«Yo puedo ser incomprensivo y bruto,
pero siempre he sido sincero».
Pío Baroja, Ciudades de Italia (1949).
«Afirmar alegremente la deriva:
Eso es un ejercicio de la inteligencia extramoral».
Eugenio Trías, La dispersión, 1971.
Resulta evidente que el estudio y el conocimiento de la narrativa barojiana han de ocupar un papel central en cualquier acercamiento a Pío Baroja, pero no es menos cierto que el novelista no dejó nunca de cultivar el ensayo, que publicó muchos libros de ensayos variados hoy no demasiado conocidos (¿quién se acuerda hoy de que escribió dos tratados sobre pintura?), y que incluso algunos de ellos son obras maestras (Juventud, egolatría, de 1917, sin duda). Además, supo crear y consolidar un modo de razonar concreto, unión de la divagación metodológica y la razón totalmente subjetiva. En un solo volumen de sus Obras Completas, el XIII, los editores (José Carlos Mainer y Juan Carlos Ara Torralba) incluyeron El dolor. Estudio de psicofísica (la tesis doctoral de Baroja, de 1893, editada en 1896), El tablado de Arlequín, Nuevo tablado de Arlequín, Juventud, egolatría, Las horas solitarias (dos libros hermanos, que se complementan), Momentum catastrophicum, La caverna del humorismo, y Divagaciones apasionadas; corpus que ya se acercaba al millar de páginas.
Baroja se propuso mantener el pulso de una prosa subversiva, que buscaba la provocación, incluso o especialmente aplicada contra formas, conceptos u opiniones ya también subversivos de base: «A mí la pornografía no me interesa nada. Es un misterio demoniaco que han inventado todos los diccionarios del mundo para dar más color a la vida. A mí me parece una cursilería. Estas cuestiones de la libido son tan interesantes como la digestión o la defecación. Es querer adornar lo puramente animal con misterios que no tiene» (2020: 186). El resultado es siempre original, antitópico, un escepticismo profiláctico que lo vincula a las formas helenísticas epicúrea y estoica.
Otro ejemplo es su juicio sobre Nietzsche, procedente de Juventud, egolatría: «Nietzsche, salido del pesimismo más fiero, es en el fondo un hombre bueno; en esto es el polo opuesto de Rousseau, quien, a pesar de hablar siempre de la virtud, de los corazones sensibles, de la sublimidad del espíritu, resulta un ser bajo y vil». La cólera es buena, la hipocresía es el mal en sí. La franqueza es el distintivo del alma fuerte, la moralidad lo es del esclavo y la mentalidad subdesarrollada. La actividad principal del Baroja como pensador consistía en una labor de desenmascaramiento, de desmantelamiento desde un escepticismo básico.
La cólera es buena, la hipocresía es el mal en sí. La franqueza es el distintivo del alma fuerte, la moralidad lo es del esclavo y la mentalidad subdesarrollada. La actividad principal del Baroja como pensador consistía en una labor de desenmascaramiento, de desmantelamiento desde un escepticismo básico
El punto de llegada barojiano es un materialismo como de estar por casa, sin los vuelos de Lucrecio, apegado al biologismo. Sobre la Capilla Sixtina, escribe: «en el hombre no hay más ni menos que el hombre. Más no es nada, porque no podemos suponer algo más que nosotros; lo que es menos, está fuera del arte. Además, yo soy muy reumático para mirar largo tiempo techos pintados. Esto me produce un poco de tortícolis». Por el capítulo VII de Las horas solitarias (1918) podemos llegar a saber que Baroja llegó a estas conclusiones materialistas sobre todo tras la lectura y análisis del evolucionista radical Ernst Haeckel, un autor muy divulgado en la España de la época.
Divagaciones apasionadas incluía tres conferencias: «Divagaciones de autocrítica», leídas en el año 1927 en la cátedra de Español de la Sorbona, «Divagaciones sobre la cultura», que Caro Raggio ya había publicado siete años atrás en forma de opúsculo, y «Divagaciones sobre Barcelona», que había leído en la Casa del Pueblo de Barcelona quince años atrás. Cerraban el volumen algunos textos sueltos recuperados de la prensa.
La charla dedicada a Barcelona la escribió en una sola noche, es agria y polémica, y el autor debió perderla sin concederle demasiada importancia. El editor Rafael Caro Raggio la recuperó de un ejemplar del periódico El Progreso. Se nota que Baroja quería burlarse de los símbolos de la ciudad: «Como yo he sido invitado a hablar un poco en calidad de ogro, seguiré haciendo una crítica a mi manera sobre las cosas de Cataluña, y sobre todo de Barcelona. Esta ciudad está orgullosa de sus artes suntuarias y se considera bien ornamentada. Yo os diré que la arquitectura barcelonesa me parece aparatosa y petulante».
Mofarse de la ciudad que estaba visitando era un modo de afirmar su subjetivismo radical, su inconformismo deliberadamente molesto: «Yo creo que la arquitectura es un arte puramente social, un arte en el cual no influyen de buena manera ni los caprichos de los arquitectos, ni el afán de deslumbrar de los burgueses. Entre nosotros, los arquitectos, con un sentido que me parece bárbaro, quieren ser individualistas; así cada cual se va por los cerros de Úbeda; así hay casa en Barcelona que parece una caverna, otras que tienen el aire de un animal vivo, de un cangrejo puesto de pie o de una montaña de caracoles. Yo no quisiera vivir en una de esas casas que tienen las puertas parabólicas y los balcones torcidos y las ventanas irregulares; me parecería que me había vuelto loco o que me encontraba preso de los ensueños de una digestión difícil».
Luego, sentencia que los adornos de las casas de Barcelona acumulan microbios, y lo argumenta afirmando que crían polvo y resultan inarmónicos. En definitiva, ese positivismo barojiano es, sobre todo, un ariete materialista y deconstructivo más que una metafísica al estilo comtiano.
En su importante folleto Divagaciones sobre la cultura, fundamental aquí porque desarrolla en él su concepción de lo que es una civilización, Baroja caracteriza su particular estilo de analizar la cultura y el mundo: «No pretendo dar estas divagaciones como un trabajo serio. Y científico, sino como un ensayo, como un boceto sin mayor trascendencia, de un carácter ligero, impresionista y arbitrario». Acaba de definir Baroja cómo es su razón analítica: rabiosamente individualista y asistemática, pero con apelaciones constantes a la ciencia y la filosofía metódicas. Se trata de una razón híbrida, cínica, egoica y fragmentaria. Baroja no pretendió nunca construir sistemas cerrados ni interpretaciones globales. Se podría concluir que pretendió ser un Montaigne malhumorado, con tenencia constante hacia la boutade. Su razón es, dice, «impresionista», heraclitana, oscilante, deambulante, efectista. Por lo tanto, el concepto de «divagación» nos interesa especialmente, porque resume la concepción que Baroja tenía del ensayo: un texto a medio camino entre la razón científica, el higienismo liberal, el diletantismo y la provocación subversiva.
El periodista Màrius Aguilar había retado a Baroja a ir al Ateneo Barcelonés a presentar sus tesis furibundamente anticatalanistas. Baroja, aunque admite que en el Ateneo le hubieran escuchado con calma, escribe que le pareció mejor, siendo del Partido Radical, acudir a la sede del partido para conferenciar. Lo que dijo Baroja allí fue toda una andanada: «Yo, ciertamente, no he negado a Cataluña nunca, y menos a Barcelona; lo que sí he negado en su mayor parte ha sido la intelectualidad de Barcelona. Yo veo una porción de mentiras, acumuladas con intenciones más o menos piadosas, acerca de Cataluña en sí misma y de Cataluña con relación al resto de España. Yo no veo aquí la acomodación espiritual entre lo que es Cataluña en sí y lo que es Cataluña representada por su docena y media de escritores y periodistas».
Lo que le molesta a Baroja parece ser una cultura que considera sin sabor propio, una pura importación: «Barcelona me parece una ciudad exuberante, en la cual, a pesar del cosmopolitismo que producen los puertos concurridos como el suyo, se mantiene íntimamente hispánica, extraordinariamente española. En cambio, la producción intelectual barcelonesa, ¿qué impresión da? Hay drama en catalán que parece escrito en la Noruega; versos, que parecen confeccionados en el bulevar de Montmartre; comedias lacrimosas, como las de Rusiñol, en las cuales uno se encuentra como disuelto en un mar de merengue internacional; hay de todo: sueco, noruego, dinamarqués y hasta tártaro; lo que no se ve es que haya nada catalán; por lo menos; nada alto; nada fuerte, nada digno del país. Todos los productos de la intelectualidad catalanista actual me parecen híbridos, sin el sello de la raza». Este «sello de la raza» es la acomodación a la universalidad a partir de una cosmovisión concreta nacional, una categoría patriótica y regeneracionista que también encontramos desarrollada en Divagaciones sobre la cultura: «Yo quisiera que España fuera muy moderna, persistiendo en su línea antigua; yo quisiera que fuera un foco de cultura amplio, extenso, un país que reuniera el estoicismo de Séneca y la serenidad de Velázquez, la prestancia del Cid y el brío de Loyola». Era uno de los temas fundamentales de la época: la modernización del país a partir precisamente de su conformación esencial, es decir, en definitiva, la dialéctica entre nacionalismo y modernidad que tan bien ha estudiado José-Carlos Mainer.
Podría resumirse la trayectoria barojiana con el siguiente sintagma: búsqueda de la autenticidad. A través de la huida de las ideologías estereotipadas, a través de la defensa del individualismo y la sinceridad, y de una actitud antiintelectual que le supo muy bien imitar Josep Pla. En un apunte estético de 1917, señala: «Si yo tuviera que expresar la idea que tengo de la retórica, diría: la retórica de todo el mundo es la mala; la retórica de cada uno es la buena». Sencillo, pero eficaz: «Yo supongo que se puede ser sencillo y sincero, sin afectación y sin chabacanería, un poco gris, para que se destaquen los matices tenues; que se puede emplear un ritmo que vaya en consonancia con la vida actual, ligera y varia, y sin aspiración de solemnidad».
Baroja sabía muy bien lo que se hacía cuando, en 1947, escribiendo sobre los pintores Ramón Casas y Santiago Rusiñol, fomentó la siguiente imagen de sí mismo: «Es curioso que a mí me hayan atribuido sordidez y avaricia y amor al dinero. Sin embargo, como digo, yo no he tenido ningún empleo, que podía haber tenido, como la casi totalidad de los escritores. Se ve que hay un fondo de rencor contra el hombre independiente».
La actitud escéptica y antiteorética está detrás del liberalismo difuso, muy crítico con las izquierdas y las derechas, que defendió Baroja en el terreno de las ideas políticas. En La guerra civil en la frontera, de principios de los años 50: «A mí todo lo que sea sistemático en la política o en la vida, me parece que no tiene ningún valor. Son juegos de la inteligencia, fantasías irrealizables, lo mismo en los reaccionarios que en los revolucionarios. Desde la Utopía de Platón hasta La conquista del pan de Kropotkin, pasando por los libros de Maistre y por los de Proudhon, todo eso no vale nada. Es curioso que personas inteligentes se pongan a trabajar en planes utópicos, como lo hicieron Marx y Engels en su Manifiesto del Partido Comunista, o como Pi y Margall en su «pacto sinalagmático bilateral». Qué hacer, pues? ¿Cómo organizarse y evitar discordias civiles? Concluye Baroja, tras la experiencia de la guerra civil y el exilio en París, que «los gobiernos debieran de prescindir de todo eso e intentar resolver los asuntos vitales del país con rapidez y energía». Y de ahí la predilección barojiana de siempre por los espadones, por la regeneración «progresista» más bien expeditiva. Independencia, desinterés, biologismo, tendencia a la divagación, estética del inacabado y de la impresión rápida, honradez y crítica sin piedad. Estos vendrían a ser los rasgos más característicos de la prosa ensayística de Pío Baroja, a la luz de sus propios textos.