POR MARTA SANZ
Olympia(1863), de Édouard Manet. Museo de Orsay

1. Hace algunos años, José Ovejero y Edurne Portela realizaron un documental estupendo titulado «Vida y ficción». En él repasaban los géneros y líneas temáticas más significativos de la literatura española del siglo XXI a través de nombres propios como Cristina Fernández Cubas, Rafael Reig, Luisgé Martín, Sara Mesa, Fernando Royuela, Rosa Montero, Antonio Orejudo o Manuel Vilas. El documental recogió reflexiones sobre literatura política, humor, literatura como concepto apasionado y apasionante, transgresión, muerte, cuentos, terrores… A mí me tocó hablar sobre el cuerpo en mi escritura. Hasta ese instante, no había medido todo lo que pesaba el cuerpo en mis libros. Desde el principio, y en todos y cada uno de los géneros con los que he trabajado: poesía, ensayo, textos autobiográficos, ficciones novelescas. Mi cuerpo dentro de una idea del cuerpo, y del cuerpo familiar y social. Mi cuerpo dentro del corpus literario. Lo contrahecho. Lo armónico. Las licantropías y transformaciones. Crecer en una realidad que no solo es lenguaje -pero también- y en un lenguaje que no siempre se hace realidad, pero a veces sí. Y es materia.

2. En «Vida y ficción», rodeada de las postales-fetiche de actrices que me envía el escritor Óscar Esquivias, balbucí palabras sobre el cuerpo. Con las postales adorno eclécticamente las estanterías de mi casa: Madonna desnuda se apoya contra el lomo del Ulises, Jean Harlow no deja leer los títulos de las obras de Simone de Beauvoir. Quizá la disposición y el atavío del salón tengan un significado. El colorismo, lo diverso, lo contradictorio marcan mis estilos. Durante el confinamiento, observé mucho mi casa y la comparé con mi escritura: escribí un diario cómico -había que rescatar la alegría durante la peste- llamado Parte de mí. Mi casa es un correlato -aprendo la palabra viendo el comienzo de Ciudadano Kane– de quien la habita y un indicador de mi poder adquisitivo. No hablamos solo de psicoanálisis, sino también de dinero. Se me podría diagnosticar un síndrome de Diógenes, pero limpito, en la decoración de mi casa, y en la mezcla de lo paleto y lo pedante de mi escritura: he emprendido una cruzada anti-anoréxica y anti-gentrificadora en la que la acumulación enumerativa no pretende ser exhibición del capital lingüístico, sino pura inseguridad y merodeo. Pruebo, pruebo, experimento, descubro, digo y superpongo. Sin embargo, mi cuerpo es más bien magro. De momento. Todo llegará. El Barroco se apoderará de mis carnes igual que se apoderará de mi destino. Inexorablemente.

3. En «Vida y ficción» hablo del cuerpo porque soy una mujer, y las mujeres a lo largo de la historia del arte y la literatura hemos sido siempre cuerpo. El cuerpo observado de la musa, extrañado de nosotras mismas, que se presenta en dos versiones: el campo semántico de la madre, la santa, la buena mujer a menudo inculta, se opone al cuerpo seductor que arrastra al hombre a la perdición. La mujer fatal con su cabecita loca o con todas sus modulaciones de egoísmo y perversidad es a menudo el polo más atractivo del pequeño imaginario: el gusto por el sexo, el afán de poder, el deseo de matar criaturas, el ansia de conocimiento, la brujería… Todo reconcentrado en la metáfora de una vagina voraginosa y prensil como rasgo distintivo de Amparo Orts, una valenciana ludópata y riquísima, casada con un podólogo, que aparece en Un buen detective no se casa jamás. A propósito de podología, me doy cuenta de que mis libros están llenos de centros de salud, especialidades y pruebas médicas: consultas de atención primaria -¿serán espacio mitológico en breve?-, pruebas de esfuerzo, espirometrías, espéculos ginecológicos, paritorios, casas de socorro, residencias de cuidados paliativos, dermatólogas perversas, bellísimas geriatras hechas de la materia imposible de la que están hechos los sueños…

El cuerpo observado de la musa, extrañado de nosotras mismas, que se presenta en dos versiones: el campo semántico de la madre, la santa, la buena mujer a menudo inculta, se opone al cuerpo seductor que arrastra al hombre a la perdición

4. El cuerpo y el cuerpo. El cuerpo de las mujeres es también la representación del cuerpo de las mujeres. Porque metabolizamos los referentes culturales. Lo que el canon literario masculino piensa del deber ser del cuerpo de las mujeres -y de su sexualidad- forma parte de mí hasta un punto en el que mi excitación a veces nace de la lectura o el visionado de ceremonias sangrientas contras cuerpos femeninos, violaciones, vejaciones. Esto lo cuenta con una honestidad estremecedora Elisa Victoria en Voz de vieja. El deseo de las mujeres se ha conformado secularmente a partir de una expectativa masculina. Mi deseo. Mi animal. Son suyos. Y yo me rebelo para sacar a Tolstoi de los dedos de mis pies -no me entran los zapatos- y al Marqués de Sade de mis secreciones pancreáticas. De mi flujo vaginal. La representación del cuerpo de las mujeres a la que he estado expuesta desde niña tanto a través del relato familiar heredado -no depilarse es de guarras, las taras de la menstruación, el momento mágico o sanguinario de la pérdida de la virginidad, las maravillas dolorosas de la maternidad-, como a través del relato de la alta cultura -amor necrófilo, incestuoso, fatal de Las sonatas de Valle, el suicidio de Ana Karenina, el bovarismo- o de la cultura pop -musas del destape, Nadiuska, Amparo Muñoz, Ágata Lys- han hecho de mí la mujer que soy. Una mujer contracturada que busca el hilo de su respiración. Y escribe Daniela Astor y la caja negra, y La lección de anatomía. Para pensar en voz alta y compartir luces y sombras sobre las relaciones maternofiliales, aborto, el descubrimiento del propio cuerpo, sexualidad, la mirada de hombre con la que juzgo a otras mujeres, el día del parto de mi madre, mi desnudo sin Photoshop a los cuarenta años, lo que aprendí de mis amigas, lo que les reproché, cómo en mi occipucio habita, igual que en los cajeros automáticos, un enanito patrón al que tengo que expulsar de ahí. Cuanto antes.

5. El cuerpo y el cuerpo era el título de un fragmento de Susana y los viejos. La duplicación, la serialización, el espejo en los cuerpos femeninos son imágenes metafóricas muy presentes en mis novelas: Amparo Orts y Jani, Ilse y Marina, Erica y Estefanía son gemelas monocigóticas idénticas en Un buen detective no se casa jamás. De nuevo en Susana y los viejos, Pola y Clara comparten un aspecto físico que se diferencia cruelmente por efecto de la clase social y del lenguaje para nombrar los cuerpos ricos y los cuerpos pobres. Pola es hija de papá y bailarina. Pola tiene una vagina papirofléxica. Clara es de pueblo y asistenta. Clara tiene chocho. Los nombres dan forma a la realidad. Añaden valores, subjetividades, puntos de vista ideológicos a las realidades nombradas. En pequeñas mujeres rojas, una mujer es torturada hasta la muerte y, en el ejercicio de esa violencia extrema, intenté que el dolor fuera cruel y repulsivo. Escamotear el cuerpo de la mujer maltratada para que un ojo rijoso no se pueda pegar a la mirilla a fin de disfrutar de su estertor o su turgencia muerta. Escribí «Con la descripción del artefacto es suficiente». Para que los hematomas no se confundan con rosas. Para no perpetuar un lenguaje normalizado de dominación y belleza cruel que siempre se ceba contra el cuerpo de las frágiles. Porque no hay nada de erótico en el águila que picotea las tripas de Prometeo y, sin embargo, resultan encantadoras: Andrómeda en el acantilado, las Sabinas, el cuerpo, indeseadamente fecundado por una lluvia de oro, de Dánae que debería haber sido no solo hija de Acrisio, rey de Argos, y madre de Perseo…

6. En «Vida y ficción» también hablé del cuerpo como cuerpo del dolor y del placer. Un placer que, en el caso de las mujeres, a menudo fue objeto de tachadura y vergüenza. Cuerpo del crecimiento y de la enfermedad. Espacio de las impresiones de la muerte. Gozo y deterioro. Porque, como decía la escritora Katherine Anne Porter, el cuerpo no es un buen lugar para vivir. Supongo que ella se referiría a los instantes ominosos. Es decir, el tipo de instantes que comienzan a colonizar la experiencia del cuerpo a cierta edad o el tipo de instantes que, desde la infancia de las mujeres más atrevidas, se tiñen de culpa y miedo. También Olvido García Valdés dice: no tenemos otra cosa que el cuerpo. Que no hay sin el cuerpo. Que el alma es el cuerpo. Por eso difieren tanto las almas -las vidas interiores como materia literaria- de la riqueza y de la pobreza, de la salud y de la enfermedad, de los sexos y los géneros que les vamos superponiendo. En este sentido, quizá ahora comenzamos a entender. Pensamos en el cuerpo y en sus espoletas: genitales, ombligo, sinapsis cerebrales, ojo.

7. La memoria del cuerpo y el cuerpo de la memoria son conceptos inseparables para mí. Ambos cristalizan en dos textos mucho más relacionados de lo que pudiera parecer a primera vista: Vintage, un poemario, y pequeñas mujeres rojas, una novela. La voz de los niños perdidos y de las mujeres muertas, esa voz orgánica con la que se narran partes fundamentales de este último episodio de la trilogía de Zarco, apareció por primera vez en los versos que escribí aterrada por la posibilidad de que mi padre muriese: «Si mi padre muere antes de tiempo voy a convertirme en una mala». En Vintage se incluye un poema en prosa titulado «Huesos» en el que se inicia la polifonía fantasmagórica de pequeñas mujeres rojas. Porque también los fantasmas -igual que las ficciones- forman parte de nuestro cuerpo, nuestra genealogía familiar y el lado más traumático de nuestra historia. Desaparecidos y desaparecidas. Máculas y arrugas. En la conciencia. En la piel. En la boca del estómago. La memoria del cuerpo resuena en la hipótesis de padecer unas enfermedades frente a otras; el cuerpo de la memoria es el intento imprescindible de que el horror no se repita y se pueda prevenir el Alzheimer histórico y social.

Creo, laicamente y orillando todo pensamiento mágico, que el verbo se hace carne no porque de repente Eva brote de una costilla, sino porque la escritura es una acción que siempre significa algo en el cuerpo social. Lo que me preocupa es que dejemos de entender la lectura como un acto físico. Y que llegue el olvido y la imposibilidad de reparar lo roto

8. La memoria del cuerpo y el cuerpo de la memoria acotan el espacio de una poética. En mi cuerpo se escriben mis placeres y mis dolores, mis trabajos, lo que he hecho, las frustraciones que me acomplejan o los amores que me encorvan o me agrandan. El miedo genético de las enfermedades familiares o el miedo a la precariedad. Mi cuerpo es un texto y simultáneamente yo pienso en mis textos como cuerpos. La máscara de la ficción se pega al rostro y lo define. A la vez, una determinada configuración de la calavera ahorma las ficciones a su estructura. La caligrafía es dibujo del sistema circulatorio. La punta del lápiz deja una marca sobre el cuaderno entero más allá de la sombra del grafito. La piel de la página debe atravesarse. La lectura se entiende como lección de anatomía o práctica espeleológica. Los textos se vivifican a partir del elemento sensorial. Los textos copulan con otros textos y con otros cuerpos-textos. Estoy prendida a esa realidad.

9. «No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo», escribió Marguerite Duras. «Bajo la piel hay un código secreto», escribió Jeannette Winterson. También he aprendido muchas cosas de Brigitte Giraud y de Dacia Maraini. Ya lo dije antes: de Olvido García Valdés. Tengo pendiente la lectura de Helene Cixous. Aunque, visto lo visto, quizá ya no me haga falta.

10. Muchas veces he declarado que escribo de lo que me duele. Me parece que esa declaración sigue siendo verdad. Lo que me duele -literal o metafóricamente- se transfiere a la carne del libro. Se somatiza. El caso más evidente de esta transformación es Clavícula. La fragmentación y el carácter híbrido de su escritura quiso ser un reflejo de cómo el cuerpo se rompe ante la experiencia del dolor. Con la mezcla de géneros y de registros -humor, costumbrismo, meditación literaria, literatura de viajes, escritura terapéutica…- se construyen destrucciones e incertidumbres. Miedos agigantados en el caso de una mujer blanca, pequeña, occidental, escritora, privilegiada afectivamente, con ingresos oscilantes hoy por fin satisfactorios. Quién sabe por cuánto tiempo. Cuerdita floja. El cuerpo del texto reclama mi derecho a la queja, íntima y pública. El derecho a visibilizar lo que no se dice porque es obsceno -queda detrás del telón por falta de interés literario-, vergonzoso, impropio de la boca de una mujer elegante o púdica. Acaso inteligente. Soy una mujer y, pese a estar condenada a abnegación y sacrificio, me cisco en la inteligencia que me queda, me quejo y enseño lo abyecto: estreñimiento, hemorroides, dolor de los huesos, ausencia de apetito sexual, sequedades corpóreas. Menopausia. Aprendí muchas cosas mientras escribía ese libro sanador: que mi dolor físico era inseparable de mi ansiedad, y que tanto mi ansiedad como dolor físico resultaban incomprensibles sin la carga de unas condiciones materiales que se estrechan especialmente cuando eres una mujer. Clavícula aborda el cuerpo de los cuidados y el cuerpo del trabajo. El cuerpo de una mujer que fui yo y que reconoce sus enfermedades como consecuencias de la violencia patriarcal y capitalista. Habla de una fragilidad que también anida en el corazón de los hombres más jóvenes que no encuentran hueco para expresar sus miedos o su imposibilidad de cuajar un proyecto vital. La profesora María Ángeles Naval define esta modalidad de la literatura política, que es política porque es poética -y viceversa- como una autocorpografía. Es un buen nombre.

11. El lenguaje es altamente sensible a la contaminación ideológica y esa contaminación ideológica dimana del poder. De los dueños de las palabras. Pero confío en la capacidad de las palabras para intervenir en la realidad y en sus cuerpos. Creo, laicamente y orillando todo pensamiento mágico, que el verbo se hace carne no porque de repente Eva brote de una costilla, sino porque la escritura es una acción que siempre significa algo en el cuerpo social. Lo que me preocupa es que dejemos de entender la lectura como un acto físico. Y que llegue el olvido y la imposibilidad de reparar lo roto.

12. Mi poesía completa se ha recogido en un volumen: Corpórea (No quiero perder a mi animal. Que no se vaya) Allí se reafirma la relación entre poesía y cuerpo, palabra y carne, más allá del éter y la supersticiosa espiritualidad de los objetos sin forma. No hay en literatura una idea que no sea un estilo. No hay nada que signifique al margen de la materia fonética y el peso -peso, peso- de las connotaciones. «Digo carne/ y la boca se me llena de carne. /La boca caníbal se me llena de la fibra,/el amasijo,/la pasta de un filete barato. /Carne./Arrastrando la erre./Alargando la a./ Caaaaaarrrrne./La punta de mi lengua es el cuchillo/que corta el nervio». Mi animal es mi deseo. Mi animal es la niña hiperestésica, curiosa, colibrí, salvaje más que rebelde, gobernadora, la niña que se creía mala y estaba al borde una santidad extática. La niña que me comí hace muchos años y que hoy está muy dentro de mi tripa. Pepita Grilla me habla a voz en grito. Colabora a mi acidez.