Tenía quince años y vivía en una ciudad rodeada de ríos, lagunas, bosques y mar. Mis días predilectos empezaban al saltar la reja que me permitía escapar del colegio y terminaban al ver caer el sol sobre la playa invernal. El mar se veía negro en los días de tormenta. Algunos recreos los pasaba en la inspectoría general porque insistía en usar pantalón en vez de jumper, rayaba mi delantal, fumaba detrás de la cancha de fútbol, hablaba en clases y era una profesional del copiado de pruebas. Una estudiante ejemplar.
Mi dealer se llamaba Jorge y tenía cuarenta años. Para llegar a su casa, me bajaba en el paradero del Museo de Historia Natural y atravesaba la plaza de árboles inmensos. El Tiranosaurio Rex de doce metros estaba a un costado del museo. Algunos niños se asustaban cuando chocaban con sus patas casi invisibles por la niebla. La gran escultura tenía la misión de recordarnos la prehistoria, pero su color y textura eran iguales a esas figuras plásticas de juguete que al sumergirlas en agua, crecen como por acto de magia.
Una tarde vi a un hombre encaramado a una gran escalera con escoba en mano, sacándole al dinosaurio verde las hojas naranjas, amarillas y rojas que se habían pegado a su cuerpo. Luego con una manguera lo lavó. A unos pocos metros, en el paradero, las personas esperaban fumando, acomodándose los gorros, contando monedas o conversando. Cuando se subían a las micros de vidrios empañados, sus cuerpos se transformaban en manchas de colores difuminados. El hombre encargado de limpiar al dinosaurio iba acompañado de una niña de diez años que tenía miedo de que el animal gigante se resfriara porque no habían llevado toallas para secarlo.
Mi dealer de películas vivía con su papá de ochenta años. Un señor pálido y delgado que no me saludaba cuando nos cruzábamos por casualidad en el pasillo o a la salida del baño. Se vestía con un terno viejo, y del bolsillo de su chaqueta, se asomaba siempre un pañuelo blanco planchado. Usaba colonia de lavanda y odiaba el cine. Su esposa, la mamá de Jorge, se había ahogado hace treinta años. Estaban los tres de vacaciones acampando en la ladera de un río cuando ella se metió al agua. Un hombre que tenía a sus caballos pastando cerca de la orilla encontró su cádaver horas después.
—Ahora mi papá me roba plata y se va a los caballos, es adicto a las carreras— me confesó Jorge una tarde.
Yo no era su clienta favorita porque no tenía buena memoria. Él siempre esperaba que recordara los nombres de las películas, del elenco, de las directoras que me recomendaba. En realidad, Jorge sospechaba de mí y tenía toda la razón de hacerlo. No sabía si era realmente amante del cine o de ver las escenas cercanas a ese dinosaurio que estaba a unas cuadras de su casa. Tenía razón, mi corazón estaba más que dividido.
A Jorge jamás le dije dealer, creo que usé por primera vez ese término después de ver varias películas de acción. En algún momento naturalicé esa palabra. En los VHS que me grababa venía una propaganda contra la piratería que empezaba en un barco y terminaba con un policía persiguiendo a un hombre en un pasaje claramente extranjero. El policía lograba atrapar al supuesto ladrón y abría su mochila de la que caían películas con carátulas hechas a mano.
En mi ciudad no había cines, todos habían sido transformados en iglesias. Las carteleras fueron reemplazadas por horarios de misas. Y los estrenos, por días de bautizos, primeras comuniones y confirmaciones. Mi dealer me llevó por primera vez a un ciclo organizado por la Universidad de Concepción donde vi muchas películas en pantalla grande, entre ellas, El espíritu de la Colmena de Víctor Erice y La flaca Alejandra de Carmen Castillo. Ambas me fascinaron. Jorge estaba en todas las funciones, siempre vestido de negro y con el pelo amarrado. Cuando se muriera su papá, el plan era vender la casa y comprarse una moto para viajar. Volver a acampar en distintas laderas de ríos. Era aventurero como su mamá. Mientras tanto, esperaba la muerte viendo películas.
En julio de este año volví al sur. En el lugar donde estaba la casa de Jorge y su papá, ahora habían construido un edificio de veinte pisos. En el viaje recorrí distintos lugares, y conocí a un caballo que me recordó a ese señor delgado de 80 años que usaba colonia de lavanda. Al caballo le gustaba mucho el agua, estaba obsesionado con una poza, como si quisiera encontrar algo al fondo. Con sus patas la pisaba fuerte, y acercaba su cara que se mojaba. Pasó toda la mañana haciendo eso. No se movió de lugar. Cada tanto, otros caballos se acercaban pero después de un rato, lo volvían a dejar solo. Me emocionó ver la escena, y cuando la filmé, descubrí que de cerca los caballos se parecen mucho a los camellos, y que el paisaje se refleja en sus ojos grandes. Y al proyectar las imágenes que había filmado, me acordé de los caballos del papá de Jorge, esos que galopaban sobre una pista de carrera. Y pensé en esas extremidades rápidas que dejan estelas, barridas y fantasmales, de sus movimientos. Y decidí que algún día iba a escribir sobre ellos. Tal vez algo donde aparecieran y desaparecieran como fantasmas, pero sin asustar a nadie. Que hablaran sobre un río sin nunca nombrar a la muerte.
Antes de empezar a escribir este texto, busqué información sobre la plaza que recorrí tantas veces en mi adolescencia y me enteré que el Tiranosaurio Rex fue trasladado seiscientos kilómetros en camión. No encontré fotografías pero en un diario leí que antes de iniciar el viaje se dieron cuenta que no cabía debajo de los puentes. Lo tuvieron que dividir. La cabeza por un lado, las patas por el otro, el cuerpo en otro. Tres camiones en fila trasladando una tonelada de dinosaurio. Me pareció hermosa esa imagen también. Unos fragmentos de dinosaurio por la carretera del sur.
Hace unos días una amiga me decía que no hay que adaptar los libros que nos han sorprendido, encantado, conmovido hasta los huesos. Esos no hay que tocarlos, insistía sentada en el bar. Me reí mucho. Me pareció una fantástica idea. Nunca lo había pensado. El problema es que se adaptan novelas muy buenas, repetía en voz alta. ¿Para qué quieres adaptar o modificar algo que ya es muy bueno?, ¿quién ha escrito la adaptación en novela de lo que considera una muy buena película?
Le conté a mi amiga que algún día me gustaría escribir un libro que terminara con un gran dinosaurio de papel maché olvidado en un estacionamiento de un ex cineclub. En la madrugada empieza a lloviznar, y el dinosaurio se hincha de a poco por la humedad. Ella me preguntó de qué se trataría la novela. Le dije que no tenía idea pero que al menos, ya tenía el final.
Hace cuatro años estaba escribiendo un guion y propuse que hubiera un dinosaurio en una tienda de colchones. Un adolescente con un disfraz de dinosaurio. Así empezaba la
película, con un Tiranosauro Rex despertando de una siesta en un colchón cubierto de plástico. La película era en Tijuana, México. Nunca la filmamos. Quizá pase lo mismo con la novela. Que al final nunca la escriba. Quizá cuando cumpla ochenta años, ni recuerdos tenga de dinosaurios y caballos.