Laura Freixas
A mí no me iba a pasar
Ediciones B, Barcelona, 2019
336 páginas, 17.90 € (ebook 7.99 €)
POR MANUEL ALBERCA

 

«Diré la verdad, la diré sin reserva, diré todo, lo bueno, lo malo, en fin, todo». Así, con rotundidad, anuncia y se compromete Jean-Jacques Rousseau, el inventor de la confesión moderna, en el preámbulo de Neuchâtel, preámbulo que, por otra parte, fue descartado en la edición definitiva de Confessions. Y aunque sabemos que esa aspiración era un desiderátum, con este gesto de ambición y libertad ponía muy alto el listón: ser sincero consigo mismo y con los demás, inaugurando una nueva manera de subjetividad y de relación autobiográfica. A continuación, después de anunciar el compromiso de veracidad, se interrogaba acerca del tono y del estilo que utilizaría y qué «miserias o detalles repugnantes indecentes, pueriles o ridículos» seleccionaría para conseguir desembrollar el caos de sus sentimientos y los conflictos de su personalidad en la confesión prometida. A este segundo aspecto del proyecto autobiográfico de Rousseau se le ha prestado, creo, menos atención, siendo como es tan importante y complementario del primero. Rousseau fue consciente de que para hablar de su verdad y de las verdades que la habitaban, un universo todavía ignoto, era preciso inventar un lenguaje nuevo, que pudiera dar cuenta de los pliegues de la intimidad.

Doce años después de publicar su primera autobiografía, Adolescencia en Barcelona hacia 1970, Laura Freixas, escritora y ensayista, feminista de largo recorrido, vuelve al ejercicio exigente de hablar de sí misma y de un periodo de su vida, el que va de 1985 a 2003, los casi veinte años que duraría su matrimonio. Para esto, ha hecho suyo el doble reto propuesto por Rousseau, en el que es hasta ahora su libro más logrado y también más arriesgado y comprometido, la autobiografía A mí no me iba pasar. Freixas, que conoce la literatura autobiográfica y sus claves, además de ser autora de dos volúmenes de diarios (el último Todos llevan máscara, reseñado en estas mismas páginas, v. Cuadernos Hispanoamericanos, 820, octubre 2018), era consciente de que, para poder cumplir la promesa de decir la verdad, su «verdad» de mujer casada y madre, desde una perspectiva de género, y para sortear los obstáculos y contradicciones a los que se enfrentaba, tenía que inventar una forma propia, apropiada a sus propósitos.

Este objetivo lo ha conseguido con una narración ágil y eficaz, en que las distintas voces de la narradora y protagonista, en diálogo consigo misma y en intercambio y competencia con las voces del resto de personajes, zurcen un texto polifónico con el que regatear los escollos del dogmatismo maniqueo. Dentro de la historia matrimonial que forma el eje del relato (noviazgo, boda, hijos, vida conyugal, desgaste y divorcio), brillan casi por igual todas sus páginas, pero merecen ser destacadas por su acierto narrativo la calidad de dos episodios, uno de registro humorístico-grotesco y otro, crítico-dramático. Me refiero en el primer caso a las pintorescas y patriarcales reuniones del consejo de la editorial, que no nombra, pero que debió ser Grijalbo, en la que Laura Freixas trabajó un número indeterminado de años. En el segundo, al relato del viaje a Rusia para adoptar un niño enfermo, anémico y desamparado, después de intentar infructuosamente un segundo embarazo. Se trata de un episodio lleno de referencias literarias, políticas y de género, que van del viaje desengañado de André Gide a la URSS a recuerdos biográficos propios, donde resuenan también las gastadas consignas revolucionarias de cuando la autora militaba en la extrema izquierda. En fin, la conclusión impuesta por el paso del tiempo hace menos hiriente el presente en que se constata que, por fortuna, aquella revolución ha quedado pendiente, dejando un paisaje de doloroso fracaso. Todo ello entreverado con un cuestionamiento del papel de mujer-madre y de la propia maternidad.

Se suele identificar la autobiografía con un discurso narrativo adocenado, previsible, asertivo y rectilíneo. Freixas lo ha evitado con nota. Si alguien todavía pudiera tener dudas de las posibilidades innovadoras de la autobiografía, encontrará en este libro razones suficientes para disiparlas. Y es de destacar que la utilización en este tipo de escritos de los recursos expresivos y técnicos, que solemos identificar como propios de las novelas, no merma el compromiso de ser veraz, al contrario, lo potencia, lo hace más relevante y expresivo. Freixas adopta una suerte de relato fragmentario, compuesto por una sucesión de escenas o cuadros (se me ocurre pensar que en este libro hay material para buena adaptación teatral), que crean una temporalidad, donde el pasado y el presente se encuentran y se solapan, gracias al uso del tiempo simultáneo. Esto le permite a la narradora intervenir y apostillar el discurso de los otros o de disentir del suyo propio. Nada más difícil de conseguir que un relato escrito trasmita la impresión de oralidad, como si estuviésemos escuchando a los personajes. En este sentido el discurso oral de la narración es el mayor logro de la escritura de Freixas, que demuestra tener un magnifico oído para captar diálogos y monólogos, y de reproducirlos con una naturalidad magistral.

La voz de la narradora se desdobla para dialogar consigo misma, se replica a sí misma sin dramatismo, pues está dotada de un humor poco frecuente, el más difícil de ejercer, aquel que opera sobre uno mismo, aquel de la que es capaz de mirarse a sí misma sin engaños ni disimulos. Es algo que Freixas ya había practicado con acierto en Adolescencia en Barcelona, donde criticaba sin contemplaciones a la adolescente desmadejada que fue, ridícula militante anticapitalista a la caza de un Che Guevara de urgencia, que le liberase de sus tabúes sexuales burgueses. Y es que el tono y el estilo de Freixas en este libro, en lo que se podría entender de manera restrictiva la «literalidad», es para mí su mayor logro, un logro no exento de riesgos y peligros, porque Freixas pisa un terreno lleno de trampas, en las que es fácil resbalar y hasta caerse. Para resumir, A mí no me iba a pasar asume el desafío autobiográfico de ser veraz en un asunto que nunca es fácil ni gratuito, pero tiene, al mismo tiempo, una estupenda factura literaria a la altura de las mejores ficciones. Ahora bien, y lo reitero para evitar confusiones, se trata de una autobiografía, como se encarga de subrayar la contraportada del libro y las declaraciones públicas de la autora. Freixas se ha reservado el derecho de cambiar los nombres propios de algunas personas y de adornar o disfrazar, sospecho, algún pasaje de su relato.

Al terminar de leer A mí no me iba a pasar, absorto y fascinado por la magia de las voces de la narración, me vino a la mente un texto breve de Ricardo Piglia, «La tesis sobre el cuento», recogido en Formas breves (Anagrama, 2000). Allí, el argentino apunta, contra la tesis generalmente aceptada, que un cuento narra, no un hecho, como se ha dicho desde Poe a Cortázar, pasando por Kafka, desde Chéjov a Hemingway, pasando por el Dublineses de Joyce, sino dos y de manera simultánea, uno a la vista en superficie y otro oculto en profundidad. El primero, presente desde el principio, monopoliza el relato y la atención del lector, el segundo, en cambio, que yace latente todo el tiempo, actúa en el primero de manera callada desde la sombra de su escondite y aflora siempre al final de manera imprevista, modificando y trastocando el hecho contado en la superficie. Este hecho latente se irá construyendo con el sobrentendido y la alusión. Me tendrán que perdonar la licencia, pues, claro, una autobiografía no cuenta un hecho ni dos, sino una cadena, ligados a la cronología de la autobiógrafa, ni tiene una estructura necesariamente efectista. Sin embargo, Laura Freixas ha ido contando en superficie los hechos más importantes y significativos de sus dudas y contradicciones de mujer escritora que pugna por abrirse camino en el difícil, competitivo y tantas veces precario trabajo de la literatura, pero también las tribulaciones de una mujer casada y feminista, «una maruja de lujo» sin problemas económicos, como ella misma ha dicho, sin luchas «civiles» declaradas. Laura tuvo un marido un tanto taciturno, embebido en un trabajo de directivo muy bien remunerado, acorde al título de una de las más acreditadas grandes écoles de París, que, aunque se retraía de ciertas obligaciones familiares, no lo presenta como machista ni insensible. Pero la autobiógrafa, ella misma, en un deseo de coherencia feminista y de autoexigencia, va socavando y deconstruyendo su rol de mujer subsidiada, hasta que al final, en una suerte de catarsis, cierra la puerta, tira la llave, acelera y sale disparada de la «casa tomada» por los demonios familiares. Una acción tras de la cual no se encuentran, ya no tanto ni solo, y ésta es una interpretación personal, y por tanto discutible, cuestiones ideológico-políticas de género que centran el relato en superficie, sino las muy humanas y comprensibles del amor gastado, del desafecto, de la falta de empatía y del desamor de una pareja que ha ido rompiéndose subterráneamente y en profundidad. Dicho de otro modo, en cada suceso o anécdota en que Laura se siente dañada en su estima de mujer, se acrecienta el desapego, el desenamoramiento progresivo que no se hace evidente hasta el final, determinando la separación de la pareja. Por tanto, el relato no es sólo un ejemplar proceso de independencia feminista, que también, sino de coherencia personal y honradez, cerrado por la infidelidad matrimonial de la narradora, lo que hará saltar las alarmas. El accidente sentimental funciona como aviso, trampolín o espoleta para poner fin a una pareja sumida en la insatisfacción, a la que ya se le había acabado el amor. La autobiografía se cierra en una reunión con dos amigas, en la que Laura expone los hechos y debate con ellas el camino a seguir. En este final resulta notable la ausencia o incomparecencia de Etienne, el marido, al que no se le concede la palabra, es verdad que, aunque taciturno, algo tendría que decir…

En el elíptico desenlace del relato, Freixas nos ha ahorrado el siempre denigrante episodio del divorcio. Quien más quien menos ha vivido en primera persona algún divorcio o conoce divorcios ajenos. De esta experiencia todos sabemos que nadie sale indemne. Aunque nos empeñemos en señalar verdugos o declararnos víctimas, todo es un poco más complejo, somos verdugos y víctimas al tiempo. El riesgo de ser parcial o de hacer un relato interesado de agravios, delitos y faltas lo ha sorteado sin cargar las tintas ni pintar a la parte contraria como un ogro machista. Pero no nos engañemos, no pidamos una objetividad imposible, como mucho podemos aspirar a una subjetividad coherente o una moderada parcialidad. Al fin y al cabo, mujeres y hombres, el género humano, tendremos que aprender a convivir y a tolerar las limitaciones. Las propias y las ajenas.