POR LUISGÉ MARTÍN

«El cuerpo no es un buen lugar para vivir», me dijo una vez Marta Sanz con su gusto por el callejón sin salida mordaz. Es cierto. El cuerpo no es buen sitio: está lleno de intemperancias y necesidades caprichosas —sobre todo eróticas—, se deja afligir por la enfermedad a menudo, e incluso el más glorioso de todos envejece, se corrompe y va llenándose de gusanos.

Seguimos sintiendo que hay una dualidad, que nosotros somos sobre todo espíritu —llamémoslo así para entendernos, nada más—, que nuestro pensamiento, nuestras ideas, nuestro deseo o nuestras emociones tienen una entidad superior. Incluso los más materialistas tienen una fe inconsciente en esa dualidad.

En mi ensayo El mundo feliz dediqué algunas páginas a reflexionar sobre ese espíritu sin cuerpo que dibujan algunos tecnocientíficos. Si realmente pudiéramos conectar nuestro cerebro a una especie de hardware, nuestro cuerpo moriría, pero nosotros podríamos seguir viviendo en la realidad virtual, en el metaverso, compartiendo todavía dentro de mil años nuestras pasiones o incluso nuestras fornicaciones con personas diversas. El episodio de Black mirror «San Junípero» fantaseaba con esa posibilidad. Había tacto, había olores, había saliva, pero todo era creado por un programa, como en Matrix.

La ciencia nos da otras alternativas. La biogenética y la biotecnología, con la reproducción de órganos a través de la impresión 3D, por ejemplo, nos ofrecen la posibilidad de soñar con cuerpos falsos, restaurados, manufacturados, que sostengan nuestro espíritu. O incluso que lo modifiquen a voluntad: la ciencia ficción —Rosa Montero y su Bruna Husky, entre otros— ha hablado ya sugestivamente de la modificación o la creación de recuerdos; es decir, de la alteración de la biografía de las personas y por lo tanto de sus sentimientos.

Soy libidinoso e hipocondríaco y tengo miedo a la muerte. De modo que el cuerpo y sus fragilidades han estado siempre en el centro de mi literatura, incluso cuando yo aún no lo sabía. Sobre todo, los asuntos que tienen que ver con la sexualidad, con el deseo y con el erotismo, que, por razones biográficas, se metieron en mis libros desde el primer momento

Soy libidinoso e hipocondríaco y tengo miedo a la muerte. De modo que el cuerpo y sus fragilidades han estado siempre en el centro de mi literatura, incluso cuando yo aún no lo sabía. Sobre todo, los asuntos que tienen que ver con la sexualidad, con el deseo y con el erotismo, que, por razones biográficas, se metieron en mis libros desde el primer momento.

La muerte en Venecia, de Thomas Mann, fue un libro fundamental para mí: no como modelo, sino como contramodelo; para oponerme a él, para repudiarlo. Yo era aún joven cuando lo leí, y la juventud siempre es iconoclasta (o mitificadora). Pero andados los años, desde la madurez, hay algo de mi censura a La muerte en Venecia que sostengo enfáticamente todavía: la sublimación del erotismo, de la sexualidad, es la causa más probable de las insatisfacciones sexuales —vitales y literarias— que nunca acaban de marcharse. No queremos reconocer el deseo. No nos atrevemos a aceptar la animalidad simple. Y por lo tanto lo contaminamos todo de religiosidad, de transcendencia y de misticismo de cualquier clase.

La historia de Gustav von Aschenbach es la historia de un hombre maduro, viejo, que quería follarse a un chaval impúber. Pero Mann —y en buena medida Visconti, en la película— lo disfrazan de expresión artística, de exaltación de la belleza (o más bien de la Belleza, con grandes mayúsculas). Es posible que solo fuera, como sostienen algunos (Colm Tóibin en su biografía novelada de Mann, El Mago, por ejemplo), un disfraz social, ante la imposibilidad de hablar del deseo homosexual directamente. Pero el hecho es que todos esos disfraces, a lo largo de la historia literaria, han ido creando la idea de que el cuerpo es solo una especie de güija que conecta con el más allá, con lo extrasensorial. Es decir, lo mismo que sostienen quienes creen que la sexualidad debe ser santificada porque es únicamente un instrumento de procreación.

En mi segunda novela, con la soberbia que caracteriza a la juventud, me propuse enmendarle la plana a Thomas Mann (que en cualquier caso no es un autor que me resulte especialmente atractivo). Retomé su personaje de La muerte en Venecia, Tadzio, y le hice volver a la ciudad muchos años después, ya viejo, para morir. Allí se enamoraba de otro muchacho, como Aschenbach se había enamorado de él. Pero mi empeño era quitarle el disfraz místico por completo: Tadzio no se encontraba con la Belleza, sino con un chico guapo de carne y hueso con el que quería compartir la cama y la corta vida que le quedaba por vivir.

La reivindicación de la belleza física —puramente física, y por lo tanto erótica— ha estado durante toda la historia de la literatura bastante ausente, y sigue estándolo. Que La Celestina nos siga pareciendo una obra moderna es una prueba de ello. La opinión social contribuye a que esto siga siendo así, porque el puritanismo no acaba de irse nunca, es una de esas rémoras que sobreviven a todos los cambios sociales históricos. Todavía hoy mismo, en 2022, defender que el cuerpo es un objeto —o al menos que puede serlo a ratos— es considerado una monstruosidad moral o ideológica. Y la literatura paga ese lastre.

Un síntoma: la literatura erótica española o latinoamericana de las últimas décadas, con muy pocas excepciones, ha sido subliteratura, libros de entretenimiento en los que el romanticismo y el deseo sexual se entrelazaban con una consistencia fragilísima, como ocurrió en la literatura internacional con 50 sombras de Grey. Sexo, lujo y pasión. Tal vez desde Las edades de Lulú no haya habido en español una obra mayor que, tomando la sexualidad como motor, haya sabido elevarse.

El mundo LGTBI, por razones obvias, sigue siendo un campo de experimentación y de avance. En estos tiempos, la literatura trans, todavía escasa, abre algunas de las puertas más interesantes —en todos los sentidos— respecto al cuerpo. Reina, de Elizabeth Duval, y sobre todo Solo los valientes, de Alejandro Albán, le quitan todos los disfraces a la vivencia trans y ofrecen las claves no solo existenciales, sino también sexuales, de la experiencia de vivir en un cuerpo en mutación.

El debate sobre el sexo y el género —uno de los más enconados de la actualidad— olvida a menudo que detrás de los argumentos ontológicos y metafísicos hay siempre cuerpos reales. Aunque sería teóricamente posible que las feministas transexcluyentes tuvieran razón al decir que no existe el género (la biología y la neurociencia parecen apuntar cada vez más a que sí existe, aunque no tenga que ver nada con los estereotipos azules y rosas), lo cierto es que las personas reales seguimos viviendo hoy como si existiera. Acabemos antes con el género socialmente, si fuera posible, y no con el género de los individuos concretos. Es decir, no utilicemos a las personas como arietes de transformación, porque las personas tienen deseos reales, instintos reales y emociones reales.

La sexualidad, trágicamente, ha sido siempre el campo de batalla de la moral. Podrían haberlo sido con más lógica la honestidad o la honradez mercantil, por ejemplo, pero fue la sexualidad. Quizá porque es más fácil conectarla con algo transcendente, con la idea de Dios. Por eso la infidelidad es socialmente mucho más grave que la deslealtad o que la desidia. Un marido o una esposa están autorizados a ocultar secretos o a desentenderse de su cónyuge, pero no a traicionarle sexualmente. Este asunto me fascina desde hace años, y por eso acabé escribiendo Cien noches, la que hasta el día de hoy es mi última novela.

¿Por qué le concedemos al cuerpo —a sus instintos, a sus deseos— la capacidad metonímica de representar todo lo que somos? Es cierto que solo somos un cuerpo, desde el punto de vista más materialista, que comparto en este caso. Pero también es cierto que no es al cuerpo al que le atribuimos los deseos de leer, de ver arte, de reflexionar sobre la muerte (paradójicamente) o incluso de gozar con los paisajes de la naturaleza. Todo eso puede pertenecernos en exclusiva y podemos compartirlo con cualquiera sin traicionar nuestro amor. Sin embargo, el cuerpo sexual, los miembros —genitales o no— deben ser consagrados en exclusiva a alguien.

A menudo leemos novelas y cuentos que parecen hablar de los sentimientos, pero que en realidad hablan del cuerpo y de su sexualidad. Y al revés (o casi): libros que pretenden trascender la sexualidad hablando de ella son tomados como libros de género. Yo he sido calificado en muchas ocasiones de novelista erótico, cuando jamás lo he sido. La literatura erótica —aunque todas las taxonomías pueden revisarse— trata de excitar al lector, de proporcionarle un placer derivado de sus sentidos; la literatura de sexo o con sexo trata de abordar todos los conflictos humanos en los que este está implicado. Que son muchos más de los que se suelen reconocer.

Sara Mesa es una de las autoras que ha conseguido cambiar la forma de aproximarse a todo. También a la sexualidad, al cuerpo. Tanto en Cicatriz como en Un amor, sobre todo, crea estados sexuales literarios de una intensidad perturbadora. Convierte los cuerpos en objetos, en mercancía con la que se negocia no de una forma mercantil, como en la prostitución, sino casi existencialmente. Ese modo de mirar al cuerpo está a contracorriente de los tiempos, que suelen empeñarse en acercarse a él con una mirada religiosa o trascendente, como ya he señalado.

Junto a los autores LGTBI, las mujeres son las que están abriendo los caminos de reescritura del cuerpo más interesantes. El cuerpo femenino, hasta hace muy poco, no existió literariamente, y hoy sigue marcado por la violencia más que por el deseo. En la última novela de Lara Moreno, La ciudad, hay un episodio —varios, en realidad, pero uno más explícitamente sexual— en el que el deseo de la protagonista principal y la sumisión de ese deseo al placer de su pareja derrumban cualquier paisaje de normalidad.

Junto a los autores LGTBI, las mujeres son las que están abriendo los caminos de reescritura del cuerpo más interesantes. El cuerpo femenino, hasta hace muy poco, no existió literariamente, y hoy sigue marcado por la violencia más que por el deseo

En 2022, la sexualidad sigue siendo todavía una marca de desigualdad y un síntoma de los desequilibrios psíquicos y emocionales de los seres humanos. Aquellas ilusiones de avance imparable que se abrieron en los años 60 se han ido esfumando poco a poco, a pesar de los indudables progresos que se han producido. Los cuerpos siguen estando llenos de tabús. No solo los cuerpos que no son normativos —el sexo de los gordos, de los ancianos o de los discapacitados sigue estando bastante ausente de la literatura; no tanto del cine—, sino cualquier tipo de cuerpo.

En los últimos años he continuado mis investigaciones sobre el sexo heterodoxo de un modo menos intuitivo y más documental, a través de lecturas, de papers universitarios y de indagaciones periodísticas directas. El resultado fue el ensayo ¿Soy yo normal? Filias y parafilias sexuales. En la literatura española hay también una escasez clamorosa de este tipo de libros. La mayoría de los publicados —de gran calidad, por otra parte— se centran en aspectos médicos o psicológicos, pero no entran en la reflexión social sobre la sexualidad.

Gracias a la escritura de este libro pude ratificar la mayoría de las ideas que había ido intuyendo en mis libros anteriores sobre la sexualidad: los prejuicios y los miedos interiores derivados de ellos limitan dramáticamente la vida espiritual del cuerpo.

A mi juicio, la sexualidad forma parte de la estructura más profunda de la personalidad humana y configura incluso algunas corrientes de la Historia.

Hace algunos años comencé un proyecto narrativo —retrasado por la falta de tiempo— que trata de repasar algunos de los grandes conflictos históricos del siglo pasado. Hace algunos meses, leyendo las anotaciones que había tomado, me di cuenta de una peculiaridad: me había acercado a esos conflictos a través del deseo, del cuerpo, de la belleza y de la divergencia sexual. No era un acercamiento deliberado, sin una especie de instinto que me lleva casi obsesivamente a mirar siempre desde ese ángulo. El horror de los jemeres rojos, la Primera Guerra Mundial, la revolución cubana o el genocidio de Ruanda son episodios de una complejidad gigantesca en términos políticos, históricos y sociales. Acercarse a ellos a través de lo íntimo, de la sexualidad y del deseo, no deja de ser una anormalidad literaria, pero, como siempre se ha dicho, la obstinación es también un rasgo de estilo.

Estoy convencido, en todo caso, de que ni mi obsesión ni diez obsesiones semejantes servirían para equilibrar el abandono o el silencio literario en el que siguen escondidos los cuerpos de carne y hueso, los genitales, los pezones, los anos, los dos metros cuadrados de piel que tiene aproximadamente cada adulto. Dos metros cuadrados que cubren carne, músculos y vísceras, pero que en literatura sobre todo siguen envolviendo esa cosa extraña a la que llamamos alma.