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Parece siempre un asunto fácil de tratar en un artículo, pero con poco que uno intente precisarlo se da cuenta de su volatilidad. O, por ser rigurosos al menos en esto, de su existencia como mera promesa, como ficción de futuro.
Así que, a falta de datos empíricos y encuestas, que necesitaríamos para desarrollar el tema como merece, me limito a expresar: la existencia de la literatura latinoamericana, como la de una posible literatura española, es, para bien y para mal, una metáfora aglutinadora de ilusiones políticas, una utopía.
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Me gusta pensar que pertenezco a una generación de escritores con pasaporte español para quienes la literatura latinoamericana era la única literatura. La literatura española, que habíamos estudiado en colegios y universidades como entidad autónoma y central, de pronto se manifestaba como un añadido más, uno igual de periférico que, por ejemplo, la literatura boliviana. Así, en cuestiones de familiaridad lectora, Luis Cernuda era incomprensible sin Salvador Novo; Alfonso Costafreda sin Joaquín O. Giannuzzi; Rosa Chacel sin Mario Levrero.
Por supuesto, uno no siempre despierta de la siesta para caer directo en el runrún de la época, y por eso me temo que recurrir a términos como «generación» es exagerado, como cualquier plural. Lo latinoamericano, cuando empecé a leer, era sobre todo un boom. Quien haya estudiado una filología hispánica en España allá por los primeros noventa sabe de qué hablo. Aunque se me puede argumentar que las universidades de filología no son precisamente templos del conocimiento, ni siquiera lugares donde sucede la literatura.
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Repito que quizá nos falten datos objetivos, cuantificables. Por ejemplo, qué escritores argentinos conocemos en España y qué escritores españoles conocen en Perú; cuál es el tanto por ciento de españoles publicados en Honduras y de hondureños en España; e incluso, como veremos, la media de edad de una escritora o escritor español traducido a otra lengua por primera vez.
Podríamos preguntar a scouts y editores por qué existen editoriales en otras lenguas que, de una manera tan rigurosa como excluyente, no publican a ningún autor nacido y criado en España en sus colecciones de literatura latinoamericana.
Pero, a falta de datos, volvamos a las metáforas y arriesguemos una interpretación modesta. Digamos, en primer lugar, que los conceptos de literatura latinoamericana y de literatura española funcionan por oposición, están cargados de antagonismo.
La literatura española, entendida como la que hacen en España los españoles, pertenece a un espectro colonizador, europeo y agotado, políticamente reaccionario y quizá endiabladamente narcisista.
La literatura latinoamericana es dinámica, joven, arriesgada en sus recursos y políticamente problemática. En su mayor parte, con un espíritu emancipador de izquierdas, pero con curiosas figuras reaccionarias, simpáticas por su modernismo antimoderno: son experimentales en lo formal y conservadores en lo político, nunca tan aburridos como un facha español.
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Pienso en algunos de los escritores latinoamericanos más significativos de estos años, estos cuatro: Gabriela Wiener (Perú), Emiliano Monge (México), Juan Cárdenas (Colombia) y Mónica Ojeda (Ecuador).
Los cuatro, que he ordenado por edad, son autores que publicaron sus primeros libros, o sus primeros libros más conocidos, en España. Aclaremos que, en su caso, la publicación en España poco tenía que ver con la tradicional validación de América en España. Ese tópico dejó de funcionar hace tiempo. ¿Quién se «valida» publicando en España?
Digámoslo antes de seguir: de entre todos los espacios de validación con los que cuenta una escritora o un escritor en lengua española en este momento, España es, sin lugar a duda, el que menos puntúa. Como contrapartida, es un verdadero paraíso de los ya validados, un país que aprecia el éxito como principal cualidad para tener éxito.
Pero los cuatro publicaron sus primeros libros, o sus primeros libros conocidos, en editoriales independientes españolas o en editoriales reconocidas españolas. ¿Por qué? Porque los cuatro vivían, en ese momento, en España.
¿Eran escritores aburridos y conservadores, escritores españoles, por el hecho de vivir en España? ¿Vivían aislados en precisas comunidades panamericanas? ¿Sus parejas o amigos con pasaporte español, en el caso de tenerlos (parejas, amigos y pasaporte español) eran un poco menos españoles o más latinoamericanos que el resto de aburridos españoles?
He entrado de lleno en el terreno de la tautología, deporte nacional de cualquier país que se precie. Y no me parece casual que sean dos de los citados, dos deslocalizados, Wiener y Cárdenas, las figuras que con más ambición y capacidad sugestiva han reflexionado sobre esta posibilidad de una literatura latinoamericana hoy: sensibles a la potencia de una metáfora estética y política como Latinoamérica y también, si se me permite, a la violencia estructural del lugar desde donde se piensa esta metáfora.
Aclaremos otro asunto antes de continuar: se dice que España no es racista, porque nadie excluye a un «panchito» con dinero; cuando más bien la argumentación es que sólo se lo acepta si tiene dinero. Sigamos.
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Copio unas frases del brillante La ligereza (Periférica, 2024), del propio Cárdenas. Habla de sus dieciséis años en España: «más que español me considero madrileño», «no hubo integración […] hubo antropofagia. Españoles comiendo sudacas comiendo españoles en un bucle infinito de glotonería feliz, pese a los episodios de acoso policial en las estaciones de metro», «Mi escritura es el resultado del cosmopolitismo plebeyo de esa Madrid decadente, sucia y gamberra que me tocó vivir a comienzos de este siglo», «No es fácil hacerle saber a alguien que ha nacido y crecido en el mismo lugar lo que significa tener la cabeza, la imaginación, el cuerpo y la lengua repartidos entre dos mundos».
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Cárdenas comenta el nuevo modo de entender la literatura en español en España que propician las editoriales independientes, desestabilizan esa dicotomía España / América. Incluso en sus traducciones de otras lenguas suenan cada vez menos castizas. Ha caído la vieja norma de traducir en «el español de España», ese artefacto monstruoso plagado de frases hechas.
Y es probable que, por volver al asunto de la validación, ésta opere ahora como una red de editoriales pequeñas y transnacionales. Con matices, claro. Quien edita en un gran grupo editorial, digamos Penguin o Planeta, tiene más eco en el país donde publica, pero menos posibilidad de ser publicado en el país vecino. ¿Se ha editado, por ejemplo, Tierra de campeones (Random House) del chileno Diego Zúñiga en Perú, Bolivia o Argentina?
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Pienso en un proyecto reciente, el Premio Hispanoamericano de Narrativa Las Yubartas. Lo impulsa la Feria Internacional del Libro de la Ciudad de Nueva York y diez editoriales: Laguna Libros (Colombia), Hueders (Chile), Peso pluma (Perú), Sigilo (Argentina), Dum Dum (Bolivia), Severo (Ecuador), Hum (Uruguay), Las afueras (España), Antílope (México) y Chatos Inhumanos (Estados Unidos).
Escriben en su presentación: «Este premio representa un esfuerzo conjunto entre diferentes países y culturas hispanoparlantes, uniendo a editoriales de distintos rincones de América Latina, España y Estados Unidos, con el objetivo de brindar al libro ganador una plataforma de proyección y reconocimiento más amplio dentro del mundo hispanoparlante».
Es quizá esta proliferación de editoriales más pequeñas la que, de nuevo, funciona como modelo de aquello a lo que podría aspirar la propia literatura escrita en español como generadora de un orden más vasto, de una lengua común no normativa.
Post Data: el ganador de la primera edición es Amaury René Sánchez Colmenares, mexicano, por su novela Acequia. Entre los finalistas hay tres mexicanos, una argentina y un colombiano.
Pregunta: ¿es Nueva York un nuevo centro de validación de la literatura escrita en español?
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Me doy un paseo por la Furia del Libro, Chile, la prestigiosa feria de edición independiente. La primera impresión es la juventud de los editores y de los visitantes. Después, la numerosísima asistencia. Y, por último, el regusto plebeyo: la falta de tontería y esnobismo de los presentes.
Allí hay, sobre todo, editoriales chilenas. Las siguen, en número, las argentinas. Y luego la cosa se diluye: unas cuantas mexicanas, una colombiana, una peruana y un par de españolas.
Me parece muy interesante la poca presencia de editoriales españolas, comparándola con la de otros mercados del libro «fuertes», como el argentino y el mexicano. Interesante por deprimente, quiero decir. Pero no achacable tan solo a una falta de interés, sino a una falta de calendario común entre las ferias del libro más interesantes (más arriesgadas también) de este ámbito común.
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En cuanto a autores, muchos menores de cuarenta años.
La poeta Tilsa Otta llega a una lectura con su reciente La vida ya superó a la escritura en dos ediciones: la chilena (Editorial Cuneta) y la argentina (Caleta Olivia).
¿Cuántos autores españoles encuentro entre los puestos de la Furia? Sin ánimo de ser exhaustivo, ninguno.
Pero veo mucha traducción. Y me sorprende la generosidad, la curiosidad y potencia de estas pequeñas editoriales también en ese aspecto: formatos poco reglados a priori, una cierta libertad genérica y autores de diferentes territorios. Muchas traducciones de diversas lenguas y de «raros» pasados y recientes: J.H.Prynne y Mary Ruefle en poesía (ambos en Cuadro de Tiza), Wilhelm Genazino en novela (Hueders), Kathryn Scanlan en una narrativa menos determinada (Fiordo).
De pronto, me acuerdo de los tantos por ciento de las traducciones de países que una vez estudié. Mis datos son antiguos, de la Asociación de Traductores, Correctores e Intérpretes de España.
En 2018 se tradujeron 14.000 títulos en España, un 21 % del total de publicados. En Francia, el porcentaje de libros traducidos ese año fue de un 17 %. En Alemania, un 12 %. En Gran Bretaña, apenas un 3 %.
¿Y en Estados Unidos? No tengo los datos de ese año, pero sí sé que en 2015 se publicaron 120.000 títulos y sólo 300 fueron traducciones: apenas un 0,25 %.
En conclusión, un lector que entre en una librería norteamericana tendrá serias dificultades para encontrar una representación amplia y variada de la literatura universal. Sin embargo, un lector que haga lo mismo en España podrá acceder a una mayor representación de lenguas, culturas y tradiciones; pienso que lo mismo sucede en Chile.
Y vuelve la pregunta: ¿es Estados Unidos un nuevo centro de validación de la literatura en español?
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En la Furia hay un encuentro sobre literatura española. El escaso público (cuatro editores y una scout) pronto se convierte en parte integrante de la charla. Quieren saber qué autores españoles deberían, deberíamos leer. Y para eso primero hay que saber qué se piensa de España fuera de España.
El moderador dice que vivió su momento y sigue viviendo de las rentas. España, además, son los grandes autores. Se cita a Javier Marías. Se cita a Almudena Grandes. En los cómputos de autores españoles, antes que una corriente estética, se cita la celebridad. Y no es casualidad que un autor español sea, en esencia, un autor muerto.
A modo de broma la scout nombra a Vargas Llosa. Es francés, responde un editor. Y terminamos la charla entre risas.
Pienso en lo ridículo que sería llegar a Chile y responder a la típica pregunta de qué autores chilenos lees diciendo: me gusta mucho Nicanor Parra.
Y esta falta de curiosidad por España es un tedio preventivo alimentado de tópicos nacionales: no queremos la aburrida literatura española, la prosa pobre y correcta, los experimentalismos de puzle infantil.
Ningún interés en leer la literatura española surgida más allá de la generación consagrada de los años 80-90. La de autores menores de 60, 50, 40, 30 años.
Y uno piensa: ¿sucede algo similar con la literatura hondureña o costarricense, esta falta de curiosidad? O, por comparar con ámbitos y mercados de mayor envergadura, ¿podemos despachar con un bostezo toda la literatura mexicana o argentina actual?
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De pronto, recuerdo una anécdota casi real: Un joven novelista español, elogiado por su ambición formal y su reflexión sobre la España interior, comparte residencia artística en el alto Penedés con joven narradora argentina. Cuando, después de tres semanas, han alcanzado una cierta confianza, el español le asegura que él va a ser el próximo Javier Marías.
Unos meses antes, un suplemento cultural español dedicó un artículo precisamente a los nuevos Marías: Un grupo de narradores sub40 entre los que figura nuestro protagonista.
El caso es que el nuevo Marías llega a Chile, a Santiago. Y responde, sí: leo mucho a Roberto Bolaño.
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Tengo una amiga italiana, editora y traductora. En su editorial publican autores latinoamericanos. Nada de españoles: otras editoriales lo hacen, editarlos, dice.
Su catálogo es impecable: los autores latinoamericanos más interesantes. También publican clásicos, como Onetti. Y algunos amigos españoles: el hispanoargentino Andrés Neuman, para quien juega a favor su doble nacionalidad.
Hablando con mi amiga editora me queda claro que los autores y autoras españolas publican en Italia de forma aislada, como figuras de éxito. Y la media de edad de su primera traducción supera los cincuenta años.
Le pido datos: es así, me contesta.
Por otra parte, mi amiga y yo nos entretenemos en calcular la media de edad de los autores latinoamericanos cuando son traducidos por primera vez: 32 años, nos sale. Y descubrimos otra cosa, que se los edita con la potencia de un grupo homogéneo, como generación.
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¿Cómo hemos llegado a esto en España? Las políticas culturales tienen una gran responsabilidad. Es algo perceptible en la mayoría de las programaciones internacionales con España como país invitado: la ausencia de editoriales pequeñas, la infrarrepresentación de los jóvenes.
La literatura española, en su versión estatal, quiere presentarse como un reino de «primeros espadas», el paraíso de los que ya han llegado.
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¿Cómo sobrevive la literatura española a su propia caricatura?
Al margen de su éxito, me temo. De manera desorganizada y más viva.
Las librerías hacen mucho bien. Algunos festivales, como Centroamérica Cuenta, forzado a un exilio español desde Nicaragua, hacen mucho bien. Las lectoras y lectores hacen mucho bien. Esta revista hace mucho bien.
¿Cuál es el secreto mejor guardado de la literatura española? Sus escritores vivos.
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La argentina Hebe Uhart fue portada en Babelia, en 2016, entrevistada por Leila Guerriero. Antes, quizá en 2014, Rodrigo Rey Rosa había sido portada del mismo suplemento, entrevistado por Javier Rodríguez Marcos. Esas alegrías no hace falta explicarlas.
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En los libros de texto de mis años de bachillerato, quiero decir antes de que los planes de estudio unieran Lengua y literatura, el temario de Historia de la Literatura terminaba con la literatura hispanoamericana.
Como sabemos, lo más interesante de las historias del arte está al final, en el tiempo presente, que es el verdadero principio cronológico; pero el último tema de una asignatura es y será siempre un hueco insalvable.
Ningún profesor terminaba su curso más allá del resumen apresurado de la literatura de posguerra, una nueva edad media que abarcaba cuarenta años de franquismo.
Como otros, yo empecé mi libro por el final. Sólo me interesaba la literatura hispanoamericana. Desde Rubén Darío todo era literatura hispanoamericana. Y si en cierto momento España había querido ridiculizar esta huella, oponiendo a los modernistas (superficiales y americanos) a la Generación del 98 (honda y española), ya Juan Ramón Jiménez había desmontado esta falacia: todos éramos modernistas, discípulos de Rubén.
Pero España construyó un bloque, una artificial Hispanoamérica, la versión pobre de sí misma, fantasiosa, pintoresca y peligrosa, para remediar su dañada autoestima de provincia olvidada. Y aquella dualidad, aquella ficción resentida, terminaría convirtiéndose en una orgullosa autoexclusión.
¿Y qué era Hispanoamérica? La mejor parte, ya para siempre ausente: el humor sin sarcasmo, la incorrección sin torpeza, la cintura sin vergüenza.
Eso pensaba yo entonces. Era el año del quinto centenario.
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Empecé a comprar todos los libros de autores latinoamericanos que encontraba, porque esa era la manera correcta de decirlo, Latinoamérica.
Las Prosas apátridas de Ribeyro, la poesía de Rafael Cadenas o Carlos Martínez Rivas. Los mexicanos paródicos: Torri, Novo, Leduc. Los peruanos conversacionales: Cisneros, Sánchez León, Watanabe. Y los novelistas, claro: Di Benedetto. ¿Y Clarice Lispector? También.
Todos tan alejados de la supuesta verbosidad de la literatura latinoamericana.
Todos ellos publicados en España.
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Ahora bien, en la formación intelectual de un aspirante a latinoamericano en la España de los años 90 se producía una profunda disociación: aquellos escritores hablaban mi lenguaje. No solo mi lengua, sino la propia estructura alérgica al cliché que yo sentía más viva: la de mi barrio madrileño, la de mi formación andaluza.
Pensemos en el verso «Es de allí que volví embrutecido», de Carlos Martínez Rivas. Es este un lenguaje no contaminado por siglos de buen gusto y humor acartonado, algo que puedes decir en una discoteca y te entienden.
Pero, por otra parte, a ese lenguaje vivo le correspondía una realidad peligrosa: mafias y pandilleros, el Mochaorejas, la guerrilla.
América era el territorio de una pobreza violenta.
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Me armé de valor y compré una guía de Costa Rica. No sé qué razón me llevó a elegir este país, del que sólo conocía a su poeta Eunice Odio, no mi favorita.
Pero es que, en cierto sentido, Costa Rica era el menos latinoamericano de los países latinoamericanos. ¿No tenían a los marines yanquis protegiéndolos?
Utilizaría para mi viaje el dinero de un premio de poesía y el de un despido, mi primer viaje a Latinoamérica. Tenía mi guía, mi mapa, y el teléfono del poeta Luis Chaves, pero me decidí por la vieja Europa: deprimentes palacios con Starbucks en Chequia, camisetas de Kafka; neonazis y la casa museo, mugrienta y solitaria, de Bela Bartok, en Hungría.
¿Por qué aquel cambio de idea? No por Kafka. En el capítulo sexto, «Naturaleza», de la Guía de Costa Rica describen diez tipos de serpientes venenosas, las más venenosas del mundo. También hay ranas, unas pequeñas ranas psicodélicas que, con su sudor, en pocos segundos paralizan el cuerpo, una parálisis mortal.
En las playas del pacífico, al atardecer, cuando el inmenso sol en despedida se posa como un huevo poché, pequeños insectos emergen de la arena y buscan el calor mamífero: horadan la gruesa planta del pie, se quedan metidos adentro, causando un insoportable dolor.
Uno solo podía desear ser panchito, sudaca, cholo o al menos gachupín. Y ese deseo se cumpliría en secreto, en la soledad de mi habitación, con mis libros.