Claudia Hernández
Tomar tu mano
Barbarie Editoras
256 páginas
A raíz de su novela Roza tumba quema, Claudia Hernández manifestó en una entrevista su admiración por las mujeres del interior de El Salvador: «Me encantaría ser como ellas, pero no creo tener la misma resistencia, fuerza o determinación». Posiblemente como una continuación de ese respeto y como una forma de suplir las vidas no vividas, la escritora salvadoreña escribió su última novela Tomar tu mano, que publicó Barbarie editora hace tan solo unas semanas en España.
Son muchas las preguntas que sugiere en el libro: ¿es posible ficcionar la violencia sistémica de la guerra civil salvadoreña a través de un solo personaje?, ¿los protagonistas de la guerra fueron únicamente los paramilitares y los guerrilleros?, ¿qué sucede con el horror que no se convirtió en una cifra de decesos?, ¿qué ocurre con las mujeres que sufrieron la crueldad de la guerra como un efecto colateral, invisible e incesante?
Tomar tu mano parte de dos renuncias-base: no contar la historia de los hombres y no pretender que la violencia se preste a un relato sencillo. La autora opta por una estructura coral de estilo indirecto libre donde un conjunto de voces, con una mayoría femenina, narra sus infortunios desde el tiempo de la guerra civil de El Salvador hasta los años de después. Careciendo de nombres, los personajes se presentan mediante vínculos relacionales –«el sobrino», «el tío», «la hija de enfrente»– y solo a través de la caracterización de la voz el lector distingue al hablante. De esta forma, se hilvana una estructura de continuos saltos de focalización que resulta el mayor acierto de la novela y a la vez su mayor reto.
A pesar de que el libro se centra principalmente en la historia de la mujer de la casa de enfrente, la trama también salta y se aventura hacia la vida de otras mujeres colindantes. Se trata de cambios de foco que si bien en una primera incorporación pueden confundir al lector, después sirven para ratificar el clima asfixiante de violencia contra las mujeres.
Todo se confunde porque todo es igual. Da lo mismo cambiar de personaje o seguir la historia de una mujer desde su niñez hasta su entrada en la vejez. Todas sufren las violaciones nocturnas (y bestiales) de sus maridos cuando vuelven de las jornadas de guerra, todas padecen embarazos infantiles, vejaciones diarias y persecuciones constantes. En ningún caso importa que sus maridos las manden al patio con los perros, que las cojan del pelo y las saquen a rastras de la iglesia, ni que prefieran a las que todavía no portan las marcas de sus golpes. Ellas son suyas y ellos son sus dueños.
Claudia Hernández evoca La guerra contra las mujeres de Rita Segato sin mencionarla, y hábilmente expone las relaciones entre la lucha armada y el patriarcado, entre la conquista del territorio y la violación de los cuerpos. Los paralelismos son muchos y a la par que enseñan al sobrino a atar las manos de los secuestrados y lo inician en la guerra, le inculcan los mandatos de la masculinidad hegemónica más cruenta: «Ve con tu mujer y gózala», «Líbrate en ella. Es lo propio de los hombres».
Sin embargo, ante esa violencia recalcitrante, la autora deja entrar algunas grietas de luz y algunos puntos de alivio. En una primera instancia, lo simbólico: si durante buena parte de la novela parece que el título refiere a las manos masculinas que extienden a las adolescentes para fugarse de sus casas y dar comienzo al futuro de miserias, hacia el final ese tomar tu mano se resemantiza como un gesto de sororidad, de mujeres que ofrecen su ayuda a otras mujeres.
En una segunda instancia, lo evidente: junto al relato de una violencia compacta de la que no se puede escapar, aparecen algunas historias díscolas de mujeres que enfrentan a sus maridos-violadores, de mujeres que consiguen una independencia económica, de mujeres que fracturan la idea de una sociedad cómplice en la que «siempre hay alguien que mira» y tejen una red de cuidados.
Aun insistiendo en la brutalidad de esa violencia estructural, Claudia Hernández escoge no quebrarnos y apunta un resquicio de esperanza. Nos recuerda que la violencia se reproduce, pero también se aprende, y elige dejar un espacio a la posibilidad de la acción, de la organización y del cambio.
Todo es terrible, sí, pero también hay mucho por hacer.