En Barbarismos, Andrés Neuman define al cuentista como «mentiroso que busca la verdad un poco más lejos» (2014: 27). Atendiendo a esta certera imagen, que recalca el poder del relato para dar cuenta del estado de cosas en que vivimos, destacaré algunas líneas maestras del cuento latinoamericano de los últimos tres lustros. Consciente de que estas páginas solo pueden entenderse como apuntes de lectura sobre un género que tantos y tan buenos títulos ha generado en América Latina, comienzo señalando que atenderé a textos interesados por superar los modelos clásicos, alejándose de la reiteración del relato neofantástico -a la manera de Cortázar-, el metaliterario -de Borges a Bolaño- y el elíptico1, que contó con gran cantidad de seguidores en la primera década del siglo, pero que hoy ha perdido fuelle.
De la versatilidad del género y la afortunada experimentación con voces y formas narrativas dan cuenta títulos como Mi novia preferida fue un bulldog francés (2017), de Legna Rodríguez Iglesias o Lo que está y no se usa nos fulminará (2018), de Patricio Pron; de la afortunada mezcla entre cuento, ensayo y crónica, Modo linterna (2013), de Sergio Chejfec o Mis documentos (2013), de Alejandro Zambra; de las posibilidades que ofrece el libro-objeto de cariz conceptual, complejizador de las relaciones entre fotografía y literatura, Óptica sanguínea (2014), de Daniela Bojórquez. Es el momento, pues, de comentar motivos, estructuras y estrategias retóricas predominantes en la narrativa breve de los últimos tres lustros.
Hace unos años publiqué un ensayo titulado «Cuentarlo todo: el texto breve como ejercicio de libertad» (2009), en el que indagué en el relato en español de los años noventa y primeros 2000. En él, describí a una generación de autores marcada por la globalización y el triunfo del neoliberalismo, fenómenos que regían el orden mundial desde 1989 y que explicaban la voluntaria extraterritorialidad de los escritores –su impulso de «narrar sin fronteras»- y la ausencia de ideología presente en sus obras, signadas por lo que, en un ensayo posterior, describí como «utopías intersticiales». De ahí la proliferación en esos años de cuentos marcados por el confesionalismo, la autoficción y los juegos bibliófilos y metaliterarios.
Hoy, tras la recesión comenzada en 2008 y el consiguiente colapso socioeconómico internacional que esta ha provocado (el que, sin duda, se verá agravado con la crisis post Covid-19 y la inestabilidad geopolítica actual), se ha abandonado el optimismo frente a los efectos de la globalización, haciéndose evidentes las consecuencias del triunfo del capitalismo sin freno: desmantelamiento del estado de bienestar, destrucción del medio ambiente (ciudades fragmentadas en ghettos y campos devastados por monocultivos tóxicos) e intervención en las economías más frágiles de los grandes consorcios multinacionales. Ante esta situación, en nuestros días se ha impuesto una literatura signada por el malestar, interesada por difundir los microrrelatos de «los vencidos» y acabar con el preocupante consenso sobre el «estado de las cosas» en que vivimos.
En los mejores ejercicios narrativos contemporáneos la toma de posición ante una sociedad definida por la desigualdad corre paralela a la experimentación estética. Estas creaciones, realizadas en muchas ocasiones desde las esquinas del lenguaje, denuncian que «algo no va bien»; o, yendo un poco más allá, que se puede cambiar la situación de los seres humanos en su búsqueda del «buen vivir». Así, reflejan identidades contemporáneas que oscilan entre el «ablande» —subjetividades a la deriva que, desde su inercia y fragilidad, testimonian nuestro Zeitgeist— y el «hablante» —criaturas que retoman la agencia, asumiendo diversas estrategias de reconstrucción.
Estos títulos se han decantado, pues, por «representar» lo irrepresentable. En ellos triunfan modos oblicuos de expresión como la sátira y el grotesco, la reivindicación de géneros populares como el gótico y la ficción especulativa, las poéticas de lo inusual y los realismos delirantes, hostiles al escapismo e interesados por regresar a los orígenes -locales, cronológicos, orales- con el fin de reflejar nuestro hic et nunc. Dedico las siguientes líneas a comentar estos «retornos», observables tanto en el contexto espaciotemporal como en la atención a las resistencias íntimas y en la enorme vigencia alcanzada por los textos de lo insólito.
Localismos
Resulta evidente el desplazamiento espacial practicado por los cuentos contemporáneos: desde las ciudades extranjeras y los «no lugares» -aeropuertos, hoteles, bares, coches- en los que se ubicaban las tramas de numerosos relatos de principios de siglo, hoy el argumento se ubica en el extrarradio citadino -ese lugar que ya no es ciudad «del todo»-, la comarca, el campo y la casa familiar. En consonancia, una sabrosa oralidad se apropia de textos que, como Libro del tedio (2017) de José Ardila o El problema de los tres cuerpos (2016), de Aniela Rodríguez, arraigan la tierra. Hostiles a los globalismos que marcaron el primer decenio de siglo pero, asimismo, ajenos a nacionalismos reduccionistas, estos autores vuelven a lo local para denunciar las desigualdades y los modos de relación que ha impuesto el orden neoliberal en ámbitos no estrictamente citadinos.
En los mejores ejercicios narrativos contemporáneos la toma de posición ante una sociedad definida por la desigualdad corre paralela a la experimentación estética. Estas creaciones, realizadas en muchas ocasiones desde las esquinas del lenguaje, denuncian que “algo no va bien”; o, yendo un poco más allá, que se puede cambiar la situación de los seres humanos en su búsqueda del “buen vivir”
Así, se denuncia el mercadeo a que son sometidas las comunidades más pobres, lo que conlleva catastróficas consecuencias climáticas (prácticas de monocultivo con fertilizantes tóxicos, quema indiscriminada de bosques) y a la formulación de políticas que las obligan a abandonar espacios naturales para malvivir en el conurbano de ciudades masificadas. Este hecho es retratado en títulos como Las cosas que perdimos en el fuego (2016), de Mariana Enríquez («El chico sucio» y «Bajo el agua negra» constituyen dos retratos extraordinarios de la violencia que azota el extrarradio bonaerense); Para comerte mejor (2015), de Giovanna Rivero; La luz mala dentro de mí (2016), de Mariano Quirós; o Sofoco (2021), de Laura Ortiz Gómez: textos que presentan espacios ominosos signados por la fuerza de la naturaleza y la violencia, donde detritus comunitarios y voces subalternas advierten de lo siniestro soterrado en sociedades marcadas por la desigualdad. Un fragmento de «La vida en el aire» de Quirós da buena cuenta de este hecho:
Eran días raros en el pueblo, como si viviéramos un eterno feriado (…). El viento suave que viene del río desparramaba la basura y, al abrir la puerta de tu casa, encontrabas mezclas extrañas de pañales, cáscaras de fruta y papeles de oficina. Cosas pequeñas, acaso simples detalles pintorescos, pero por algún motivo había la sensación de que algo –pero qué- estallaría de un momento a otro. Lo bueno –o en todo caso el consuelo- era que esa sensación, mal que mal, la compartíamos entre todos (2016: 50).
Memorias
La atención a un pasado abordado sin maniqueísmos resulta capital en colecciones de cuentos integrados que, a través de un marco definido por la reiteración de elementos -personajes, espacios, motivos- revelan el interés de sus autores por afrontar el tema del desarraigo. Es el caso de Eduardo Halfon, quien en Clases de chapín (2017) concluye la trilogía iniciada con Clases de hebreo (2007) y Clases de dibujo (2009) para presentarnos una suerte de autobiografía fragmentada (recuerdo que «chapín» es el nombre que reciben los guatemaltecos en buena parte de América). En la misma línea, Clara Obligado finaliza su espléndida trilogía sobre identidades fronterizas con La biblioteca de agua (2019), en cuya introducción leemos: «Este libro es parte de un experimento narrativo que comenzó con El libro de los viajes equivocados (2011) y continuó con La muerte juega a los dados (2015). En ellos investigaba una suerte de escritura híbrida o mestiza, situada entre el cuento y la novela, que expresara el mundo roto que quería representar» (2019: 8).
Destaco en este apartado, asimismo, el regreso a la infancia en numerosas obras, que descubren al niño como personaje paradigmático para revelar la tensión de lo no dicho: no en vano, infans significa «el que no habla» y el «infante» se distingue por un discurso preñado de elipsis, imágenes y sensorialidad. Así se aprecia en la recopilación de los últimos premios Granta 2021, donde los jóvenes creadores han coincidido mayoritariamente en la elección de personajes en los primeros años de su vida. En este sentido, resultan especialmente interesantes los textos que privilegian los «mundos comentados» infantiles sobre los «mundos narrados» adultos. Es el caso, por ejemplo, de los chilenos No aceptes caramelos de extraños (2011) y Destinos errantes (2016) (Andrea Jeftanovic), Había una vez un pájaro (2013) (Alejandra Costamagna) o Qué vergüenza (2016) (Paulina Flores).
Resistencias íntimas
Frente al vértigo y el simulacro característicos del presente, algunos de los mejores autores actuales abogan por la observación de detalles como clave de escritura. En sus obras, encaminadas a retratar personajes a la intemperie, priman los silencios y una intensidad que las acerca a la poesía. Es el caso de Andrés Neuman –Hacerse el muerto (2011)-, Yolanda Arroyo –Las ballenas grises (2012)-, Juan Carlos Méndez Guédez –Ideogramas (2012)-, Camila Fabbri –Los accidentes (2015)-, Federico Falco –Un cementerio perfecto (2016)-, Rodrigo Blanco Calderón –Los terneros (2018)-, Emiliano Monge –La superficie más honda (2018)-, Fernanda Trías –No soñarás flores (2020), Katya Adaui –Geografía de la oscuridad (2021)- o Miguel Gomes –Ante el jurado (2022)-, entre otros.
Insólitos
Dejo para el final el rasgo más comentado en el relato reciente en español: su juego con las diversas categorías de lo insólito -extraño, fantástico, neofantástico, maravilloso- para denunciar una sociedad inmunizada contra los considerados diferentes por razones socioeconómicas, políticas, culturales, raciales o sexuales. Con el objeto de combatir los preceptos que alimentan la exclusión, nada más adecuado que la vuelta ominosa de lo autóctono originario -mitos precolombinos, supersticiones orales-, lo que se logra en textos contaminados, asimismo, de abundantes referencias pop. En ellos, pues, los monstruos tradicionales –umas, dioses- se dan la mano con los que preñan nuestro presente –zombies hiperconsumistas, fantasmas de desaparecidos- y futuro –ciborgs a punto de dar el salto a la «singularidad» o que ya la han logrado.
La desestabilización de lo real resulta inherente a volúmenes que recurren, sin empacho, al relato folclórico maravilloso, la ficción especulativa o el «gótico cotidiano». En este sentido, destaco en primer lugar cómo la ciencia ficción contemporánea tiende al antropofuguismo, proponiendo el diálogo interespecies. Así se aprecia en títulos como Lunas en vez de sombras y otros relatos de ciencia ficción (2013), de Anacristina Rossi; Las visiones (2016) y La vía del futuro (2021), de Edmundo Paz Soldán; Nuestro mundo muerto (2017), de Liliana Colanzi; Ansibles, perfiladores y otras máquinas de ingenio (2019), de Andrea Chapela, o Diez planetas (2019), de Yuri Herrera. Por su parte, el concepto de gótico es objeto de especial atención en nuestros días, lo que ha llevado a acuñar sintagmas como «gótico amerindio mítico prehispánico» -aplicado a Mauricio Montiel en el relato «La noche de la Coatlicue» (2013), «gótico andino» -con el que se ha calificado a María Fernanda Ampuero en Pelea de gallos (2018) y Freaks (2021), Solange Rodríguez Pappe en La primera vez que vi un fantasma (2018), Mónica Ojeda en Las voladoras (2020), Giovanna Rivero en Tierra fresca de su tumba (2021)- y otros calificativos equivalentes, los que tienen en cuenta el hecho de que a esta línea de escritura se adscriben desde la dominicana Rita Indiana –Cuentos y poemas (2017)- a la colombiana Lina María Parra – Llorar sobre la leche derramada (2020). Estas obras reconocen el magisterio ejercido sobre ellas por Mariana Enríquez, relevante en los argumentos que defienden el empoderamiento femenino o que denuncian los silencios culpables de la historia.
Profundizo en esta última idea: el interés por recuperar a los desaparecidos ha provocado un insospechado boom de textos protagonizados por zombies, revenants y fantasmas, los que a veces permanecen en el limbo -buen ejemplo de ello puede ser el relato «Bajotierra» de Samanta Schweblin, incluido en Pájaros en la boca y otros cuentos (2017)- o vuelven físicamente. Es este el caso de los personajes que protagonizan la antología argentina del cuento zombi Vienen bajando (2011), compilada por Carlos Godoy, Nicolás Mavrakis y Juan Terranova. En ella, el «no muerto» permite revisar la herencia política del país, encarnando tanto a los parias de nuestro mundo como a los convertidos en fantasmas por la «guerra sucia». Se subraya, así, el carácter de víctima del monstruo contemporáneo, despojado de la pátina amenazante para denunciar, en su lugar, la crueldad de la que son capaces los mal llamados «humanos».
Llego así al fin de un recorrido que revela la buena salud del relato contemporáneo latinoamericano, el que, desde su «honda superficie» -atendiendo al excelente título de Monge- aborda con especial pertinencia en las ansiedades que rigen nuestro presente.
1. La antología coordinada por Guillermo Samperio Di algo para romper este silencio. Celebración por Raymond Carver (2005) de idea de los numerosos admiradores hispánicos del estadounidense.