«Escribir es realizar lo que nadie te pide, ir a contracorriente»Por Nicolás Cabral

Fotografía de Iturbide

Si hacemos caso a ciertos pasajes de Underwood portátil. Modelo 1915 (2005), a su autor le atrajo, antes que el perfil expresivo de la escritura, su mecánica, la pulsión física que dispara caracteres sobre la página. Tuvo la fortuna, entonces, de realizar sus primeros ejercicios en una máquina que, a diferencia de la computadora, da a la acción de escribir un sentido casi performativo: «En ciertas ocasiones, me descubrí utilizándola para copiar páginas enteras del directorio telefónico o fragmentos de los libros de mis escritores preferidos». Esta idea, la del apego al acto antes que a sus efectos, ayuda a entender el trabajo de Mario Bellatin.

En Demerol sin fecha de caducidad (2008) Frida Kahlo habla desde una hipotética ultratumba: «Dijo haber detectado, casi desde los orígenes de su oficio, una inquietud constante por pintar sin pintar. Es decir, por resaltar los vacíos, las omisiones antes que las presencias. Quizá por eso la artista de sus primeras obras –las que era posible ver en ese momento– buscó muchas veces realizarlas sin necesidad de utilizar la pintura en el sentido tradicional, sino como un simple recurso para ejercer, de manera un tanto vacía, el mecanismo de la creación. Por ese motivo, en más de una ocasión copió sin cesar las figuras que aparecían en los frascos de alimentos o de medicinas. También obras de otros autores. Se dedicó durante algún tiempo al trabajo de transcripción. Ejercicio que separa muchas veces al arte de su función original».

Se trata, fundamentalmente, de lo que Bellatin expuso en primera persona en la conferencia «Escribir sin escribir» (2008), donde planteó la búsqueda de una literatura «situada un punto más allá que las simples palabras». Luego de asumir el impulso mecánico que les da vida –la mirada atenta en el procedimiento, la preocupación por el funcionamiento preciso de la maquinaria–, queda claro lo que el escritor mexicano produce: artefactos textuales. Ya que es imposible resistirse a la tiranía de la escritura –«una condición que no tengo más remedio que soportar»–, la única alternativa es encontrarle a ese esfuerzo una piel que lo dote de visibilidad: un imaginario impiadoso, historias habitadas por personajes que son un espejo de la prosa que los moldea, sujetos inestables, con el potencial de volverse algo distinto a lo que en un principio se nos presenta.

Cuando los pacientes preguntaban a Lacan cuándo terminaría el análisis, él les respondía: cuando se muera. La muerte es la única certeza que tenemos y, en ese sentido, es mejor llegar a ese momento escribiendo

Se tiene la tentación de deducir el programa teórico de los libros de Mario Bellatin, al menos como hipótesis crítica. El ciclo iniciado por Efecto invernadero (1992) y cerrado con Flores (2000) impone como referencia El grado cero de la escritura de Roland Barthes: «un estilo de la ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; […] un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan a favor de un estado neutro o inerte de la forma». El segundo ciclo, que va de El jardín de la señora Murakami (2000) a Jacobo el mutante (2002), invita a ser leído desde la perspectiva de Maurice Blanchot en De Kafka a Kafka, donde la literatura tiende a «construir un objeto. Objetiva el dolor constituyéndolo en objeto. No lo expresa, lo hace existir de otro modo, le da una materialidad que ya no es la del cuerpo, sino la materialidad de las palabras». Con Perros héroes (2003) comenzó una nueva etapa, un viraje que no puede leerse de espaldas a El placer del texto barthesiano: «Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo?, puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el fenotexto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero». Hay, sin embargo, otro modo de organizar los textos, siguiendo lo propuesto por los dos volúmenes de la Obra reunida (2005 y 2014). El primero, que compendia su trabajo hasta Underwood portátil, contiene el imaginario bellatiniano. El segundo concentra sus experimentos de escritura a partir de ese universo, donde intensifica el uso del fragmento y la búsqueda de una escritura que rebase el espacio textual, donde reescribe tramas tratando como un palimpsesto los ejercicios anteriores. Pero después de esos volúmenes, y especialmente a partir de la experiencia pandémica, el trabajo de Bellatin ha seguido nuevos derroteros.

En un principio cada artefacto narrativo poseía un manual de operación diferenciado, cuyas normas no sólo pautaban la escritura y su desarrollo sino que involucraban al lector, que había de construir significado llenando los vacíos que el texto dejaba en el camino, como si se tratara de horadaciones o grietas en la página. Hoy Mario Bellatin se ha abocado a una nueva escritura, un libro único que implica la reorganización de su trabajo previo y la creación de un texto sin final que se expresa en versiones incesantes con el título de La matanza: «Sucede que siempre quise escribir un libro único. Una obsesión. Mi diwan» (revista La Tempestad, octubre de 2023). Recurre a una prosa cada vez más desnuda, expresiva a fuerza de contención, cuya austeridad no es más que un simulacro de transparencia discursiva. El hecho de que los libros de Bellatin se comuniquen entre sí, que unos se vuelvan el tema de otros, que recurran a imágenes o se desplacen hacia la puesta en escena y, por lo tanto, parezcan incómodos en el formato «libro», no es más que una estrategia de autonomía. Se trata de literatura por otros medios: «Nunca salir de la literatura ni de la escritura, más bien echar mano de la fotografía, de la música, para ver cómo estructuran sus propios relatos». Es uno de los recursos que Reinaldo Laddaga, en Estética de laboratorio, identifica como una estrategia de innovación, «cuando alguien quiere producir, con los medios que una forma de arte dispone, la clase de cosas que otra forma de arte produce casi banalmente, sin esfuerzo».

Escribir, para Mario Bellatin, parece más cercano a una práctica espiritual que a un ejercicio de estilo. Y sin embargo su prosa y su imaginario poseen un carácter distintivo, dejan una impronta en quien los frecuenta. La práctica del autor mexicano encontró en los últimos años espacios de mayor libertad, de espaldas a las demandas del mercado literario y, sobre todo, a ese gusto medio que, orientado a los temas de coyuntura, señala el camino a buena parte de la escritura contemporánea. Diwan y La matanza, las nuevas escrituras, abren una senda que, en su extrema singularidad, plantea nuevas preguntas sobre la condición artística de la literatura. Y, sobre todo, proponen una manera móvil e inestable de entender la escritura. Como se lee en El gran vidrio (2007), la cuestión es, sencillamente, «dejar que el texto se manifieste en cualquiera de sus posibilidades».

Visité a Bellatin en dos ocasiones en su casa, en la colonia Juárez de la Ciudad de México, para conversar sobre su concepción de la escritura y algunos de sus más de cuarenta libros. Es la continuación de un diálogo que hemos mantenido por más de dos décadas, en el que no ha dejado de asombrarme su capacidad para llevar cada vez más lejos una idea radical de la literatura, que ha producido textos de una singularidad infrecuente en cualquier lengua.

Tu vínculo con la escritura, de acuerdo con tus propios testimonios, ha sido físico antes que literario. Performativo, podría decirse. ¿Tu relación con la escritura sigue pasando por el cuerpo?

Hubo un momento, cuando yo tenía unos ocho años, en el que ver mi escritura en letra de molde, como algo que se escapaba de mi cuerpo a través de la máquina de escribir, produjo una impronta. No ha habido ningún cambio desde entonces, es como si mis libros fueran escritos por ese niño de ocho años, impactado por una escritura que el instrumento le devuelve como desconocida. Por eso nunca he escrito a mano, siempre he necesitado un elemento intermediario. Trato de mantener ese fuego, esa sensación. Años después busqué que lo que se producía en ese instante pudiera ser transmisible con cierta armonía, cierta lógica, que tuviera algo que decir. Advertí que si yo me quedaba en ese momento, en el puro placer de la escritura, el texto terminaría comiéndose a sí mismo; la fascinación estaba en que apareciera la frase y el contenido siempre estaba en segundo plano. El trabajo de todos estos años ha sido darle una forma. Por eso estudié cine, en una época anterior a lo digital; lo único que me interesó realmente fue el proceso de edición: al jugar manualmente con los fotogramas me di cuenta de que el trabajo de montaje, y no lo que habitualmente creen los espectadores –las actuaciones, la fotografía, etc.–, era lo que volvía maravilloso o espantoso un material. No sé por qué escribo, es una acción que está por encima de todas las cosas.

Esta manera de entender la escritura ¿implica crear ciertas condiciones para practicarla?

Puedes ver que a mi alrededor no hay muchas distracciones. He procurado que existan las condiciones adecuadas para que el deseo y la acción de escribir puedan darse sin mayores interrupciones. A lo largo del tiempo ha habido un deseo vago de que esto permita que surja una escritura única, utópica, en el sentido de un momento que nunca va a llegar. Esto ha pasado por distintas etapas, la última fue con la peste –me hizo pensar nuevamente en el carácter profético de la escritura, pues Salón de belleza [1994] habla de una peste–, que me dio una especie de licencia para desbordar los libros. Si antes buscaba esculpir los textos para volverlos comunicables, hoy eso ya no me importa, estoy tratando de practicar una escritura desbocada, de hacer un magma del que surja un gran y único libro. Me cansé de asumir normas, que provienen de afuera, sobre cuál debe ser el camino de un escritor. He estudiado a Ibn Arabí, un místico murciano. Lo que me interesa es que el origen de la mística es un texto que no existe. El Corán es un libro que nadie ha tocado, no puede realmente ser traducido, porque es fondo y forma, sólo funciona en árabe. Ibn Arabí descubrió que el libro revelado a Mahoma es el reflejo de un texto anterior al comienzo de los tiempos. Quiero hacer una especie de simulación de ese principio a través de un libro que no acabe nunca, donde el final sea la muerte, la única certeza que tenemos.

Fotografía de Iturbide

Aunque tu impulso gira alrededor de la propia escritura, elegiste la prosa narrativa como medio. Eso ha implicado la construcción de un imaginario, de un universo, especialmente en las primeras etapas de tu obra. ¿Podríamos decir que, una vez delineado ese mundo, te orientaste a la liberación de la escritura, como si ya no hubiera necesidad de crear personajes o tramas, que se convierten en temas para variaciones?

Cuando publiqué mi primer relato en una revista universitaria, a eso de los 18 años, entendí que no podía centrarme solamente en el acto de la escritura, porque esta se mataría a sí misma. Y era porque no había un cuerpo al cual remitirse. Una vez que, a través de 30 o 40 textos, creé un universo propio, queriendo o sin quererlo, pude poner en práctica la idea platónica de la reminiscencia, relacionada con la filosofía y con la mística. Mis libros son ahora los límites a partir de los cuales voy recordando ese mundo, del que no puedo salir, con el que la acción física de la escritura se llena de contenido, que no es en realidad más que un recurso para sostener lo insostenible. Esto cierra el ciclo. Con el aislamiento de la peste, al establecer una disciplina para mí mismo y crear un espacio de trabajo con mis propias reglas, me di cuenta de que anteriormente había construido mi práctica a partir del hacer del otro, participaba de la actividad exterior (respetaba los fines de semana, los feriados, etc.). Ahora que el otro ya no estaba busqué reconstruir el momento del niño de ocho años que escribe. Lo primero que hice fue acudir instintivamente a la máquina de escribir, la misma que he tenido siempre, una Underwood portátil de 1915, el objeto que consciente o inconscientemente me ha perseguido a lo largo de la vida. Había dejado de funcionar en los años noventa, cuando caí embelesado en el mundo de la escritura digital, que es distinta de la analógica; ese tema se ha dejado de discutir. Me di cuenta de que escribo más rápido en la máquina que en la computadora, por ejemplo. Para mí la acción de escribir tiene más que ver con el arte que con lo que comúnmente se entiende por literatura (tener algo importante que decir).

Cuando buscas reconstruir esa escena inaugural de escritura, sin añadir nuevos elementos ficcionales a los textos, ¿piensas en algo cercano a la idea de la variación, que permite delimitar los recursos de una composición?

Mi nueva escritura, como la llamo no sé bien por qué, parte de la pregunta de lo que puedo hacer con pocos ingredientes, como cuando comencé a escribir. Hubo un momento, lleno de temores y de dudas, en el que tuve un método del no: no adjetivos, no diálogos, etc. Ahora estoy retomando lo que intenté en ese tiempo con textos que están hechos para prescindir tanto como sea posible de cualquier lógica habitual del texto literario. Utilizo la menor cantidad de elementos: frases cortas, sin comas, cerradas. Un esqueleto, una plataforma que permita al lector acercarse a un universo más extenso. Ocurre el efecto contrario mientras más contenido, forma y expresión proporciona un texto, pues limita la libertad del lector para reinventar ese imaginario. Durante muchos años de mi vida estuve tratando de crear un espacio en el que la escritura pudiera existir, ahora puedo hacer el camino inverso, no tanto como una variación sino, volviendo a lo platónico, como una remembranza. Regreso a Ibn Arabí y la idea de que el Corán es el eco de un texto anterior a la existencia, eso convierte la acción de escribir en un misterio insondable. Si no sonara demasiado egocéntrico o religioso, diría que funciona como un dictado. Me enteré de que el Bolero de Ravel nació por efecto de una especie de degeneración neuronal, lo cual me parece interesantísimo. Que yo me siga sentando todos los días a hacer algo que nadie me pide debe tener que ver con alguna deficiencia cerebral.

Lo que estoy haciendo ya lo he hecho, incluso diría que todo estuvo resuelto desde los ocho años, pero ahora quiero que el proceso sea más radical, que tenga una forma desnuda, donde sea evidente la incertidumbre de la que surgen los textos

Para centrarnos en tu trabajo reciente, concretamente en lo que has publicado en los últimos tiempos, parece haber dos líneas. Una sería la recopilación de versiones depuradas de tus libros anteriores bajo la etiqueta Diwan. La otra parece consistir en ese libro único, sin final, del que has publicado variantes con el título de La matanza. ¿Cómo se articulan?

Se trata de transformar todo en nueva escritura. Aprovecho el imaginario de la máquina de escribir, que utilicé durante 30 años sin parar y de la que salieron mis primeros libros. El material que surge de ahí, con su materialidad artesanal –me gusta el olor, la textura de las páginas–, pasa a las notas del teléfono, donde lo digitalizo y hago las primeras correcciones. Hay una tensión en ese cambio, que luego se resuelve en la computadora, que utilizo como una sala de edición. La nueva escritura tiene dos caminos. Primero están los Diwan –ha aparecido uno en México, en Sexto Piso, y otro en Perú, en Personaje Secundario–, donde llevo los textos a sus últimas consecuencias, procurando eliminar cualquier elemento de retórica literaria. Hace poco descubrí que en El libro uruguayo de los muertos [2012] comencé a trabajar otro de los principios de la nueva escritura: hay un interlocutor, una segunda persona. Soy yo persiguiéndome, preguntándome a mí mismo, y haciéndolo evidente. En paralelo a los Diwan, que son la materia prima –donde respeto los títulos originales de los textos–, por decirlo de alguna manera, estoy escribiendo un nuevo libro que está dividido en principitos, pues es como si nunca terminara de comenzar, y al que llamo La matanza. En él hay una remembranza de los escritos previos, pero es como si los recordara mal, deformados, como ocurre en los sueños, donde se superponen las historias. En Diwan hay una mayor fidelidad a los textos publicados, pero en La matanza se mezclan unas historias con otras. El hilo narrativo de esos principitos, aunque no me lo propuse, es la hermana ciega y sorda de Etchepare, Eneida, que todo el tiempo ve unos perros correr. Ese es el leitmotiv, que lleva al discurso dirigido a un otro que no existe, soy yo haciéndome preguntas sobre mi propia escritura. Me atrevo a, digamos, mostrar la cocina: algo se va contando y en paralelo se dice por qué se va construyendo de esa manera. El interlocutor todo el tiempo me agrede, me pregunta, se molesta, se aburre. Es un diálogo extraño, trunco.

Hay una posible analogía con el psicoanálisis, como si necesitaras que otro te devolviera tu propio discurso para poder observarlo. Las distintas estrategias de escritura que has descrito, e incluso la idea que tuviste de publicar traducciones al español de las versiones de tus libros en otras lenguas, convirtiendo el original en un fantasma, buscan arrancar el texto de tu subjetividad para constituirlo como un objeto literario, donde puedas detectar automatismos, manías, etc. ¿Lo entiendes de esa manera?

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Desde siempre he buscado maneras de ver mis propios textos y entender los motivos de esos ejercicios. Efectivamente tiene que ver con el psicoanálisis y el espacio especular, pero lo que sigue siendo un misterio es la necesidad de hacerlo. Cuando los pacientes preguntaban a Lacan cuándo terminaría el análisis, él les respondía: cuando se muera. La muerte es la única certeza que tenemos y, en ese sentido, es mejor llegar a ese momento escribiendo. Por ahí va este libro, La matanza, que es mi propia matanza, pero siempre hemos vivido en una matanza, sólo ha cambiado el punto de vista. Me identifico como dices con la práctica psicoanalítica pero también con la experiencia mística –siempre es necesario aclarar que no tiene que ver con lo religioso–, escribir como algo que te elige, no planificado, que no depende del libre albedrío. Cuando escribo siento que estoy haciendo lo que para otros es meditación, o poner la vida al servicio de algo. Es realizar lo que nadie te pide, ir a contracorriente. Pero también es importante compartir esa experiencia, no volverla hermética, tener amabilidad con el receptor para que se introduzca en ese universo siguiendo una trama o supuestas tramas, porosidades y caminos por los cuales circular.

Al encontrar repeticiones o ciertos vicios de escritura en el ejercicio de remembranza que he mencionado antes, me di cuenta de que no puedo huir de ellos. Entonces decidí exagerarlos. Ya que no pude encontrar otros trucos, opté por radicalizar el sistema a través de una escritura muy rigurosa y de volver evidentes los recursos: la segunda persona, las preguntas, etc. Cuando me encuentro en un callejón sin salida y no entiendo cómo dar coherencia a lo que estoy escribiendo, sencillamente lo digo. Como diría César Moro, hay que llevar los vicios como un manto real, sin prisa. Es una manera de ser más honesto, enseñar lo que se debería ocultar, tratando de descubrir de dónde viene el misterio de la escritura.

Tu nueva escritura plantea también una experiencia inestable de lectura: hay distintas versiones de los textos, la obra es un continuo en el que sus diversas manifestaciones exhiben su inacabamiento, como parte de algo en transición constante.

Tradicionalmente se entiende que la nueva versión de un texto invalida a las anteriores. En mi caso no, todas están validadas. Se trata de mostrar la incertidumbre, la idea de que los textos están en transición. La matanza que apareció en La Tempestad es algo distinto de lo que aparecerá en un par de libros que estoy preparando a partir de ese material. Lo difícil ahora no es terminar los libros sino ver dónde se detiene por un momento ese movimiento constante para poder entregarlo a un editor. No basta con desgajar el texto, me demoro en lograr una versión no única ni definitiva que debe hacer evidente su no unicidad y su no definitividad. El proceso podría no terminar nunca. Me llegaron las pruebas de los libros, y al leerlas llené un cuaderno con ideas que pienso insertar para ir perfeccionando lo imperfecto. Por ahora las versiones de La matanza tienen subtítulos para hacer más fácil la identificación de los principitos, en el propio texto explico en qué consisten.

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En tu trayectoria hay libros que funcionan como una especie de corte de caja, donde recurres al archivo para componer textos que cierran o abren etapas. Pienso en Lecciones para una liebre muerta o El libro uruguayo de los muertos. ¿Surgen de la necesidad de hacer un alto y ver hacia dónde puede ir la escritura?

Tres de mis libros han cumplido esa función. El primero fue Flores. Yo quería ir a una residencia de escritores en Ledig House, Nueva York, de la que me interesaba todo menos escribir: pasar un tiempo ahí, conocer a otros autores, etc. Entonces tomé al azar una serie de papeles que tenía escritos y los llevé; lo que hice en esa residencia, en el año 2000, fue inventar una forma de organizar esos textos. Luego, en 2005, tuve una enfermedad rara y pensé que ya no podría escribir. Nuevamente tomé archivos con borradores, proyectos truncos, ideas y compuse Lecciones para una liebre muerta, con fragmentos numerados que intercalaban distintas historias. Finalmente, El libro uruguayo de los muertos fue un ejercicio parecido en el que incorporé la figura del interlocutor. Lo que estoy haciendo ya lo he hecho, incluso diría que todo estuvo resuelto desde los ocho años, pero ahora quiero que el proceso sea más radical, que tenga una forma desnuda, donde sea evidente la incertidumbre de la que surgen los textos.

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