POR BEGOÑA MÉNDEZ
Fotografía de Lily Íñiguez Matte

En las letras hispanoamericanas, los diarios de mujer emergieron en el siglo XIX, en paralelo a los procesos de construcción de los estados-nación y a las guerras de frontera. En este sentido, los cuadernos femeninos funcionan como metáfora y reverso íntimo de las violencias infligidas a los territorios: cuerpos de mujer y tierras inmersos en las luchas por la independencia. Si, emancipados de Europa, los países nacían a través del derramamiento de sangres hermanas, las mujeres, en la intimidad del hogar, tomaban la palabra y peleaban por liberarse del papel de esposas, hijas y madres a que habían sido relegadas, a causa de la división del trabajo por géneros. Estas escritoras, hijas de las élites políticas y militares, se negaron a vivir apartadas de la esfera pública. Sus diarios, testimonio vivo de sus rebeldías, son la herencia que nos legan; una memoria rescatada que, de otro modo, seguiría colgada en un vacío silente. Mientras los hombres libraban sus batallas con pólvora y con cuchillos, esas mujeres lo hicieron con las armas de la cultura letrada. Lo íntimo, de Juana Manuela Gorriti (Argentina, 1818-1892), es, en este sentido, emblemático. Escrito entre 1874 y 1892, la autora tenía la intención de publicarlo en vida para reivindicar su figura pública. Gravemente enferma, murió antes de verlo convertido en libro, en 1893. Su diario es mucho más que el registro de su vida personal porque habla de esa otra historia, colectiva e invisible, que tramaron las mujeres y que ha quedado fuera del discurso oficial. Convencida de que la alfabetización de las mujeres era fundamental para su emancipación, esta «literata», como le gustaba definirse, recorrió ella sola Chile, Argentina y Uruguay; en Lima, fundó un colegio laico y mixto y colaboró con otras intelectuales de la época para conseguir que la escritura y la lectura dejaran de ser herramientas minoritarias. Sin salirse de los marcos patriarcales consiguió, sin embargo, liberarse de ellos, porque si bien es cierto que defendió la figura de las mujeres como «madres de la patria», no es menos verdad que a «la epidemia del revólver» enfrentó la resolución de «empuñar la pluma». También la colombiana Soledad Acosta (1833-1913) hizo de la literatura parte fundamental de su quehacer político. Antes de su actividad pública, y en el marco de la guerra civil que Colombia sufrió en 1854, redactó un diario secreto que nunca pensó en publicar. Hasta 2003 no fueron descubiertos. Sus cuadernos, publicados en 2015, testimonian los conflictos de una joven burguesa que se debate entre una férrea vocación intelectual y la sujeción de su cuerpo a un modelo de esposa sometida al marido. Mientras su prometido, el periodista y poeta José María Samper, participaba activamente en el frente constitucionalista, Soledad, junto a otras mujeres de la alta sociedad de Bogotá, se refugió en un convento; inhabilitada para intervenir en los asuntos políticos y desprovista de otras armas de emancipación, llevó su ardor combativo al terreno de lo íntimo, allí donde las mujeres enamoradas son santas y heroínas, mártires de la patria que se ofrecen en sacrificio a la nación y a sus hombres. Pero a partir de 1855, tras su boda con Samper, Acosta inició una sólida carrera como diplomática y periodista. Nunca más cultivó la literatura íntima. Cuando en 1902 fue nombrada académica de la Historia, obtuvo por fin el reconocimiento institucional con el que siempre había soñado.

Páginas de un diario, de Lily Íñiguez Matte (Francia, 1902 –Suiza, 1926) es una hermosa rareza. Porque, aunque los diarios íntimos de señoritas habían surgido en Francia como dispositivos de control del deseo femenino por parte de esposos, prometidos y padres, Lily convirtió sus cuadernos en obrador literario. La feliz excepción se debe a que su madre, la chilena Rebeca Matte, no había sido educada para ser esposa, sino para desarrollar su vocación de escultora. Ni siquiera cuando se casó o cuando tuvo a Lily abandonó su carrera artística. Del mismo modo educó a su hija, que deseaba, con todas sus fuerzas, «ser una artista como mamá». Lily mostró desde niña una insólita destreza para traducir a imagen lírica sus fantasmas interiores, sombras procedentes de un cuerpo frágil y enfermo. Y enseguida comprendió los peligros que entrañaba exponer la intimidad. Lily pensaba que «este diario no es publicable, porque es demasiado sincero y, por lo tanto, demasiado íntimo… tal vez una selección… Páginas de un Diario, pero más tarde… después de mi muerte». La amenaza constante de un prematuro acabamiento de vida, hizo que muy pronto se reivindicara como escritora: «Me siento orgullosa de ser poetisa», anotó con 21 años. Falleció de tuberculosis a los 24. Dos años más tarde, se publicaron las Páginas de un Diario que ahora reposan sobre mi mesa.

Los cuadernos femeninos funcionan como metáfora y reverso íntimo de las violencias infligidas a los territorios: cuerpos de mujer y tierras inmersos en las luchas por la independencia. Si, emancipados de Europa, los países nacían a través del derramamiento de sangres hermanas, las mujeres, en la intimidad del hogar, tomaban la palabra y peleaban por liberarse del papel de esposas, hijas y madres a que habían sido relegadas, a causa de la división del trabajo por géneros. Estas escritoras, hijas de las élites políticas y militares, se negaron a vivir apartadas de la esfera pública

Si como afirma Beatriz Sarlo (Argentina, 1942) en el ensayo La intimidad pública (2018), el escándalo es «una irrupción violenta de la vida cotidiana» en la plaza pública, no existe mayor desvergüenza que una mujer fuera de casa y con su cuerpo en la calle, dispuesta a defender su autarquía, su activismo político o, como en el caso de Teresa Wilms Montt (1893 – 1921), presta para brillar en los ambientes intelectuales con su talento de artista bohemia. Hija de la élite chilena y exquisitamente educada, siempre quiso ser escritora. En casa se lo prohibieron; tal vez por eso, con diecisiete años y contraviniendo a sus padres, se casó con el alto funcionario Gustavo Balmacena. El matrimonio frecuentó los círculos artísticos de la época y la joven destacó enseguida con su belleza felina, su talento literario y su alegre desparpajo. Pero su felicidad fue muy breve: en 1915, su marido la acusaba de adulterio y se hacía con la custodia de las hijas. Con la connivencia de sus suegros, encerró a Teresa en un convento. Preciosa sangre es el nombre de esos muros y es también el título con que, en 2017, fueron publicadas sus notas secretas. Un diario cuya redacción inició en su presidio y que nunca abandonó, porque en la expresión intimada de su dolor innombrable encontró un lugar donde refugiarse de las violencias del mundo. En junio de 1916, el poeta chileno Vicente Huidobro ayudó a Teresa a escapar del convento y en la estricta soledad de su exilio empezó a publicar y a construirse un nombre en el mapa de las letras hispánicas. Pero ni siquiera el reconocimiento de su quehacer literario pudo sacarla del pozo negro de su melancolía y en 1921 decidió dar fin a su vida con un frasquito de veneno. 

Existir. Hacerse una identidad, preguntarse ¿quién soy yo?, ¿qué lugar ocupo?, ¿qué mundo?, ¿qué cuerpo habito? ¿qué es esa imagen que me devuelve el espejo?; estas son las constantes vitales de la escritura íntima a partir del siglo XX. Un diálogo fecundo entre el yo reconocible y esas otras extranjeras que las mujeres descubren cuando se interrogan. Conscientes desde muy jóvenes de la fractura entre sus anhelos y las expectativas de sus entornos, conocedoras de la brecha insalvable entre el deseo de autonomía y las exigencias sociales y familiares, autoras como Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936-1972) o Idea Vilariño (Uruguay, 1920-2009) escribieron sus diarios para fijar ese yo, estragado y doliente, que siempre quiere escaparse. Ambas decidieron situar sus universos poéticos en el lugar de la herida; sus escrituras, a la vez testimonio personal e indagación literaria, rasgaron las distinciones entre vida y literatura. No en vano, sus diarios íntimos fueron el requisito de sus plenas existencias: «Si no fuera por estas líneas, muero asfixiada», anotó Pizarnik en Diarios (2013). Vilariño, por su parte, afirmó en Diario de juventud (2013): «Mi vida real no existe: es literatura». Convencidas del valor artístico de sus cuadernos, ambas escritoras dejaron instrucciones precisas para que fueran publicados post mortem. Revisaron y reescribieron sus diarios y los pusieron en manos de sus futuros editores. Con la determinación de ser publicadas después de muertas, contribuían a cuestionar las fronteras entre universo afectivo y trabajo literario, entre escritura privada y espacio público, e indicaban, además, un anhelo fundamental: la necesidad de los otros para poder existir: «increíble cómo necesito de la gente para saberme yo», sentenció Pizarnik. En este sentido, llevar un diario íntimo significa la demanda de una interlocución, la secreta necesidad de interacción con el mundo o, como dejó escrito la argentina, «¿Para qué escribe usted? Para que me quieran». 

En los diarios íntimos, las lindes que dividen ficción y experiencia vital se revelan ilusorias y testimonian que el yo es un texto literario que no deja de escribirse, que la identidad es una performance de palabra y de carne que fulmina las barreras entre emoción interior y vivencia exterior. Los cuadernos de mujer hispanoamericanos evidencian que los vínculos entre intimidad y política son indesligables; desde sus orígenes, los diarios femeninos dan cuenta de la preocupación de sus autoras por el lugar que ocupan en la sociedad. Desde esta perspectiva, Diario de una princesa montonera (2016), de Mariana Eva Pérez (Argentina, 1977), engarza de un modo insoslayable con la herencia decimonónica. Sus apuntes, nacidos en el activismo bloguero y llevados después a libro impreso, señalan los vacíos de la historia a través de las llagas que acarrea por ser hija de unos padres asesinados durante el régimen de Videla. A un tiempo íntimo y colectivo, su discurso le da nombre a la memoria borrada de los padres perdidos y le permite rehacer su identidad secuestrada. Cansada de su activismo, domesticado por el gobierno de Kirchner, y hastiada de haber cumplido «con todo lo que indica el protocolo» para una hija de desaparecidos, abandona el gueto de «losderechoshumanos» y busca otros lugares marginados del poder institucional, porque todavía «hay cosas que quieren ser dichas». Diario de una princesa montonera concede valor político a experiencia interior y otorga valor de verdad a la creación literaria. Exponer la propia historia en entornos digitales abre un escenario posible donde encontrarse con otros hijos de asesinados y tejer comunidad. Y puesto que «los desaparecidos vuelven. De eso trata la desaparición», Mariana Eva Pérez escribe con insistencia su historia huida, el vacío fantasmal de sus padres represaliados; su intención no es otra que soportar el presente y poder habitarlo, aunque sea «desde un cuerpo lleno de heridas». 

Los diarios femeninos del siglo XXI son un transitar poético por los estados precarios; son un errar extraviado, una escritura callada que amplifica los silencios y también la extrañeza de ser cuerpo: «Vomitarme a mí misma. Autoexpulsarme y devenir en partículas que se unan de diferente forma», escribe la argentina Gabriela de Echave en el segundo volumen de La desconocida que soy (2018), un libro que recoge los fragmentos íntimos de un nutrido grupo de jóvenes autoras hispanoamericanas. Es abrumador el modo en que ponen sus cuerpos en la escritura o tal vez no tanto, porque, como afirma María Moreno en Contramarcha (2020), «es difícil describir el terror sin apelar al cuerpo». Los textos de esta antología son el lugar de un reflejo que rebasa al individuo y crea comunidad, un espejo hecho añicos donde emergen esas otras que las mujeres encuentran en sus adentros. En La desconocida que soy, el miedo y la ansiedad se revelan como enfermedades de orden político («El olor de las lacrimógenas está en todas partes. En la ropa recién lavada […], en los objetos comunes y apreciados, en cada lugar discreto y pequeño de mi casa», apunta la venezolana Miyo Kappar) y los trastornos alimentarios son el síntoma encarnado de un malestar colectivo («Lastimados, veo como se desarma la gente. Me desarmo yo también […]. Mi arma para combatir este estado es la comida. Es el control de la comida», anota la argentina Julieta Correa). El género del diario sigue siendo en la actualidad un lugar de resistencia íntima frente al horror de un sistema empeñado en custodiar las carnes de las mujeres. Sigue siendo el refugio de la identidad rajada, un territorio entrañado donde dejar el cuerpo e inventar esas caricias que habrán de aliviarlo o, como escribe la argentina Natalia Romero que dejó anotado Hélène Cixous, «Escribir, soñar, parirse. Ser yo misma mi hija de cada día».