POR SANTOS SANZ VILLANUEVA
Estatua a Pío Baroja en La Cuesta de Moyano de Madrid. Fuente: Wikimedia Commons

En la misma fecha inaugural de la pasada centuria daba inicio Pío Baroja, con los cuentos Vidas sombrías, a un largo proceso de rectificación y demolición de la novela decimonónica. Se había acabado la fe en el efecto socialmente transformador de la ciencia positiva, el que le llevaba a Pérez Galdós a sanar la ceguera del protagonista de Marianela gracias al progreso quirúrgico, lo cual servía también para mostrar la mala condición moral de cierta burguesía. Baroja traía nuevos aires de pesimismo y nihilismo. No estaba solo, claro, don Pío en el empeño. Se sumaba, a su aire, a otros cambios de época. El ventarrón espiritualista finisecular procedente de algunos autores rusos había hecho mella en el mismo Galdós. Se reflejaba en la bondadosa Benina de Misericordia o en el idealista y místico padre Nazario de Nazarín, tan llamativo en un escritor que tanto había fustigado la intolerancia y el extremismo de los curas.

Los primeros lustros del pasado siglo fueron un territorio de cambios generalizados en la novela bajo el coincidente propósito de arrumbar el realismo convencional hegemónico en los dos o tres decenios precedentes. Fuera de nuestras fronteras se impondría el modernism narrativo, la nueva estética representada por Joyce, Proust, Kafka, Gide… En la península, se plantearon reformas y refutaciones que a veces se inspiraban en la agresividad, visible en los conocidos denuestos de Valle Inclán, el don Benito el garbancero o la acusación al más universal de nuestros escritores de entonces, Blasco Ibáñez, de ser un escritor «palabrero», ilegible, «una desdicha literaria». Otras veces se basaban en la perentoria búsqueda de modernidad: la que encarnan el mismo Valle (hoy apreciado como miembro de ese modernismo internacional), Azorín y su reconocimiento de un género inmaduro («Dista mucho, dista mucho de haber llegado a su perfección la novela» alecciona el maestro Yuste en La voluntad), el inconformismo formal de Unamuno, liado en sus privadas obsesiones trascendentes que le llevan a fundar su propio género, la nivola, después de predicar la ausencia de plan en la novela y de divagar sobre novelas vivíparas, las que él defendía, y ovíparas; el personalismo egocéntrico del precoz Gómez de la Serna («La novela será autobiográfica o no será», profetizó en Ismos). En fin, un pandemonio de formas en pacífica convivencia que muy pronto, en 1903, el joven Ramón Pérez de Ayala describe en un texto de Pequeños ensayos como una especie de caos: «No hay una novela concebida específicamente y que predomine como escuela de moda sobre todas las demás; hay una novela in genere que cada cual entiende a su modo».

En este tablero de un «individualismo atómico», en expresión del mismo Pérez de Ayala, emplaza Baroja sus obras, que aparecen a buen ritmo y que va haciendo de forma intuitiva, atento a su instinto y no a formulaciones teóricas, aunque no por ello sin someterlas a reflexión, si bien negaba que tuviera dotes para ello. En el primer decenio del siglo ya ha sacado a luz sus trilogías «Tierra vasca» (más tarde incrementada con un cuarto título), «La vida fantástica», «La lucha por la vida» y «El pasado». «La raza» cabalga en el paso a los años diez, en los que se suceden «Las ciudades» o «El mar». Todos esos títulos tienen la impronta de una fuerte personalidad en un mundo temático variado que va del testimonio social a la densidad especulativa, pasando por la mística celebratoria de la acción y de la voluntad y por la vivaz estampa contemporánea que le permitió afirmar con razón que quien conociese sus novelas notaría que «casi todos los acontecimientos importantes de hace quince o veinte años aparecen» en ellas.

La personalidad de su obra y su alcance literario histórico no residen tanto, sin embargo, en esas particulares preocupaciones como en la peculiaridad de un modo de narrar que se eleva por encima de la quiebra de la escuela naturalista. Retrato vigoroso de las inquietudes de una época, comunicabilidad directa con el lector y antirretoricismo radical son los timbres básicos de la novedad narrativa barojiana. Que defendió a capa y espada frente a quienes dudaban del porvenir de la novela y predicaban una prosa minoritaria. José Ortega y Gasset aseguraba con escasas dotes proféticas en los años veinte, en Ideas sobre la novela, que el género se había agotado por falta de nuevos asuntos y veía como alternativa la prosa artística. Ese tipo de relato corría el riesgo de convertirse en una excluyente dictadura estética por la influencia en los minoritarios círculos intelectuales tanto de Revista de Occidente como de su editorial, que los recogía en la colección «Nova novorum». El asunto llegó a cierto extremismo. Cuenta Manuel Azaña en sus Diarios el encuentro con un apesadumbrado Juan Chabás, uno de aquellos mozos del arte deshumanizado: le habían rechazado en la editorial de Ortega una novela porque no tenía bastantes metáforas. Azaña, despectivo, apostilla «hay que ser tontos» (cito de memoria).

Lo contrario a este arte de vanguardia hacía Baroja, quien respondió de inmediato al filósofo en el prólogo, del todo independiente de la novela, de La nave de los locos. En réplica también al despotismo argumental, al requisito del realismo decimonónico de contar una historia sólida y bien trabada, Baroja rehúye la trama anecdótica tradicional, aunque en muchas mantenga un hilo argumental. Sus novelas prefieren captar el movimiento de la vida, imprevisible y azaroso. Movimiento también dependiente de lo incógnito. En «La lucha por la vida», el enigmático Roberto Hasting, de quien nada se nos aclara, salvo su cualidad de apóstol del hombre de acción, se convierte en el guía vital del protagonista, Manuel Alcázar. Sin el fortuito encuentro de ambos, la vida de Manuel habría sido otra por completo diferente. Por eso don Pío hilvana en sus libros escenas un tanto sueltas y le imprime a la historia un ritmo cambiante. Si la vida no tiene argumento, pues su desarrollo es aleatorio y nadie sabe qué ha de pasarle, un reflejo realista deberá captar esa verdad existencial. Incluso presentando solo fragmentos o situaciones inconexas que muestran el caos de la vida.

Se le ha tenido por un escritor sin estilo. No hay tal cosa sino la aplicación de un criterio esencial: para él el estilo no es más que la sinceridad del escritor. Esa expresión espontánea y sencilla, abrupta y escueta, breve y concisa, con anacolutos e incorrecciones académicos

Al servicio de estas ideas pone Baroja los personajes, lejanos también de los caracteres bien definidos y psicológicamente complejos de la narrativa del ochocientos. Don Pío no persigue el carácter fuerte, la personalidad poderosa. Prefiere el retrato esquemático, sobre todo en la nutrida tropa de individuos secundarios, los que se mueven alrededor de un protagonista tampoco muy perfilado, todos construidos a base de impresiones superficiales, con apuntes de tipos vistos desde fuera, observados en las cantinas, en las plazas, en los arrabales, en el mar… Y, además, sometidos al displicente juicio condenatorio del autor. Todo el mundo es malo para Baroja. Lo son los humanos en general: «En todas partes el hombre en su estado natural es un canalla, idiota y egoísta», escribe en El árbol de la ciencia. Porque, como piensa Manuel Alcázar en La busca, «todos los móviles de la vida son egoístas y bajos». Malos los hombres, malas las mujeres, malos españoles y extranjeros… Pocos se salvaban. Los traperos, cuya vida independiente y libre le despertaba simpatía. Su gente, los vascos, en quienes veía la encarnación del espíritu aventurero y emprendedor.

Tal negativo dictamen no era resultado de las acciones de los personajes. Él mismo, el propio Baroja, los sentenciaba sin piedad. Véanse estas caracterizaciones y el léxico descalificatorio empleado de Mala hierba: Jóvenes de «mordacidad venenosa»; «eran casi todos ellos de malos instintos y de aviesa intención»; «un hombre feo [con] una cabeza de chino, sucio y enfermo»; «un pajarraco de mala catadura», «vanidoso y petulante»; «una mujer más que vulgar, bestial. Había en su aspecto algo lúbrico, inquietante y amenazador»; «un gallegote […] de aspecto cerril», «feroz»; «dos hermanas muy golfas, muy zarrapastrosas, pintadas, chillonas, embusteras, liosas, pero alegres como cabras»; «estaba la pobre raquítica como un esqueleto», «una golfa indecente»; «[ni) un infame ni un canalla pero sí un desgraciado, un pobre imbécil, sin talento ni energía»; «era la chica fea de veras»; «una fila de golfos andrajosos»; «era gente astrosa […], muertos de hambre, de facha repulsiva», «mujeres sucias, desgreñadas, haraposas».

Percibió bien el narrador y ensayista Benjamín Jarnés la esencia del arte de don Pío y lo resumió con la expresiva etiqueta que utilizó en el artículo «Baroja y sus desfiles». Desde una máxima distancia artística, decía el joven discípulo de Ortega: «Porque todos los libros de Baroja son, ante todo, un desfile. Un desfile de ideas, de anécdotas, de tipos, de individuos». Baroja «dirige» los desfiles, también, en efecto, el de las ideas. El autor las manifiesta de forma directa, con palmaria injerencia suya en el texto, y con el ánimo de difundir opiniones para él irrefutables. Con ello consumaba otra máxima transgresión de la vulgata novelesca del XIX. Tras muchos esfuerzos, los novelistas del realismo decimonónico habían conquistado el objetivismo e implantado la imparcialidad del narrador. A veces se les escapaba una intromisión, con cierta frecuencia a Pérez Galdós, pero intentaban evitar el sermón explícito. El autor se ocultaba y fiaba el relato a un narrador distanciado. Baroja rompe esa presunta neutralidad y aparece su voz indisimulada, coloca sus opiniones y creencias. Casi, podríamos decir más en serio que en broma, nos regaña a los lectores. Ello, el estar «siempre presente en sus protagonistas», y, añadamos, en las anécdotas, se debía, dice Max Aub en su Manual de literatura española, a que «no dudó nunca de estar en posesión de la verdad». De ahí que el lector se sienta más que interpelado, agredido por el centón de opiniones que suelta el autor y que éste termine por resultarle antipático.

Remata el personal arte barojiano de la novela el estilo, una de las grandes revoluciones de la prosa literaria española en radical ruptura con la retórica verbal precedente. Ello procede de una personal apreciación de la vida de la lengua. «El idioma —afirmaba Baroja— es como un río que toma de aquí y de allá grandes corrientes». En esas aguas revueltas bebe el estilo barojiano, al que se le ha reprochado descuido y pobreza. Se le ha tenido por un escritor sin estilo. No hay tal cosa sino la aplicación de un criterio esencial: para él el estilo no es más que la sinceridad del escritor. Esa expresión espontánea y sencilla, abrupta y escueta, breve y concisa, con anacolutos e incorrecciones académicos, la justificaba en unas conocidas reflexiones del primer tomo de sus memorias, «Desde la última vuelta del camino»: «Yo, como todo escritor que quiere mejorar su obra, he probado varias veces a emplear el adorno conocido por todos. He hecho el ensayo, he suprimido “ques”, he quitado gerundios, he perseguido los asonantes, he puesto donde había escrito “había nacido” “naciera”, y al final no he hecho más que comprobar que esa especie de perfección no es perfección sino habilidad colectiva y mostrenca, no vale nada». Baroja le dio la puntilla a la oratoria de la novela realista.

Supuso para la generación del medio siglo, como apreciaba Juan Goytisolo, el maestro vivo que sirvió para establecer un puente con la tradición prohibida por la dictadura. No tuvieron los llamados niños de la guerra otros enlaces válidos

A la altura de los años treinta, a punto de consumar Memorias de un hombre de acción, la larga saga histórica protagonizada por su pariente el conspirador liberal Eugenio de Aviraneta, la obra de Baroja, ya sexagenario, había perdido frescura y novedad. Sus asuntos y su forma resultaban previsibles. Aún escribiría mucho más hasta la cercanía de su muerte en 1956. Pero la antigua virulencia llegaba a aflojarse en un vacío derrotismo: de don Adrián, El caballero de Erláiz, armador vasco e impenitente aventurero, solo queda un retrato arrumbado en el Rastro madrileño con una lapidaria leyenda, Vita somnium breve.

Llegada la posguerra, no dejaría, sin embargo, la narrativa de Baroja de cumplir un notable papel. Supuso para la generación del medio siglo, como apreciaba Juan Goytisolo, el maestro vivo que sirvió para establecer un puente con la tradición prohibida por la dictadura. No tuvieron los llamados niños de la guerra otros enlaces válidos. No lo fueron los del 98 no hacía mucho fallecidos: un Valle-Inclán entonces incomprendido, un Unamuno demasiado encerrado en sus cuitas religiosas. Tampoco un menguado Azorín, en exceso complaciente con el Régimen. Y fuera, en el exilio, estaba la mayor parte de la promoción siguiente, tanto los vanguardistas como los revolucionarios.

Una resaca de barojismo narrativo, de realismo neonaturalista, se extendió tras la guerra civil. Pero a la literatura de don Pío hay que añadir el referente que supuso su figura y personalidad. Contó con admiradores tan señalados y consabidos como Hemingway y Cela. La visita a su tertulia madrileña se convirtió en un ritual obligado entre los escritores recientes: Cela, Delibes, Benet, Aldecoa, Caballero Bonald, Martín-Santos… pasaron por allí. El personaje se convirtió en símbolo de la independencia y de la libertad contra la dictadura del nacionalcatolicismo. Aparte admiraciones personales, el realismo, la voluntad de denuncia, el testimonio viajero, el fondo regeneracionista y la despreocupación formal de la promoción de los 50 avalaban la escritura barojiana. Un cambio estético, el de la modernidad del decenio siguiente, la rechazó, haciendo hincapié en el estilo pedestre del vasco que fustigaba Francisco Umbral. No fue una sentencia definitiva. Ha resurgido con vigor la concepción barojiana de la novela, esa idea de un cajón de sastre que exponía en 1924: «La novela, hoy por hoy, es un género multiforme, proteico, en formación, en fermentación; lo abarca todo: el libro filosófico, el libro psicológico, la aventura, la utopía, lo épico; todo absolutamente todo». Escritas estas palabras hace un siglo, describen por dónde anda la narrativa en castellano una centuria después. Las suscribirían los jóvenes treintañeros. De ahí que el arte barojiano de la novela siga siendo un referente para nuestros narradores.

Ediciones de Caro Raggio de ‘La busca’, ‘Mala hierba’ y ‘Aurora roja’.