, Marta Rivas González, de Rafael Gumucio; La distancia que nos separa, de Renato Cisneros; Duelo, de Eduardo Halfon… En España: El comensal, de Gabriela Ibarra; La casa de los pintores, de Rodrigo Muñoz Avia; La ridícula idea de no volver a verte, de Rosa Montero; La hora violeta, de Sergio del Molino; Ordesa, de Manuel Vilas; Ella pisó la luna, de Belén Gopegui; No entres dócilmente en esa noche quieta, de Ricardo Méndez Salmón; La isla del padre, de Fernando Marías; Cuaderno de urgencias, de Tereixa Constenla… Me dejo muchos, y seguro que valiosos. Perdónenme sus autores. 

Mi primer muerto fue la hija de unos conocidos de mi madre con la que compartí un inesperado enamoramiento infantil. Apenas teníamos nueve o diez años y, pese al golpe, ni se me pasó por la cabeza escribir sobre ella. Lo haría años despues, aunque brevemente. Mi segundo muerto me llevaba setenta y dos años, y también era mi amigo: un abuelo postizo, escritor y rebelde, incorporado por mi madre a nuestra familia, al que admiraba infinitamente, el probable causante, junto con otros factores, de que me haya hecho escritor. Sobre él sí escribí al día siguiente de su muerte una evocación sentimental que era una mala copia de un obituario de urgencia que mi madre había publicado en un periódico de la provincia donde murió autoexiliado. Yo tenía quince años. Mi abuelo apócrifo se llamaba José Bergamín. Después de él, vinieron otros. Mis dos abuelos de sangre, mi padre, mi tía Carmen, los hermanos de mi madre, mi tío Julio, algunos amigos… No de todos escribí. La muerte, pese a su gravedad, no repara siempre las lesiones, los lazos rotos. 

Cobrarse o pagar deudas, rendir tributo, homenajear, juzgar, dar vida después de la vida, perpetuar a quien ya no está, apropiárselo, usurpar su legitimidad, hacer sus miedos tuyos, confesar, afianzar el recuerdo, clausurar… Toda muerte cercana anula el presente y nos lanza simultáneamente al pasado y al futuro; nos obliga a recapitular y tomar aliento. La literatura de duelo es como ese aliento luego de ser exhalado. Puede ser pestilente, perfumada por la química, inodora, con algún rastro ácido de las profundidades de donde procede, ligera como una ráfaga de viento frio o contener los matices y combinaciones que se quiera. Lo que nos atrae de ella, tanto si se expresa en renglones torcidos como si no, es su promesa de trasladarnos sin preámbulos -no hablo solo de la muerte- a aquello de lo que no se puede escribir, lo que no abarcamos, en donde nos está vedado entrar. Un atajo rápido, habrá que ver si fructífero -el acierto o el fracaso son privativos de cada escritor, incluso de cada lector-, a ese territorio abisal, intimidante y complejo como la misma noción de realidad, donde merodean Hamlet y Don Quijote, Hunbert Humbert y Emma Bovary, el Príncipe Bolkonsky y Jane Eyre. La prisa a la que sucumbimos en el mundo actual tal vez no sea la razón más prosaica entre las que explicarían el extraordinario boom de los últimos años. ¿Para qué esforzarse en inventar mudos paralelos, o imaginarlos en las palabras de otros, si tenemos tan a mano la arcilla del nuestro? A los recalcitrantes que lo tachan de haraganería debe recordárseles que la literatura, como el arte en general, está orgánicamente ligada a su tiempo, comparte un mismo aparato sanguíneo con las sociedades que la alumbran, responde a sus necesidades y, gracias a eso, pueden ser el espejo en el que estas se buscan. Los libros que llamamos intemporales, los clásicos, no nacen en un no tiempo. Lo proyectan.