En The Great Derangement, de 2016, el escritor Amitav Ghosh propone que, en el siglo XIX, al mismo tiempo que el capitalismo europeo instituye planetariamente la economía fósil que acumulará las primeras huellas del calentamiento climático en curso, la novela realista ignora estos procesos y desplaza al ambiente al papel de mera escenografía del drama de las pasiones humanas. De espaldas a los profundos cambios ambientales que deforestarán selvas para implantar monocultivos y nublarán de hollín pueblos y ciudades, en la novela realista, para Ghosh, la naturaleza será un paisaje secundario, perfectamente estable, que decorará el fondo de las tragicomedias del yo y de la familia.
Un ejemplo del ambiente como marco pictórico podría ser evidente en la obra de una autora realista que además de escritora fue jardinera y paisajista: Vita Sackville-West, cuyos famosos jardines palaciegos diseñados en Sissinghurst, el condado inglés de Kent, destacan por un diseño armónico y racional, en el que plantas y flores simétricas, perfectamente podadas, son puestas al servicio y en función del caminante que los recorre.
Rodrigo Fresán escribió alguna vez en broma que en ninguna novela inglesa del siglo XIX, en las que abundan los paseos por jardines de este estilo, leyó que un mosquito picara e infectara a alguno de sus paseantes: «se sabía de memoria todas las novelas de Jane Austen […] y una vez le dijo que en las novelas de Jane Austen no había mosquitos», afirma el narrador en La velocidad de las cosas. Así, esta regla implícita responde menos a la verosimilitud de que haya o no insectos en Inglaterra que a la certidumbre realista de que la mansa naturaleza jamás podrá sublevarse de su convención escenográfica. Porque, podríamos suponer, cada género literario entraña una teoría geológica que lo rige. Así, la geología del realismo sería el uniformismo, propuesto a fines del siglo XVIII por James Hutton y canonizado teóricamente en el siglo XIX por Charles Lyell. De acuerdo con esta doctrina, los cambios planetarios son lentos procesos graduales que duran miles de millones de años, un «tiempo profundo» imperceptible que, para la perspectiva infinitesimal de una vida humana, suspende al ambiente en un ciclo inmutable, de constantes e inalterables ritmos estacionales, como se señala en Time’s Arrow, Time’s Cycle (1987), de Stephen J. Gould.
¿Pero qué ocurre cuando el impacto de la maquinaria capitalista sobre el ambiente es tan extremo que las olas de calor, los incendios, las sequías, las inundaciones y las pandemias desfondan el consenso en una naturaleza predecible y ordenada, y el ambiente, antes detenido en el murmullo inmóvil del fondo mudo, sacude como un terremoto a las figuras humanas del realismo?
La novela realista, y la teoría geológica que la subyace, se desploman, y se tornan obsoletas para dar cuenta de una nueva era geológica en la que el capitalismo se ha vuelto agencia rectora de los procesos planetarios de la Tierra, cuyos efectos sobrevivirán al fin de la humanidad como especie. Porque la novela realista no sólo desplazó al ambiente al decorado, sino que, encorsetada para narrar el tiempo humano (psicológico, onírico, de una vida humana, de una familia o dinastía, diríamos que sus extremos comprenderían desde el Finnegans Wake, que acontece en un sueño, a Cien años de soledad, en poco menos de un siglo) carece de herramientas que puedan abarcar los sedimentos y temporalidades que emergen con el cambio climático, en un arco de lo infinitamente pequeño (el tiempo de un virus) a lo infinitamente grande( el tiempo de un planeta): historias para las que las escalas humanas (años, décadas, siglos) resultan insuficientes, y precisan nuevas unidades de tiempo (eones, períodos o eras) medibles en cientos de millones de años.
La actualidad política de distopías geológicas como Petróleo también emana del hecho de que el cambio climático forma parte de los discursos más mainstream y corporativos actuales. Podríamos pensar como fenómeno antagónico y simultáneo de la distopía geológica la emergencia en Estados Unidos de la ecotopía, un tipo de utopía capitalista cuyo nombre proviene de la novela Ecotopia (1975), de Ernest Callenbach
Y acaso la ciencia ficción, o el terror, géneros en otro tiempo marginados frente a la hegemonía realista, y en los que lo ambiental o las largas temporalidades son tropos convencionales —Last and First Men (1930) de Olaf Stapledon, que transcurre en un lapso de dos mil millones de años, o The Green Brain (1966), de Frank Herbert, sobre una selva inteligente, bien servirían de ejemplos—, interpelan mejor estos procesos geológicos suscitados por el calentamiento climático. Así, en los últimos años, se advierte la emergencia de una subespecie de la ciencia ficción, que podríamos llamar «distopías geológicas», especulaciones sobre un tiempo presente o futuro en el que el ambiente y sus efectos cataclísmicos, a diferencia del realismo y su geología gradualista, ocupan un papel protagónico. Novelas como Plop (2002), de Rafael Pinedo, Habana Undergüater (2010), de Erick J. Mota, La mucama de Omicunlé (2015), de Rita Indiana, El Rey del Agua (2016), de Claudia Aboaf, o Petróleo (2018), del colectivo escénico Piel de Lava, son ejemplos de esta tendencia emergente de novelas latinoamericanas que ponen el acento en el cambio climático como una crisis capitalista que precariza cuerpos y territorios. Y si alguna vez se dijo que era más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, estas narraciones ponen el acento en la supervivencia zombi de dicho sistema económico, cuando el planeta haya sido irreversiblemente devastado. Porque un punto en común de estas nuevas narraciones distópicas que surgen de Latinoamérica es una interpretación fuertemente política de los cambios ambientales, en las que las violencias raciales, coloniales y capitalistas forman parte cardinal del motor que intoxica la Tierra.
A diferencia, quizás, de la tradición anglosajona del cli-fi, la ficción climática, donde la responsabilidad del cambio climático se atribuye en términos abstractos y ahistóricos a la «humanidad» en su conjunto, en las distopías geológicas, al contrario, es justamente la estructura capitalista de extracción y facturación de recursos la que sobresale como centro y agencia del relato. Un ejemplo podría ser la ya mencionada Petróleo (2018), del colectivo artístico Piel de Lava. Esta obra, que se presentó en 2018, se enfoca en los imaginarios de riquezas subterráneas impensadas que desató el descubrimiento en la Patagonia argentina de Vaca Muerta, considerada uno de los reservorios de petróleo y gas no convencional más grandes del mundo (cuya extracción requiere de la inyección de fluidos químicos a alta presión, que contamina de manera masiva aire, suelo y agua en zonas ultra desérticas) y que llevó a Mauricio Macri a afirmar que Argentina sería la nueva Arabia Saudita de Latinoamérica.
Esta obra escenifica la historia de cuatro obreros subcontratados por una multinacional (bajo brutales condiciones laborales, de doce horas diarias y catorce días seguidos, con uno de descanso) que extrae gas y petróleo del desierto patagónico. Si en la novela realista el ambiente era un decorado escenográfico inmóvil, en esta obra teatral el fondo negro como el petróleo se funde con las oscuras tribulaciones de los protagonistas, que temen ser despedidos porque el pozo donde trabajan deja de producir. Estos trabajadores, dentro del precario tráiler de chapa donde duermen, apoyan sus orejas en el suelo para escuchar en qué profundidades subterráneas se encuentran los hidrocarburos que se niegan a salir. Dado que el pozo, como una especie de Bartleby geológico, se resiste a la succión imparable de petróleo y afirma: preferiría no hacerlo. Por más que excaven, en la analogía fálica que propone la obra, el pozo no eyacula ni una gota. «Es como hacerle la paja a un muerto», concluye uno de los personajes. Así, la obra pone en funcionamiento la pregunta: ¿qué ocurre cuando la Naturaleza adquiere agencia, y se niega a ser una fuente ilimitada de recursos? Como una especie de Solaris, el océano inteligente de la novela homónima de Lem, la resistencia del pozo a producir le imbuye una vitalidad enigmática, porque en vez de «eyacular» petróleo emana unos bufidos que parecen provenir de las entrañas de la Tierra, en un viaje vertical hacia la sintaxis del tiempo planetario. Así, en su sublevación improductiva, el pozo no libera recursos, pero brama unos ruidos cataclísmicos, de los que se reconocen las voces de obreros anarquistas muertos en el siglo XX, de indígenas exterminados durante la Conquista de América, de la corriente de los ríos contaminados por efecto del fracking, y otros sonidos de otras violencias ininteligibles, acaso olvidadas o perdidas en los lentos sedimentos de los suelos. En el libro Between Gaia and Ground (2021), la antropóloga Elizabeth Povinelli propone que la temporalidad del capitalismo no es cronológica sino sincrónica, ya que las injusticias ambientales y coloniales que lo fundan, al no haber sido nunca reparadas, se repiten en cada hecho de violencia. Así, la agresión química a la que es sometida el pozo lo impele a proferir aullidos de un «tiempo profundo» de violencias ancestrales con ecos pasados, presentes y futuros. Un tronar de anacronismos simultáneos que parece al mismo tiempo un grito y un terremoto, y que hace preguntarse a los obreros: ¿está vivo el pozo?, ¿puede una formación geológica hablar, cantar, rebelarse y decir «no»? Si, como diría Spinoza, nadie sabe lo que puede un cuerpo, mucho menos lo que puede un pozo. Porque la negativa de estas fauces geológicas a producir contagia su rebelión a los obreros, quienes, al principio, pese a las condiciones precarizantes del trabajo, se comprometían con los discursos motivacionales de la empresa, pero que descubren de manera iniciática en los aullidos del pozo el sinsentido de regalar sus energías a una corporación. De esta manera, en una especie de alianza entre cuerpos y territorios, entre el pozo y los obreros, estos abandonan el trabajo, desactivan las máquinas y se dedican a derrochar su energía como el pozo derrocha sus gritos, en una suerte de culto al ocio que remite al panfleto anarquista El derecho a la pereza de Paul Lafargue, que extiende su invectiva anti productivista no solo a humanos sino también a los ambientes explotados.
La actualidad política de distopías geológicas como Petróleo también emana del hecho de que el cambio climático forma parte de los discursos más mainstream y corporativos actuales. Podríamos pensar como fenómeno antagónico y simultáneo de la distopía geológica la emergencia en Estados Unidos de la ecotopía, un tipo de utopía capitalista cuyo nombre proviene de la novela Ecotopia (1975), de Ernest Callenbach. En esta novela fundacional de ciencia ficción ecológica, se narra la historia de Ecotopia, una comunidad antiestatal que se independiza de Estados Unidos y que se extiende por Oregón, Washington y el norte de California, con capital en San Francisco. Este nuevo país es una especie de tecnoutopía anarcocapitalista y ecologista, cuyos preceptos son la total libertad del individuo y el respeto de la Naturaleza a través de tecnologías que no emiten gases contaminantes. Un fresco que anticipa al pie de la letra el ethos californiano que predican las empresas de Silicon Valley, y que encarnan personajes como Elon Musk o Jeff Bezos, gurúes de un «capitalismo verde» que presuntamente solucionará los problemas de la Tierra con las mismas herramientas que lo devastaron.
Porque el procedimiento central de la ecotopía es omitir las condiciones de producción de las supuestas tecnologías verdes que salvarán al mundo, y que sólo son posibles a costa de exportar al Sur Global las consecuencias socioambientales de su fabricación. Un ejemplo es nuevamente Musk, y su compañía de autos eléctricos, Tesla. Si bien esta marca se jacta de que sus vehículos no emiten carbono, la extracción del litio que precisan sus baterías es altamente contaminante, ya que depende del consumo de 2,2 millones de litros de agua potable por cada tonelada de mineral, que justamente se extrae de zonas desérticas con déficit hídrico en Bolivia, Chile, Argentina, Australia y China.
Así, en un tiempo en que el capitalismo fabrica ecotopías como única narrativa salvadora posible del «fin del mundo» que el mismo sistema propició, cimentadas en la fantasía de tecnologías verdes cuya manufacturación se realiza mediante la continuación de métodos de extracción que perpetúan la toxicidad en el Sur Global, las distopías geológicas reponen el contexto de estas violencias y las ponen a funcionar en fábulas donde la agencia del ambiente es central para imaginar nuevos futuros anticapitalistas.