POR  HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

En agosto de 1521, después de un sitio sangriento de tres meses, la ciudad de México-Tenochtitlan cae en poder de los españoles comandados por Hernán Cortés (con el apoyo de cientos de miles de indígenas tlaxcaltecas, tetzcocanos y de otras etnias enemigas de los aztecas). Cincuenta y cinco años más tarde, en agosto de 1576, una terrible pestilencia –la tercera más grave desde la llegada de los españoles– está devastando a los naturales del valle del Anáhuac. En poco más de medio siglo el Imperio español ha logrado consolidar en tierra firme su colonia más próspera y prometedora de Indias: la Nueva España. Para esa fecha puede decirse que la larga mano de Felipe II ha afianzado su dominio al otro lado del Atlántico y está recibiendo los grandes cargamentos de plata con que sus predecesores (los reyes católicos y Carlos V) apenas soñaban. Al fin el Nuevo Mundo empezaba a dar a España los beneficios incalculables que Colón había prometido ochenta años antes. En este año de la peste que nos interesa, el virrey Martín Enríquez de Almansa envía a España la mayor cantidad de plata producida hasta ese momento por sus minas en Indias: 1111 pesos.

En 1576, según diversos estudios, la población no indígena del valle del Anáhuac estaba compuesta por unos nueve mil quinientos blancos (entre españoles y criollos, es decir, hijos de conquistadores y colonos nacidos ya en América), cerca de once mil esclavos negros y más de tres mil entre mestizos, mulatos y zambos. Se suele ver en estas precisas clasificaciones raciales de la colonia un signo de racismo –y sin duda lo es–, pero esa obsesión taxonómica se usaba también porque recibir al nacer un apelativo u otro tenía consecuencias prácticas que cambiaban radicalmente la vida.

Según las Leyes Nuevas, promulgadas por Carlos V en 1540 bajo la influencia del padre Bartolomé de las Casas, los naturales (indios) no podían ser esclavizados; y tampoco los mulatos (hijos de blanco y negra) ni los zambos (hijos de negro e india) y mucho menos los mestizos (hijos de blanco e india). La clasificación servía, pues, en primera instancia, para saber quiénes nacían libres y quiénes esclavos. Y, si los negros preferían ayuntarse con las indias y sufrían que las negras lo hicieran con los blancos, era porque así sus hijos e hijas nacerían libres. Para el virrey Enríquez de Almansa (en Leonard, 1953, p. 159) estos nacidos de mezclas de negros con blancos e indios eran un problema porque, según él, se «inclinaban a la pereza, al ocio y al vicio antes que a cualquier ocupación útil», y por tal motivo solicitaba al rey Felipe II «una inmediata disposición declarando que tales hijos nacerían esclavos».

Naturalmente todos estos términos tenían también un uso peyorativo, de discriminación evidente en la estratificación social colonial, pero lo que hace interesante y peculiar a la colonización española de América (en contraste con las colonias inglesas en el Caribe –Jamaica–, en América del Norte y más tarde en Australia y Oceanía) es que la mezcla racial, el mestizaje, en Iberoamérica no fue la excepción, sino lo habitual y corriente. Si las costumbres inglesas, e incluso su legislación explícitamente prohibitiva, veían como un tabú y algo repugnante las mezclas raciales, los conquistadores y colonos españoles no desdeñaron nunca el comercio sexual con las nativas americanas. Además, en las narraciones de la conquista, se nota claramente que una de las estrategias de poder de los jefes indígenas consistía en hacer pactos y alianzas matrimoniales con las fuerzas adversarias invasoras que consideraban bélicamente superiores.

En cada derrota militar reconocida por los indígenas, en el momento de hacer las paces, lo primero que ofrecen los principales de cada sitio, además de tejidos, piedras preciosas y objetos de oro, es muchachas. Cuando la alianza buscada no es definitiva, sino táctica, ofrecen esclavas propias; pero si el pacto que se busca es más profundo y duradero, ofrecen incluso a sus propias hijas y sobrinas, como una forma de sellar los acuerdos. Y las tropas de Cortés aceptan esos «regalos» con mucha felicidad y se reparten las doncellas de la misma forma en que se reparten las mantas de algodón o los amuletos de oro. Hasta hay disputas por la repartición de las chicas, y críticas a Cortés por quedarse con las más jóvenes y bonitas o por favorecer con estas solo a sus capitanes más consentidos. Bernal Díaz del Castillo, en su fascinante narración de la conquista de México, vuelve una y otra vez sobre este punto. Al respecto conviene citar lo ofrecido a Cortés por los caciques tlaxcaltecas después de su derrota: «Otro día vinieron los mismos caciques viejos, y trujeron cinco indias hermosas, doncellas y mozas, y para ser indias eran de buen parecer y bien ataviadas, y traían para cada india otra moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques, y dijo Xicotenga a Cortés: “Malinche, esta es mi hija, y no ha sido casada, que es doncella; tomadla para vos”; la cual le dio por la mano, y las demás que las diese a los capitanes; y Cortés se lo agradeció, y con buen semblante que mostró dijo que él las recibía y tomaba por suyas» (Díaz del Castillo, 1971, p. 221).

Esta práctica, señalada por varios cronistas peninsulares, es confirmada por fuentes indígenas: «[Los tlaxcaltecas] los condujeron, los llevaron, los fueron guiando. Los fueron a dejar, los hicieron entrar en la casa real. Mucho los honraron, les proporcionaron todo lo que era menester, con ellos estuvieron en unión y luego les dieron sus hijas» (AA. VV., 1959, p. 50).

De las mujeres entregadas en prenda de derrota por los indígenas vencidos, una de las primeras, y la más famosa sin duda, es Malintzin. Cortés, que la tomaba o daba a otros según sus humores, tuvo un hijo con ella: un mestizo de vida accidentada de nombre Martín Cortés Malintzin. De su madre dice Bernal Díaz del Castillo (1971, p. 108) que «fue tan excelente mujer y buena lengua, que a esta causa la traía siempre Cortés consigo». Los cronistas de la época coinciden en que sin el apoyo de Malintzin, o Malinche (doña Marina para los españoles), esta indígena elocuente, hermosa y políglota, la conquista de México habría sido muchísimo más larga y difícil. Esta Malintzin, conviene recordárselo a quienes la consideran una vulgar traidora, había nacido de caciques de los pueblos de Painala y Guacaculco, pero su madre –al enviudar, volver a casarse y tener un hijo varón– la había entregado como esclava a una tribu de otra etnia, los xicalango, que a su vez la entregaron a los de Tabasco. Y al haber nacido en una población limítrofe entre la población de lengua náhuatl, y haber sido entregada a tribus de lenguas derivadas del maya, y haber crecido entre indígenas de dos idiomas distintos, cuando la Malinche es cedida a los hombres de Cortés era ya bilingüe. Así lo dice Bernal Díaz del Castillo (1971, p. 108): «Sabía la lengua de Guacaculco, que es la propia de México, y sabía la de Yucatán y Tabasco, que es toda una». Quizá por esto mismo demostró desde el primer momento un talento especial para hacerse entender, y una curiosidad muy viva para aprender rápidamente también el castellano.

Como dice Tzvetan Todorov (1984, p. 124): «La Malinche es el primer ejemplo, y por lo tanto el símbolo, de la hibridación de las culturas; como tal ella preanuncia el moderno Estado mexicano y, más allá de este, anticipa una condición que es hoy común a todos, ya que, aunque no siempre seamos bilingües, todos somos partícipes inevitablemente de dos o tres culturas. La Malinche exalta la mescolanza en vez de la pureza (azteca o española) y enfatiza el rol del intermediario». Su importancia es tal que a Cortés le dan el nombre de ella, Malinche, y no a ella el de Cortés, como suele suceder cuando el machismo determina totalmente las costumbres.

El más conocido, y quizá el más grande de los escritores mestizos de Hispanoamérica, se refirió de la siguiente manera a la palabra mestizo, que lo designaba a él mismo: «A los hijos de español y de india, o de indio y española, nos llaman mestizos, por decir que somos mezclados de ambas naciones; fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias; y por ser nombre impuesto por nuestros padres, y por su significación, me lo llamo yo a boca llena y me honro con él. Aunque en Indias si a uno de ellos le dicen “sois un mestizo” o “es un mestizo”, lo toman por menosprecio» (Garcilaso de la Vega, 2012, p. 253).

Como puede verse, sin que hubiera pasado siquiera medio siglo de la conquista del Perú, ya lo tenía muy claro este mestizo extraordinario, el Inca Garcilaso de la Vega, nacido en Cuzco en 1539, e hijo del conquistador y capitán Sebastián Garcilaso de la Vega y de una princesa incaica, Isabel Chimpu Ocllo, sobrina de Huayna Cápac, emperador del Tahuantinsuyo, o, en otras palabras, sobrina del emperador de los incas. Y este gran escritor –recuérdense sus estupendos Comentarios reales, de donde tomo la cita anterior– jamás desdeñó ninguno de sus dos ancestros, ni el incaico de su madre ni el español de su padre, y supo en su vida y en su escritura honrar a ambos por igual.

Pero volvamos al valle del Anáhuac y a sus pobladores originales antes de mezclarse con los invasores. La población indígena era, de lejos, la más numerosa, tanto en el valle de México como en todo el país, y antes de la peste de 1576 se calcula que había en la Nueva España unos cuatro millones de indios, los cuales, apenas un año más tarde, se habían reducido a la mitad. Algo interesante de las epidemias es que cuando se las estudia con criterios demográficos es posible saber si afectan más a los hombres que a las mujeres, a una etnia o a otra, o más a los jóvenes que a los viejos. La mal llamada gripe española de hace un siglo se ensañaba más con los jóvenes que con los viejos; la que vivimos hoy (2020-2021) afecta más a los varones y a los ancianos. El cocoliste mexicano de 1576 tuvo la característica de que afectaba sobre todo a los nativos americanos y el agravante adicional, a mi manera de ver, de que a aquella plaga sobrevivían más los ancianos y los niños que los jóvenes en edad reproductiva. Esto tuvo como resultado que al cabo de un año de estragos hubiera cientos de miles de niños huérfanos, y de viejos que no podían ocuparse de los niños ni valerse del todo por sí mismos.

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