«No hay pájaros» en «nuestros días», escribió Salvador Novo en su ensayo Las aves en la poesía castellana de 1953, y ya que «la poesía ha de ser como la vida, hasta cuando la vida no es poética», le parecía normal al poeta mexicano que los pájaros hubiesen huido también de la poesía moderna. Hoy, que vivimos las secuelas de la pérdida galopante de la biodiversidad en el planeta, parece oportuno acercarse a la poesía para examinar la diversidad de fauna y flora presente en el universo o ecosistema literario que se construye en cada obra, y preguntarse cuáles son los otros seres vivos que conviven con los humanos en el texto en cuestión y cómo se interrelacionan entre sí. Es una pregunta, intuyo, que en las próximas décadas irán formulando lectores cada vez más impacientes e intolerantes con el ombliguismo humano de tanta literatura contemporánea.
Inseparable de esta pregunta sobre la biodiversidad poética, me parece útil considerar la competencia ecológica o bien, más específicamente en los casos que me interesan, la competencia ornitológica que irradian los textos y que atañe, en distintas medidas, al autor y al lector. La competencia lingüística de Noam Chomsky, en un sentido rudimentaria del concepto, permitía al que hablaba español saber, por ejemplo, que el ruiseñor era un pájaro. Gracias a la competencia literaria, un término que acuñó Jonathan Culler en diálogo con Chomsky, estamos familiarizados como lectores de poesía con la importancia de las metáforas y los símbolos, y así podemos entender, por ejemplo, que cuando escribe Rubén Darío que «tu castillo, Góngora, se alza al azul cual una / jaula de ruiseñores labrada en oro fino», el ruiseñor está operando como paradigma de la belleza sonora y símbolo de la altura poética; y en el caso de una competencia literaria extrema, la analogía despertará, además, en nosotros y antes en el autor, un complejo entramado de relaciones intertextuales que lleven del mito griego de Filomela a las odas de Keats, y de los lamentos de un pájaro madre en Virgilio a Petrarca y luego a Borges. La competencia ornitológica nos recuerda en cambio a Ezra Pound, que pedía que, para que un gavilán sirviera como símbolo en un poema, debía convencer de antemano como gavilán real. Eso significa, en el caso del ruiseñor, que los poetas y sus lectores conozcan el pájaro real, y sobre todo su canto, de tal manera que esos ruiseñores de Darío funcionen no sólo como símbolos (una función parcial y por ello pobre) que nos conectan con la tradición literaria, sino para despertar sensorialmente en nosotros experiencias ya vividas y oídas; y al mismo tiempo nos permite ubicar al ruiseñor en sus ecosistemas, sabiendo que sufre –como tantas especies– el deterioro de su entorno vital. Por dar un solo ejemplo, hace mucho más de un siglo que no canta el ruiseñor donde Keats lo oyó en Hampstead Heath.
A lo largo de su obra poética, Rubén Darío menciona unas cuarenta especies de ave. Son pocas. Las más frecuentes, con diferencia, son la paloma, con 58 menciones, el águila con 53, el cisne con 49, el ruiseñor con 43, y luego, a cierta distancia, la alondra con 16, la tórtola con 13, el pavo real con 12, y el cuervo con 11. En su gran mayoría, como corresponde a la estética dominante del modernismo, son aves «literarias»; operan primordialmente a nivel simbólico, casi sin ataduras con lo real, como figuras aladas de la mitología grecolatina, la Biblia y la tradición poética europea. Existen, sin embargo, breves momentos en que Darío eludió, o intentó eludir, esa red de símbolos ya existentes que lo envolvía; en que mostró ciertos atisbos de competencia ornitológica.
1. En su «Salutación al Águila», de El canto errante (1907), está el verso célebre: «Águila, existe el cóndor. Es tu hermano en las grandes alturas». El esfuerzo por equiparar la grandeza del cóndor a la del águila existió en Darío desde su primera juventud. En el mismo poema en que veía al genio Juan Montalvo volar como águila en las alturas, el Libertador Bolívar «se remonta hasta el sol, cóndor zahareño»; y a la vez que ensalzaba a Víctor Hugo como águila encumbrando su vuelo hasta donde «nunca subieron otros», veía (sorprendentemente) al español Emilio Ferrari subir también al cielo «con las alas del cóndor». No era algo nuevo. En América Latina, a lo largo del siglo XIX, se había recurrido al cóndor como contrapeso simbólico a las águilas imperiales europeas y a la calva de los Estados Unidos, pero también como un espejo americano de la espiritualidad encarnada en el héroe o el poeta, al estilo de Hugo. Ahí estaba el cóndor (y aún está) en cuatro escudos nacionales de América Latina –Bolivia, Chile, Colombia y Ecuador–, pero estaba también en países sin Andes ni cóndores como el Brasil, donde existió el movimiento romántico del Condoreirismo, o en la Nicaragua de Darío. No había ni habría experiencias vividas en su elección del cóndor.
2. Entre alondras y ruiseñores, canarios y jilgueros, llama la atención, en esa primera etapa de Darío, su poema «Los zopilotes», escrito en enero de 1886, en el que el poeta rompe con sus paisajes casi exclusivamente europeos al escenificar la llegada a Nicaragua de los «sopes» de Guatemala, Costa Rica y El Salvador. Vienen flacos y hambrientos porque en sus países no hay qué comer, así que el zopilote nicaragüense los invita a quedarse, porque «aquí tenemos / en todas partes / marranos muertos / y perros mil, / que nadie cuida / de levantarlos / y que en las calles / se pudren». Los zopilotes interesaban al joven Darío porque representaban, para él, la fealdad, lo contrario de la poesía, y le servían por tanto para un texto de la contingencia, un poema satírico de usar y tirar, crítico con la insalubridad de su país y también, posiblemente, con la política inmigratoria. Los zopes foráneos responden así, agradecidos, al de Nicaragua: «pues nos quedamos, / mi buen señor. / Y vendrán otros / de Guatemala, / de Costa Rica / y El Salvador». Se llamaría hoy el efecto llamada.
3. El chileno Enrique Lihn, en su hiriente «Varadero en Rubén Darío» (1967), consideraba «lo mejor» de Darío «ese “pesado buey” que vio en su niñez en Nicaragua mucho más enterado de sí mismo y del mundo que los centauros –artefactos parlantes de la Bella Época–». Se refería, claro está, al penúltimo poema de Cantos de vida y esperanza (1905), ¡«Allá lejos», en el que junto al aparentemente apoético buey había también una paloma. Era la primera paloma propia de la poesía de Darío: ni blanca, ni casta, ni venusina, sino nicaragüense y vivida. «Y tú» –decía el poeta– «paloma arrulladora y montañera, / significas en mi primavera pasada / todo lo que hay en la divina Primavera».
4. Hay un par de poemas en que Darío describió con toques de realismo la naturaleza argentina. En «Del campo», de Prosas profanas (1898), hay un gorrión que «chismoso y petulante, charlando va», mientras suspira una violeta, diciendo: «¡Lástima que falte el ruiseñor!». Este contraste entre lo real (el gorrión) y lo ideal (el ruiseñor) no era, por supuesto, casual. Luego, en «Desde la pampa», un poema de 1898 publicado más tarde en El canto errante, entre los potros y las vacas hay avestruces (ñandúes, se diría), pero también «la calandria lanza el trino / de tristezas o de amor; / la calandria misteriosa, ese triste y campesino / ruiseñor». Decía Martí: «El vino, de plátano; y si sale agrio, ¡es nuestro vino!»; pues la calandria era un ruiseñor «nuestro», latinoamericano, y trinaba, además, admirablemente bien. Fue Marcos Sastre quien, en su libro El Tempe argentino de 1858, dedicó un capítulo a «La calandria, o el ruiseñor de América», en el que lamentaba que se hubiese puesto el nombre de una especie de alondra europea a ese pájaro de la familia mimidae, Mimus saturninus, que era «el mismo burlón de la Luisiana, la tenca de Chile, y el cenzontlatole de Méjico; nombres todos alusivos a la facultad que posee este pájaro de imitar el canto de las demás aves».
5. Son bellas esas palabras célebres, puestas entre paréntesis, en el pórtico de Prosas profanas: «(Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario y el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman)». Pero son, también, problemáticas. Si era así, ¿por qué Darío no habló, en su libro, de esa vieja América suya? Habría cabido, por qué no, su poema «Tutecotzimí», escrito en 1890, pero que solo aparecería en el popurrí de El canto errante. En él, mientras el poeta –al igual que el arqueólogo chocando con su piqueta en joyas y piezas de cerámica indígena– se afanaba por rescatar el relato fundacional del rey poeta de los pilpiles, descubría a la vez las aves del mundo maya. Eran aves que pertenecían no solo al pasado mítico sino también al presente. Ahí estaban el pavo y el colibrí; ahí también los «quetzales esquivos»; pero me fijaré en dos de ellas. En primer lugar, el cenzontle (Mimus polyglottos), al que cantó con ecos de la oda al ruiseñor de Keats: «Canta / un cenzontle: ¿qué canta? ¿Un canto nunca oído? / El pájaro en un ídolo ha fabricado el nido. / (Ese canto escucharon las mujeres toltecas / y deleitó al soberbio príncipe Moctezuma)». Es el único cenzontle en la obra de Darío, como es único también el sanate-clarinero, el zanate (Quiscalus nicaraguensis), un ave parecida en sus hábitos a los córvidos europeos y omnipresente en la vida cotidiana de Centroamérica. Lo pinta magistralmente el poeta: «y con su vuelo rápido que espanta el avispero, / pasa el bribón y oscuro sanate-clarinero / llamando al compañero con áspero clamor». Darío, que tantas veces explotó la negritud y el renombre simbólico del cuervo, podría haberlo convertido en ave literaria, pero el zanate carecía a priori de prestigio poético, y tal vez sea por la presencia suya, y del cenzontle, y del pavo negro, aves se diría que demasiado prosaicas, que «Tutecotzimí» no llegó a incluirse en Prosas profanas.
El salto en el tiempo de Darío al guatemalteco Humberto Ak’abal (1952-2019) no es del todo caprichoso. Pasamos de un poeta que se asomó, en «Tutecotzimí», al mundo maya-kiché a otro que perteneció a ese mundo y a su lengua. En el universo poético de Ak’abal, lo ha dicho Emanuela Jossa, no hay contemplación de la naturaleza, sino sentimiento de la naturaleza, y las aves no son objeto de una observación externa, distante; son protagonistas de un mundo que comparten con el poeta, quien las conoce y las observa con la familiaridad íntima de un compañero, mientras que ellas, a la vez, se comunican con él y con los demás habitantes del lugar.
La competencia ornitológica en Ak’abal resulta, se diría, innata. Hay tórtolas y gavilanes literarios en Darío; en Ak’abal son las tórtolas y gavilanes que pertenecen al mundo a la vez real y poético del pueblo grande de Momostenango. Apenas hay gallos en la poesía de Darío, porque no eran ni bellos ni elegantes ni poéticamente prestigiosos, y los que hay aludían directamente, mediante el símbolo consabido, a Francia: los franceses inmigrantes en Argentina eran «hijos del gallo de Galia»; y en el poema «France-Amérique» está «le coq gaulois». En Ak’abal, en cambio, los gallos son protagonistas ineludibles de su ecosistema poético:
La costumbre es
levantarse al canto del gallo.
Hoy comenzamos las tareas
sin esperar el sol.
Cuando va a llover
los gallos cantan más temprano.
(«La costumbre», Lluvia de luna en la cipresalada, 1996)
Los zopilotes, en Ak’abal, se prestan para un poema satírico, como sucedió con Darío. Hay zopilotes, sanates y palomas parados sobre catedrales y palacios, que «se cagan sobre ellos / con toda la libertad de quien sabe / que Dios y la justicia / se llevan en el alma» («Libertad», Raquonchi’aj/Grito, 2004), pero el zopilote, que convive con los habitantes del lugar, se abre también a la belleza poética, aunque sea funérea, en un poema que tiene algo de haikú o membrete: «Zopilote: / cajón de muerto, / tumba volante / solo te falta cargar un epitafio» («Zopilote», El animalero, 1990).
Darío habló en diversas ocasiones de los búhos, invariablamente como las aves de Minerva o Palas Athenea y vinculadas por ello a la sabiduría; aludió también, en su etapa joven, al mochuelo, juntándolo a la corneja como un ave –demasiado real– que graznaba y afeaba la naturaleza («Ecce homo»). Los mochuelos guatemaltecos abundan en Ak’abal, pero el poeta se refiere a ellos no con el nombre castizo sino con su nombre vernáculo, tecolote. Como en casi todas las culturas el canto de los búhos se asocia con el mal augurio, pero hay un bello poema, «Los tecolotes», en El animalero, en que en una noche «toda tiznada / como olla de nixtamal», «entre las ramas / de un viejo pinabete, / un tecolote canta». A pesar de ello, no pasa nada, porque «nada presagia»: «Es un canto de amor tecolotero. // “He de seguir viviendo / –suspira el abuelo– / la tierra aún no me reclama”».
Hubo un sanate-clarinero solitario en la obra de Darío, pero son una presencia constante en Ak’abal, «saltando y volando / a ras de rastrojos, / a ras de surcos» («Clarinero»). Comparten la cosecha de maíz, la «tapixca», con los seres humanos; hay mujeres con pelo «color sanate» (Le dijo no», El animalero); se insulta a alguien llamándolo «Uraqan ch’ok, / patas de sanate» («Iztel-tzij – Palabras feas», Raquonchi’aj); y hay una belleza y compenetración muy singular en la representación del cortejo de estos pájaros tan extraordinariamente inteligentes (al igual que los cuervos): «Si-si-si-si-si-si-si-si… / tli, tli, tli, tli… / ch’ir, ch’ir, ch’ir… // Se colgó de una pata / y extendió un ala. / Se colgó de la otra pata / y extendió la otra ala. // Se balanceaba enamorado, / enloquecido. // La sanata desde su casa / se reía de las gracias del macho» («Sanates», Lluvia…).
Darío habló de la calandria como «triste y campesino ruiseñor». Ak’abal, por su parte, no tiene por qué pedir permiso para nombrar como digno de la poesía, por la belleza de su canto, a ese hermano de la calandria que es el cenzontle: «Llueven los cantos de los cenzontles / enamorados de la lluvia» («Llueven los cantos», Desnuda como la primera vez, 1998). E incorpora a la historia de la poesía latinoamericana a la guardabarranca, o clarín jilguero (Myadestes occidentalis). La precisión de la imagen, en su primer libro, es notable: «Guardabarranca: / tu canto / es como un chorro de piedrecitas / cayendo en un manantial» («Guardabarranca», El animalero).
El canto de los pájaros se presenta, sin mediación del español, con la onomatopeya sonora del kiché, en numerosos poemas de Ak’abal. Dice, en otro poema dedicado a la guardabarranca: «Barrancos llenos de cantos: / chochí, chochí, chochí, / tuktuk, tuktuk, tuktuk… // Cuántos más hondos / más cantos les caben. // ¡Quién no quisiera / amarrar esos cantos / al corazón!» («Guardabarranca», Guardián de la caída del agua, 1993). Ak’abal, se esforzó, sin duda, por amarrarlos al corazón de sus lectores. La compenetración con su entorno aviar, y el goce de esa convivencia llegan, desde luego, a su plenitud más expansiva en ese festín de la biodiversidad del que es, quizá, su poema más renombrado, «Cantos de pájaros» (Guardián…):
Klis, klis, klis…
Ch’ok, ch’ok, ch’ok…
Tz’unun, tz’unun, tz’unun…
B’uqpurix, b’uqpurix, b’uqpurix…
Wiswil, wiswil, wiswil…
Tulul, tulul, tulul…
K’urupup, k’urupup, k’urupup…
Chowix, chowix, chowix…
Tuktuk, tuktuk, tuktuk…
Xar, xar, xar…
Tukur, tukur, tukur…
K’up, k’up, k’up…
Saq’k’or, saq’k’or, saq’k’or…
Ch’ik, ch’ik, ch’ik…
Tukumux, tukumux, tukumux…
Xperpuaq, xperpuaq, xperpuaq…
Tz’ikin, tz’ikin, tz’ikin…
Kukuw, kukuw, kukuw…
Ch’iuwit, ch’iuwit, ch’iuwit…
Tli, tli, tli…
Ch’er, ch’er, ch’er…
Si-si-si-si-si-si-si-si…
Ch’ar, ch’ar, ch’ar…