Mónica Ojeda
Chamanes eléctricos en la fiesta del sol
Literatura Random House
287 páginas
POR MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

«Los volcanes son los lagrimales de la tierra», asegura Mónica Ojeda. Tan bonita afirmación aparece en dos libros diferentes: la colección de relatos Las voladoras (2020) y su más reciente novela, la cuarta que publica hasta la fecha, Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. Allí, la autora narra cómo la joven Noe encuentra el sentido de su vida en medio del páramo ecuatoriano, durante la quinta edición de un megaconcierto llamado el Ruido Solar, el año 5540 del calendario andino. Y, más concretamente, durante el posterior rencuentro con el padre que la abandonó hace una década, cuando ella era apenas una niña de ocho años.

Noe nunca toma la palabra. En cambio, lo hacen su mejor amiga (Nicole), su padre (Ernesto) y tres personas más del grupo de seis que la acompañan al espectáculo de siete días y ocho noches: Mario, Pedro y Pamela (Pam). A partir de las voces de Nicole y Pam se relata la experiencia transformadora de la música en el comportamiento de la protagonista. «Recordé las palabras del yachak sobre el nacimiento de los chamanes: uno es yachak por herencia, por enfermedad o por tragedia», cuenta Nicole: «Una vez un rayo mató a una mujer y otro rayo la revivió. Ella fue yachak y enloqueció, pero yachak fue». Los testimonios de Mario y Pedro relatan las revelaciones chamánicas y los momentos orgiásticos que guarda el cinturón volcánico del golfo de Guayaquil. La polifonía de la obra se completa con un coro de Cantoras, a través del cual entran en la narración elementos asociados al paisaje andino, como el cóndor y las cuevas.

Si uno de los ejes de la transformación de Noe es el hacer de los chamanes en las entrañas de la tierra, la roca «madre» del sistema montañoso andino, el otro es la visita a Ernesto, el padre que parece más preocupado por la salud de su perro Sansón que por el estado mental de su hija. El arquetipo de la madre, fundamental en su novela anterior, Mandíbula (2018), queda aquí en un segundo plano, encubierto por el potente imaginario de la montaña. Como ya se anunciaba desde Las voladoras, el modelo que toma la palabra (literal y literariamente) en esta novela es el del padre. Ojeda opone a ese mítico señor-del-cielo, la Madre Tierra, representada por el páramo. Se trata del dios-padre en la versión judeocristiana. «En un principio era el verbo y el verbo estaba con el padre, y el verbo era el padre», es la frase de reminiscencias bíblicas que inicia el relato en la sección «Cuadernos del Bosque Alto», que escribe Ernesto. «La palabra del padre, en cambio, no empieza ni termina en la lengua de un hombre: guarda consigo la totalidad del tiempo y de la especie», añade más adelante.

El leitmotiv de la bruja, tan central a los cuentos de Las voladoras, también aparece en esta novela, solo que desprovisto del discurso de género que tenía en textos como el que titula la colección, «Sangre de mi sangre» o «Cabeza Voladora». Es más: aunque aparece la bruja —o el recuerdo de una abuela bruja, más bien—, Ojeda la reduce a una pincelada en el recuerdo del hijo Ernesto, muy por detrás de la más importante caracterización de los guías espirituales de la montaña, a veces llamados yachaks, y otras simplemente, chamanes.

Más lírica que narrativa.

El tono elegíaco es el rasgo fundamental de esta obra más lírica que narrativa, aunque el acontecimiento infortunado que cuenta permanece difuso: ¿se trata de la desaparición en la montaña de quienes van huyendo de la violencia urbana de Ecuador? ¿o se trata, más bien, de lo difícil que resulta la conexión entre Noe y Ernesto? Otra posibilidad es que lo narrado en la novela sean los últimos momentos de una cultura ancestral (quizá vista desde el futuro) antes de que la arrastre la lava de un volcán en erupción. Si bien el coro de las Cantoras tiene un vínculo evidente con la tragedia griega, este me parece el aspecto menos elegíaco de la obra, si acaso se trata de un contrapunto alegórico con las tramas de la polifonía.

Más allá del tono, que ya es bastante, aquello que convierte a Chamanes eléctricos en la fiesta del sol en una apuesta lírica es que las decisiones de forma y fondo, Ojeda las toma desde el oficio de poeta. No es de extrañar que tenga dos poemarios publicados: El ciclo de las piedras (2015) e Historia de la leche (2019). En cuanto a la forma, la obra presenta pasajes cuyo estilo es el verso libre. Como cuando Nicole cuenta el inicio de su amistad con Noe: «Teníamos dieciocho años y ya habíamos soportado más de una docena de terremotos.

«Quince volcanes erupcionaron antes de que nos hiciéramos amigas.

«Treinta permanecieron activos.»

Destaca que la historia de Noe se narre siempre desde el punto de vista de los testigos, jamás en la primera persona, incluso su transformación en bruja o chamana. Esta decisión de fondo oculta la epifanía de la protagonista en las voces de los demás personajes, convirtiendo lo que habría podido clasificarse como una novela de formación en una ficción literaria que apela al largo poema en prosa donde a ratos se coquetea con los géneros de la distopía y las aventuras.

Desde la polifonía del páramo.

«Imaginábamos estar en una cabeza gigante que se miraba a sí misma», cuenta Pedro: «La idea nos asustaba, pero para calmarnos pensábamos en el sonido que lo inició todo, en la explosión de la que quedan aún señas en el espacio». Él y su novia Carla son personajes de una breve trama romántica que se redefine en la metáfora de la relación entre los humanos y la montaña; por eso, el nombre de este narrador —cuyo significado es «piedra»— no parece una elección casual. Otra breve trama es la de Mario. Él va al páramo con Adriana y Julián disfrazado de Diabluma, una suerte de espíritu dionisíaco, más allá del bien y el mal, hecho a la medida del Chimborazo. «El aire enfermo sale de la música y golpea las piedras», dice, citando las explicaciones de los guías espirituales de la montaña: «Entra en los cuerpos y les crea mal de espanto. Así llaman los yachaks al miedo profundo que ahuyenta a la sombra».

La interpretación arquetípica de la montaña como el eje del mundo y lugar para la comunión con lo inefable (por aquello de la elevación espiritual) se sustituye aquí por el poder transformativo de la música. Pero no de cualquier género musical. Si bien los personajes definen al Ruido Solar como un festival «retrofuturista», la descripción de Ojeda le atribuye los rasgos paganos de las religiones precolombinas, combinándolos con los géneros musicales urbanos herederos del hip hop y del rap. «Un grupo cantó un trap de Jojairo y algunos se ofendieron porque la canción exaltaba el narcotráfico y las armas, que era de lo que veníamos huyendo, y hablaba de asesinatos y del señor de los cielos y de los rifles y de los Tiguerones, y eso sí que nadie lo soportó», explica Pam. La alusión a la cultura popular aquí es sutil, se resume a la referencia a los géneros musicales o la terminación de algunas palabras en «-e» para referirse al sujeto de género neutro, en las voces de algunos de los jóvenes. Esto representa un cambio con respecto a sus dos novelas anteriores, donde la cultura popular está al centro. En Nefando (2016), el argumento se construye a partir de un videojuego de pornografía infantil en la deepweb y, en Mandíbula, las historias de terror escritas y compartidas a través de Internet llamadas creepypastas informan los gustos eclécticos de las jóvenes protagonistas.

Las alusiones a la crisis social de Ecuador en la cita del párrafo anterior son evidentes. Tiguerones es una banda criminal cuya zona de influencia son las cárceles de Guayaquil. Y Jojairo fue (le asesinaron en 2021) un cantante famoso por las letras explícitas de sus canciones en donde se tratan temas como la delincuencia, el sicariato y la prostitución. Pero esas alusiones se limitan a focos inaprehensibles de la violencia que suman a la vocación lírica de Chamanes eléctricos en la fiesta del sol. «La gente del Ruido estaba súper asustada, super jodida y no quería oír música que hiciera una épica de la vida de los narcos, sino una que sublimara la violencia que estábamos viviendo y refundara el mundo, o sea, el canto de los muertos», continúa Pam su explicación.

La poderosa imagen de los volcanes como lagrimales de la tierra encubre las razones por las que cada persona llega al páramo (para buscar aventuras, una comunidad utópica o la epifanía, entre otras). Sintetiza el dolor de la violencia sin explicitarla, a través de alegorías. Ese sentido lírico puede resumirse en una cita que aparece en la novela, atribuida al polímata y explorador prusiano, que murió fascinado por la geografía de las Américas, Alexander von Humboldt: «Los ecuatorianos duermen tranquilos en medio de crujientes volcanes y se alegran con música triste».