Antonio Soler
Yo que fui un perro
Galaxia Gutenberg
291 páginas
POR JUAN ÁNGEL JURISTO

Después de Sur, una de las grandes novelas españolas en lo que llevamos de siglo, Antonio Soler (Malaga, 1956) se ha puesto el listón muy alto. Mimado por la crítica desde que publicó su primer libro, Extranjeros en la noche -en el que se hallaba un cuento «La noche», más tarde publicado como nouvelle-, y tras la publicación de otro libro de relatos, Muerte canina, enseguida fue calificado de una nueva voz en el panorama narrativo. Pero No fue hasta Las bailarinas muertas, ganador del Premio Herralde y el de la Crítica en 1996, en que Soler fue reconocido como uno de los más destacados narradores de nuestra literatura. A partir de ahí todo fueron parabienes: El nombre que ahora digo, una de las narraciones más ajustadas sobre nuestra guerra civil, obtuvo el Premio Primavera; El camino de los ingleses, el Nadal; y Sur, el Premio Andalucía de Novela, el de la Crítica, Premio Francisco Umbral y Premio Dulce Chacón. Después de esta novela Soler publicó Sacramento, donde cuenta la historia de Hipólito Lucena, un sacerdote que en los años cincuenta para algunos rozaba la santidad y para otros cruzaba el límite de lo perverso, dedicándose incluso a misas negras y orgías. Soler, devoto de Joyce y de Proust, pertenece junto a otros escritores como Eduardo Lago y Enrique Vila Matas a la Orden del Finnegans donde entre otras cosas veneran la obra de Joyce, asisten cada año al Bloomsday que acaba en la Torre Martello dublinesa y a continuación se dirigen a Dolkey donde terminan la fiesta en el pub Finnegans. Precisamente en Sur esa mezcla de juego y perversa realidad tan propia del autor de Ulises se deja notar en sus páginas, consiguiendo momentos fascinantes, pues Soler aúna muy bien la descripciones de situaciones casi límites con una capacidad lingüística poco común.

Esa ambigüedad presente siempre en la realidad que describe Soler adquiere en esta novela visos soberbios pero creo que es en ésta que ahora nos ocupa, su última entrega, Yo que fui un perro, donde la descripción de esa realidad, aún prestándose a interpretaciones que atienden siempre al gris de la existencia y no al blanco y negro, se hace más explícita y, algo a resaltar, es en la descripción de esa situaciones de contenido explícito donde el lenguaje se eleva por encima del resto del discurso. Así: «Todo el día solo en mi casa. Es domingo. Vino Yoli. Lo hemos hecho. Le miré la cara. Placer y angustia. Ella en algún momento hasta parecía triste. Sin seguridad de que fuera virgen. Sin rastro de sangre. Poca dificultad. Por la noche he visto las luces de su casa, de modo distinto. Las aspidistras, en la oscuridad, eran vulvas, ojos, reptiles. Qué decir. Todo está vacío».

En una entrevista con Ana Mendoza en Zenda con motivo de la publicación de Sur, Soler define su peculiaridad de escritor como la de un pesimista que intenta pasárselo bien (no olvidemos el comienzo de la novela donde se describe a un moribundo tirado en un descampado al que miles de hormigas rojas, al modo de las marabuntas, cubren su cuerpo mientras lo devoran). En Yo que fui un perro esa imagen terrible queda reflejada en la cita de Robert Walser que abre el libro: «A nadie le desearía ser yo», y, a continuación, nos introduce en el diario que anota cuidadosamente Carlos Cánovas Merchan, un estudiante de anatomía que tiene una novia a la que llama, según el estado de ánimo, Yolanda, Yuli, Yola, Lili, Yolona…

Desde la aparición de la novela se ha resaltado la temática de un hombre machista y manipulador y la maestría con que Soler indaga en la personalidad de éste, lo que es cierto. Sin embargo, no se han resaltado debidamente los logros literarios de la narración, que traspasa la condición de la actualidad tan sensible para adentrarse en la expresión cabal de una obsesión, en este caso se trata de la relación con una mujer pero valdría para otra cualquiera, la política, por ejemplo. La clave se halla en el lenguaje, que actúa siempre como el manipulador último de la psique. A esto quería llegar.