I
En ¿Olvida usted su equipaje? (1997), el cuarto libro que reúne los artículos que Jorge Ibargüengoitia (Guanajuato, 1928 – Mejorada del Campo, 1983) escribió para el diario el Excélsior, hay un texto que lleva por título: «Diario de a bordo. La venganza de Hernán Cortés». Encontrado casi por azar, mientras viajo en el metro de Madrid, el artículo llama mi atención porque conozco bien el estilo sarcástico y mordaz del autor mexicano, y presiento que voy a disfrutar de un par de páginas llenas de irónicas reflexiones sobre las cosas que separan o hermanan a España y México, países que han sido mi hogar durante los últimos veinte años. Pero, aunque el artículo no aborda sarcásticamente la tensión que vincula a estos países, su contenido no deja de ser trágicamente irónico, pues se trata de un texto, algo premonitorio, en el que el autor exhibe su talento para identificar, mediante una sustitución del término médico de la «diarrea del viajero», conocida popularmente como la venganza de Moctezuma, por su impopular versión paródica, «La venganza de Hernán Cortés», un problema que le permitirá hacer una aguda lectura de la sociedad de la época.
«Diario de a bordo. La venganza Hernán de Cortés» se publicó el 21 de octubre de 1973, diez años antes del funesto accidente aéreo que ocurrió el 27 de noviembre de 1983 en Mejorada del Campo y en el que falleció Ibargüengoitia. Allí se relata un vuelo de Ciudad de México a Madrid que estuvo a punto de no despegar por un fallo mecánico de la aeronave. Antes de que el vuelo se retrasara treinta y seis horas, y antes de que Ibargüengoitia y su esposa, junto con el resto de los viajeros, se vieran obligados a desembarcar, el autor alcanzó a revisar, para luego describirle al lector, la tarjeta de seguridad del avión: un «folleto especial que tiene diagramas, un avión igual al que estamos adentro, que ha caído al mar». Leo con cuidado la descripción que hace del folleto y me estremezco al apreciar el minucioso conocimiento del que da cuenta sobre el protocolo que se debe seguir si la aeronave en la que se viaja tiene que hacer un amerizaje forzoso. Pienso en lo paradójico que resulta que la tarjeta de aquel viaje, o aquella con la que hace su relato, no informara nada sobre los protocolos de actuación en otro tipo de incidentes aéreos. Me detengo en la línea en la que comenta que «cuando siente uno que el avión se va a caer debe acurrucarse en el asiento», y me pregunto si acaso él, aquel 27 de noviembre, tuvo tiempo de acurrucase en el asiento. Por un momento, el artículo y el título me parecen una broma de mal gusto o un mal chiste. ¿Son un mal chiste? No, estoy segura de que no lo son. De alguna manera termino pensando que, de una coincidencia como esta, la de un autor que escribe sobre un accidente aéreo y que, años más tarde, fallece en un accidente aéreo, él hubiera hecho literatura. He llegado a mi estación, hago transbordo en la populosa Avenida de América.
II
Tuve la suerte de conocer y leer las primeras obras de Jorge Ibargüengoitia en Colombia, unos años antes de empezar mis estudios universitarios, pero pasé mucho tiempo sin interesarme demasiado por la nacionalidad del autor ni conocer apenas información sobre su vida. Lo leía, como he comentado en otras ocasiones, pensando que podía ser un autor colombiano, aunque su apellido me señalaba su extranjería. Pero ¿cómo no iba a ser colombiano el autor de una obra como Maten al león (1969), esa novela en la que el viejo gobernante de la caribeña isla Arepa, tras veinte años en el poder, intenta crear una ley que le permita instaurar una presidencia vitalicia? Los nombres podían ser otros, pero esa novela plasmaba el carácter y las ambiciones de los personajes políticos que gobernaban mi país en ese momento. ¡Ibargüengoitia tenía que ser colombiano! Lo curioso es que ahora, visto con la distancia del tiempo, podríamos asignarle más de una nacionalidad y su relato podría leerse en clave de crónica de la actualidad política de no menos de media docena de países.
Con Los relámpagos de agosto (1964), la segunda novela que leí de él, descubrí que era mexicano, pero también descubrí que tenía un interés particular por retratar, con tono de tragicomedia, la farsa del poder político, la desmitificación de las historias nacionales, y conocí su habilidad para cuestionar la manipulación y deformación de las figuras y los relatos históricos. En sus novelas, pero también en los cuentos que componen La ley de Herodes (1967), pude apreciar agudas reflexiones, en clave de ficción, sobre la sociedad mexicana, y empecé a notar que parte de su estilo consistía en eludir el uso de las formas aleccionadoras o moralizantes de gran parte de la literatura de aquella y de esta época. Su escritura, como recuerda Astrid López Méndez en los diez apuntes sobre su obra que se incluyen en este dossier, estaba vinculada a una extraordinaria capacidad de atención y observación del mundo que lo rodeaba. Pues, para Ibargüengoitia, una «forma de tomarse en serio los hechos estimula la ironía que desata el sentido del humor. Ante la superficialidad de lo solemne, eligió el entendimiento profundo desde la fabulación».
Pero no fue sino hasta que leí las obras de teatro, reunidas en dos tomos publicados en 1989 por Joaquín Mortiz, obras como Susana y los jóvenes (1953), Llegó Margó (1956), El loco amor viene (1957) o El tesoro perdido (1957), que para mí fue claro que los detalles formales sobre los que se cimienta el funcionamiento del resto de sus textos derivan de su formación como dramaturgo. Como señala Ana Negri en «Ibargüengoitia y el fusil», en sus obras teatrales ya se encuentran todas las cualidades propias de su escritura, «esa precisión del ritmo y la forma casi desenfadada tan característica de su estilo». También están ahí ya los temas que lo obsesionarán durante décadas, y en los que trabajó desde diferentes perspectivas: la hipocresía, las apariencias, el poder, los estereotipos de clase, «expresiones o situaciones frecuentes en la vida de la población mexicana para revelar el engaño, la verdad que subyace a esa danza de apariencias que bailamos todos».
Observó y narró con habilidad los vicios y costumbres de todas las clases sociales y, especialmente, a través de sus colaboraciones periodísticas, dejó un legado que para muchos lectores ha sido como un mapa de ruta para transitar mejor por la contradictoria idiosincrasia mexicana. Instrucciones para vivir en México (1990), que leí unos meses antes de irme a vivir allí, me advirtió de la infame y naturalizada burocracia de sus instituciones, de los regalos que elaboran los niños para el día de las madres y de los festejos correspondientes que se organizan en las escuelas y restaurantes el 10 de mayo, del bullicio, el caos y el azar de la ciudad, de la siempre sospechosa amabilidad de sus habitantes, así como del oportunismo con el que, todavía ahora, se toman decisiones en la política, la universidad y el mundo literario, anécdotas que bien podrían haber sido motivo de varios capítulos del Lazarillo de Tormes o del Quijote. La obra de Ibargüengoitia sintetiza la historia de un país que, como todos, se aferra a sus glorias y esconde bajo la alfombra las derrotas, un país en el que el rico tiene poder, tranquilidad y beneficios, y quien no es rico agacha la cabeza y trabaja. Sus artículos me hablaban de un lugar en el que la escena que se describe en «Los cruzados de la causa. Cultura para los pobres» pudo haber ocurrido la semana pasada. Un funcionario del Gobierno le cuenta al escritor el proyecto de llevar conciertos de música clásica a los barrios más humildes de la ciudad con el fin de formar una generación de músicos de altas ambiciones estéticas, imbuidos de una gran conciencia social; eso sí, no habría que pagar a los músicos, porque el proyecto les permitirá «foguearse ante un público desconocido».
Todo eso que caracteriza al mexicano se condensa en su obra: el orgullo por el memorable pasado prehispánico, pasando por la representación y manipulación de los festejos patrios del periodo revolucionario, o la conformación e instauración de unas peculiares costumbres políticas, el uso del poder mínimo, insignificante, del burócrata de turno o, en fin, las absurdas lecciones estilísticas y morales que algunos intelectuales se precian de divulgar en las aulas universitarias. Teatro, novelas, obra periodística y cuentos escritos por un digno heredero de las técnicas y el estilo de Cervantes, me digo, mientras cruzo de manera apresurada por la inclemente y desierta Plaza de España. Todo ese drama, el de México y también el del resto del mundo, revestido por la seria lectura crítica que hizo a través del humor y del absurdo.
III
A propósito de su reedición en España, he vuelto a leer Dos crímenes (1979) y Las muertas (1977), pero también he repasado ¿Olvida usted su equipaje?, del que tomo la idea para el título que llevan estás páginas. Tras la lectura no puedo contener el impulso de comentar, en cuanto tengo oportunidad, con amigos y compañeros de trabajo, lo impresionantemente actual que me resulta toda la obra de Ibargüengoitia. No se trata solo de la penetrante mirada que tuvo sobre México, ni se trata de la termodinámica de su humor, sino de su capacidad de atender y entender los problemas y preocupaciones del más diverso orden mundial.
Escribo este texto cuando el documental que encabeza la lista de popularidad, en una famosa plataforma de contenido audiovisual, es el que revisa la historia de un portal web a través del que funcionaba una red de explotación sexual en la Ciudad de México en la época en la que yo todavía residía allí. Escribo este texto mientras llegan a España las noticias sobre el juicio de Gisèle Pellicot contra sus abusadores, decenas de hombres «normales» que agredían sexualmente a una mujer drogada, vulnerable e indefensa en Francia, y me estremezco con la revictimización de una sobreviviente que debe defenderse de sus agresores en una sociedad que se esfuerza más en hallar maneras de excusar a los culpables que en asegurar el ejercicio de la justicia. Escribo este texto después de hablar en clase sobre la impunidad con la que, a diario, decenas de mujeres desaparecen en México, mientras Tenancingo, ese pequeño pero famoso pueblo de Tlaxcala, sigue creciendo gracias al dinero que familias enteras obtienen a través de la trata y explotación de seres humanos, mientras las autoridades policiales, políticas y la sociedad en general, conocedoras del delito, guardan un silencio cómplice. Escribo este texto mientras Israel sigue bombardeando Palestina, mientras enfrentamos una crisis inmobiliaria que se vincula, entre otras cosas, con la especulación y los alquileres de pisos turísticos. Escribo mientras vuelve a discutirse sobre las emisiones contaminantes de los automóviles y se anulan las zonas de bajas emisiones en Madrid. Escribo mientras escucho noticias sobre temas que, casi de forma premonitoria, fueron abordados por Jorge Ibargüengoitia. Temas, ideas y reflexiones que no pocos de sus lectores y críticos siempre han insistido en leer solo en clave de humor, cuando lo que sostiene su obra es una respetuosa atención a la tragedia, una especie de advertencia, heredada de las tragedias clásicas, sobre los horrores de la humanidad.
Para escribir Las muertas, recuerda Sylvia Georgina Estrada, Ibargüengoitia tomó como referencia el caso «Las Poquianchis». Los archivos y la investigación sobre el modus operandi de varios prostíbulos que funcionaron en México durante los años cincuenta, y en los que se cometieron un sinnúmero de crímenes, se convirtieron en la materia prima con la que Ibargüengoitia retrató «el machismo, la misoginia, la violencia y el desdén por la vida de las mujeres que han sacudido a la sociedad mexicana a lo largo de su historia». La periodista subraya la manera en la que «el autor muestra cómo esa brutalidad se normaliza, se ve y se ignora desde las altas esferas políticas, pasando por las autoridades judiciales y la policía, hasta los vecinos y tenderos que se hacían de la vista gorda ante este un grupo de mujeres encerradas y las familias que vendían a sus hijas para sobrevivir». Siguiendo la estructura de una novela policiaca en la que el lector conoce las declaraciones y el contenido de los expedientes que componen el caso, el escritor guanajuatense abre las puertas a una reflexión sobre la impunidad y las condiciones sociales y culturales de una sociedad que normaliza la violencia feminicida. Es el relato de una tragedia que se sigue repitiendo, sin apenas cambios, cincuenta años después. Me pregunto entonces si debemos quedarnos aferrados a la idea de pensar que la relevancia de la obra de Ibargüengoitia se halla en el uso del humor cuando quizás se halla en el drama, pues, como comenta en Jorge Ibargüengoitia: La transgresión por la ironía (1989) Ana Rosa Domenella, en Las muertas la realidad irrumpe en todo, una realidad que va perdiendo los rasgos lúdicos o amablemente irónicos para tornarse sombría, grotesca y amenazadora.
Mi peregrinación en metro me deja caminando por el Paseo de Colombia, en el Retiro, y vuelvo a pensar en el interés que puede tener hoy la obra de Ibargüengoitia. Insisto, no deja de sorprenderme que en sus colaboraciones periodísticas se hable del conflicto entre Israel y Palestina, de los estragos del turismo desmedido, de los peligrosos nacionalismos, del futuro de los autos eléctricos, del transporte público o de la falta de presupuesto e interés político para invertir en la cultura, los museos, la ciencia y el arte, como si esos artículos en los que el autor reflexiona sobre estos temas se hubieran escrito tan solo unas semanas atrás. Se renueva mi incomodidad sobre el lugar común de leer su obra poniendo el énfasis en el humor y la parodia, pues yo creo que hay que ponerlo en el drama, y que el humor, la derrota del inteligente, en cualquier caso, hace parte de una forma engañosa con la que se ha vengado de todos para sobrevivir al accidente aéreo. Pienso que hay otra manera de narrar la tragedia y que él la conocía. Una equilibrada oscilación entre la risa y el horror que solo pudo conseguir un hombre que, como afirmó Joy Laville, llevaba un sol adentro.
Bajo la sombra de un árbol en el Paseo de México, y mientras le doy la espalda a la Puerta de Alcalá, a unos metros del ahuehuete mexicano que es fama que se plantó en tiempos de Felipe IV, me aventuro a leer las últimas páginas de Estas ruinas que ves (1975). No me cabe duda de que, en los libros, los acontecimientos narrados pueden tener la apariencia más sencilla o insignificante, pero solo un gran escritor consigue convertirlos en gran literatura, y Jorge Ibargüengoitia fue uno de los más grandes escritores de la lengua española.