La vida es, entre otras cosas, mala y angustiosa. Y esa maldad nos justifica, y también nos protege. Escribe Robert Arlt en Los siete locos que el mal afirma nuestra presencia en la tierra, porque el mal es un privilegio. La literatura nace de ese privilegio, de ese pulso entre lo bueno y lo maléfico, que nace del desajuste, que brota de la preocupación. La vida, decía el profesor Manuel García Morente en sus clases, es el único ente absoluto. La vida es ocupación, y muchas de esas ocupaciones se han ido centrando, especialmente a partir del siglo XIX, en distintas formas de anestesias para sobrellevar ese mal, para luchar contra los sometimientos de la vida moderna, esa exigencia incansable y muchas veces criminal del capitalismo salvaje. Desde la extensión del opio en el siglo XIX, al ludismo de la cocaína, los centros de alcohólicos anónimos o los ansiolíticos, a esta nueva era de todo lo que acabe en «pam», las pastillas de éxtasis, MDMA, tusi (combinación de ambas y de lo que allí por ahí), popper o nuevas formas de relacionarse con ellas como el chemsex, el ser humano lleva siglos intentando dar con otra realidad, con un desvío para dejar durante un rato en suspense nuestras circunstancias o penas, para dejar de ser, al menos momentáneamente, lo que no se está seguro de ser ni de alcanzar. Ese contexto y evolución de los estupefacientes queda manifestada en la literatura, que no ha dejado de ofrecer y mostrar el contexto de las adicciones y de sus consecuencias sociales, culturales o políticas. En el año 2020, Benjamin Labatut publicaba Un verdor terrible, que arranca así:
«Durante un examen médico realizado en los meses previos a los juicios de Núremberg, los doctores notaron las uñas de las manos y los pies de Hermann Göring estaban teñidas de un rojo furioso. Pensaron que el color se debía a su adicción a la dihidrocodeína, un analgésico del que tomaba más de cien pastillas al día. Según William Burroughs, el efecto era similar al de la heroína y al menos dos veces más fuertes que el de la codeína, pero con un hilo eléctrico parecido al de la coca, razón por la cual los médicos norteamericanos se vieron obligados a curar Göring de su dependencia antes de que compareciera frente al tribunal» (Labatut, 11).
O Mariana Enríquez, en Bajar es lo peor: «Siempre es tan complicado picarse solo, pensó Narval. (…) Siempre es tan complicado picarse borracho, pensó. La cucharita le temblaba en la mano, la impaciencia no le dejaba cargar la jeringa» (Enríquez, 36). La jeringa como imagen y símbolo de una época de liberación y muerte, la de los años setenta y ochenta. Luis Antonio de Villena también se apoyó en la jeringa para narrar en Malditos (Bruguera, 2010) el concierto que Lou Reed ofreció en Madrid, al que asistió junto al poeta Eduardo Haro Ibars. Ambos acudieron al camerino a saludar a su ídolo, y cuando vieron al músico norteamericano y yonqui buscándose la vena, dieron media vuelta y no le interrumpieron. Eran los años del globazo y la psicodelia. De esa manera, Psicodelia, titula su novela el escritor valenciano Juan Lagardera, donde recoge a un grupo de veinteañeros experimentándolo todo a mediados de los setenta: «Rafa había sacado de su cazadora un papel cebolla que envolvía una extraña bola verdosa. -Es opio, me lo han dejado para probarlo, pero vale una leña… el que quiera una porción, cuesta 300 pesetas» (Lagardera, 123). La pipa y el chute marcaron en España el límite de lo moral, la separación entre la enfermedad y la esperanza, entre lo lúdico y lo venenoso. La palabra «moral» viene del sustantivo latino mos-moris que significa «costumbre, hábito». La adicción es un hábito. La adicción puede ser moral. Lo moral del dependiente es la costumbre de no depender de su realidad, de olvidar el hábito de su incertidumbre, de sus miedos, de su vulnerabilidad. Esa ansiedad de ser arrastra al temor a no ser, el temor a la nada y a la necesidad de lo inesperado, que es de lo que depende todo ser humano, de las sorpresas del mundo, y de la capacidad para hacer de esa sorpresa convivencia, rutina renovada, de nuevo, ocupación, quehacer. La vida está por hacer, y la droga tiene la capacidad para orientar al futuro sin necesidad de futuro. Es el estímulo de eternidad, el ictus del tiempo. El himno laudes ya lo dice bien: dame la potestad de comprender el día. Es decir, permíteme, Señor, que me sorprenda, que la sorpresa alumbre mi camino. Esa búsqueda creciente de otros estímulos viene dada por una sociedad adicta al constante frenesí, a lo que se puede llevar por múltiples caminos, pero el más rápido, directo y paliativo es el consumo. También -el consumo- es lo que requiere de menos sacrificio, el que peor reconoce las bondades del mundo, los milagros cercanos del planeta. Ya el monje benedictino Lluis Duch advertía de los riesgos de no leer la vida en clave poética sino con el aliento de la oferta y la demanda en el cogote, es decir, de la insatisfacción perpetua: «Dios se torna superfluo porque el capitalismo como religión ofrece sin cesar equivalentes funcionales de la providencia de Dios. Tiene sin embargo el inconveniente de que no habla el lenguaje del amor, sino exclusivamente el lenguaje de lo económico» (Duch, 38). Ese capitalismo sin control estrecha la vida y su misterio, nos reduce al resultado; nuestras ocupaciones nacen de nuestras preocupaciones y ese miedo, esa preocupación anticipada, como lo definió Aristóteles, nos empuja a la búsqueda, a la no indiferencia, al afán de vivir. Ese afán, tensión entre la euforia y la derrota personal, nos abre las puertas de lo celestial y también nos baja a los peores sótanos de la condición humana. Ese afán de vivir es dirigido por la dependencia de los otros, con nuestra interdependencia, con asumir conductas ajenas como propias, es decir, vivir en la metáfora, definir una cosa en los términos de otra: placer como muerte, viaje como irrealidad, remedio como destrucción. Cuando recurrimos a una cosa de manera repetida por el placer que ello nos provoca, solemos decir que estamos «enganchados» a eso, no concebimos el placer sin ese compromiso diario con esa persona o sustancia, con esa energía. La literatura contemporánea ha girado en torno a un puñado de obsesiones que tienen que ver con el deseo, la muerte, el desamor, la relación paterno filial, las dependencias. La literatura pone límites y palabras al dolor o a la esperanza para que en ese recorte de superficie acaben formando un mundo mucho mejor que el que ahora conocemos, un mundo entre cuyas lindes podamos vivir en paz. Rosa Montero apunta en el libro La ridícula idea de no volver a verte: «Yo ahora sé por qué escribo: para intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad no tienen» (Montero, 52).
Así se comporta el jardín, así se comporta el paraíso, que significa jardín. El jardín de mi recreo, el paraíso y el pecado.
Nuestras vidas están rodeadas de acciones y pasiones, empresas o ansiedades que nos incitan a la adicción, al consumo, a ese juego del que si no somos jugadores somos muertos. La literatura ha sido el espacio desde el que explicar esas convulsiones, esas ansiedades silentes. El escritor Rodrigo Cortes lo define así en su libro Verbolario: «Adicción, f. Afición de la buena» (Cortés, 22). La adicción entendida como ética del mundo; de una manera similar e iguala de sencilla la entendía el profesor George Moore, que definía la ética como la investigación de lo bueno. Lo bueno para los buenos, escribe en un verso el poeta de Salamanca González Iglesias. De esta manera, podemos entender la adicción como victoria contra la finitud, como mecanismo para desaparecer sin dejar de existir, como búsqueda de la felicidad por la vía negativa, por el beatus ille, evitando los males y sufrimientos, o lo que el antropólogo Marc Auge entendió como ausencia de infelicidad, la tregua, la pausa. Justo eso, tregua, pausa, también descanso, es el alivio de las personas pacientes, de las personas dependientes, de las personas enfermas, de las personas pasivas. Dependemos de lo que no vemos. Ya Pascal Quignard advierte de que el arte ve lo ausente. Ese es el destino de las sustancias alucinógenas, ver lo ausente, atender a la otra mitad de lo visible. El amor o la alegría, agentes ausentes, realidades efímeras, justifican nuestra existencia. Así, La vida ausente, tituló su libro el escritor argentino Guillermo A. R. Carrizo, novela que narra la desesperanza juvenil a partir de un protagonista que poco a poco va abandonando los estudios para no dedicarse a nada, para vivir en una forma de ausencia, de sumisión a lo inexistente. Tras muchas relaciones y encuentros, el chico conoce a Marina, que cuida de niños. Ambos, para estar cómodos y tranquilos, suelen dar barbitúricos a los chicos que ella cuida, pero a uno de ellos les proporciona una dosis más alta de la adecuada y muere. Marina es condenada mientras que el protagonista sale indemne. El filósofo Antonio Escohotado solía repetir en sus apariciones en televisión que el problema no era la sustancia sino la dosis, el tránsito entre el «esto no me sube» y la sobredosis es muy breve. El uso de sustancias como cotidianidad, como forma de estar en el mundo y relacionarse con él para deshacerse de la rutina, es algo que también está en la narrativa del joven escritor francés Éduard Louis, uno de los autores con más proyección en la literatura europea actual:
«Tu padre no fue el primero en tener problemas con el alcohol. El alcohol formaba parte de tu vida antes de tú nacieras, las historias relacionadas con el alcohol se repetían a nuestro alrededor, los accidentes de coche, los resbalones mortales en el hielo al volver de una cena regada con vino, las violencias conyugales provocadas por el vino y el pastis y otras historias más. El alcohol cumplía la función del olvido. El mundo era el responsable, pero cómo condenar al mundo, a ese mundo que imponía una vida que la gente de nuestro alrededor no tenía más remedio que intentar olvidar -con el alcohol, por el alcohol. Era olvidar o morir, u olvidar y morir (Louis, 26)».
Sobre el olvido o la búsqueda del bienestar, o de la tranquilidad, o de la desaparición, a través de los ansiolíticos trata la multipremiada primera novela de Tatiana Țîbuleac, El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta, 2019), donde Alesky recuerda el último verano que paso con su madre:
«Sin embargo, lo que más me gustó de aquella semana en la que no solo viví la recuperación clandestina de la mano, sino también la primera sensación de felicidad pura de mi vida, no fueron las palomitas ni las historias, sino los calmantes de mi madre. Eran unas pastillas blancas, opacas, con cinco lados iguales y un sabor dulce-lechoso (Țîbuleac, 69)».
El alcohol ha sido otra de las adicciones más tratadas o celebradas en la literatura contemporánea, desde El gran Gatsby hasta los últimos títulos publicados, desde el vino tinto Don Simón de almuerzos sobre un hule verde hasta los cócteles más glamurosos. «La gente sobria no es para mí», decía el actor Peter O´Toole, del que se cumplen diez años de su muerte y quien se pasó la vida compaginando las borracheras nocturnas con los rodajes a primera hora. O el caso de Montgomery Clift que combinó el éxito profesional con su dependencia hacia las drogas y el sexo más duro. El desenlace era inevitable, murió a los 45 años. Otro caso es el del escritor Frederick Beigbeder, que en enero del 2008 fue detenido a las puertas de una discoteca parisina por posesión de cocaína y tuvo que pasar un par de días bajo detención preventiva. La experiencia la acabó volcando en Una novela francesa, por la que recibió el premio Renaudot. Pero este reconocimiento no reorientó al francés que recientemente ha sido detenido por abuso sexual. Ya está actitud posesiva hacia las mujeres y destructiva consigo mismo asomaba en la novela El amor dura tres años, publicada por Anagrama, donde escribe: «Durante mucho tiempo, mi único objetivo en la vida fue autodestruirme. Hasta que, en una ocasión, sentí deseos de ser feliz» (Beigbeder, 53). Hay ocasiones en que los ocasos personales abren el camino a las excelencias profesionales, aunque esas excelencias no protejan de los abismos, o de los bordes que confirman los precipicios, como dice un verso de Piedad Bonnett. Las copas y sus elixires, los excesos, forman el sentido de muchos de nuestros libros: «Algunos compañeros decían que Merleau bebía. Supongo que sacaban esa conclusión de la botella de whisky Macallan sobre la mesa» (Tallón, 16). El alcohol y su lucha contra él ha estado muy presente en la obra, y por ende en la vida, de Manuel Vilas, que exhibió su adicción a la bebida tanto en su narrativa como en sus poemas; fue en su celebrada novela Ordesa donde confirma la curación tras el hundimiento: «Llevo mucho tiempo sin beber. Creí que no lo conseguiría, pero lo he conseguido. Hay ocasiones en las que me apetece muchísimo tomarme una cerveza, una copa de vino blanco muy frío. La bebida me estaba matando. Iba a ella de forma compulsiva, buscando el fin. Reaccioné. Ahora sigo sufriendo, pero no bebo» (Vilas, 34).
El olvido como atajo a la conquista de la felicidad, como herramienta para atreverse con las promesas y no engarrotarse con los anhelos. El olvido como forma de reparar la posibilidad del futuro: «Si nos duele el futuro es porque nos aferramos al vago recuerdo de una promesa incumplida» (Garcés, 46). Las adicciones están formadas por recuerdos, por conflictos no reparados. La autodestrucción es la confirmación de que el pasado decide nuestro presente. Recientemente, en una lectura en Madrid, la madre del escritor Jacobo Bergareche le rogaba que escribiera alguna novela en la que no hablara de muerte, sexo y drogas. Habrá que ver si le hace caso. De momento, su último libro narra el encuentro entre un hombre y una mujer en un burning man, fiesta de estilo contracultural o hippy, también inspirada últimamente en las raves, en la que los asistentes tienen sexo y consumen alucinógenos. Esas fiestas, a las que suele acudir un público privilegiado y pudiente, un público pijo, buscan una deconstrucción de las conductas heredadas, una interrupción de nuestras vidas abominables: «Ya, ya, gracias… Ahora ya puedo hablar. -No pudo decir más porque ella le metió algo duro y amargo en la boca-. Qué es esto -balbució con aquello en la punta de la lengua. Ella le dio agua. -Trágalo, sabe muy mal… -Qué me va a hacer. -Te hará feliz» (Bergareche, 30). Y en su primera novela, Estaciones de regreso, escribe: «Mientras espero a que me lleguen los primeros efectos levitantes del MDMA, sopeso si entregar el creciente caudal de mi conciencia a una minuciosa observación sobre las primeras veces» (Bergareche, 32). El MDMA se ha considerado como la droga de la felicidad. Ha sustituido a esta última como la vía hacia el mayor placer posible y la más exigente minimización del sufrimiento, del dolor. Pocos afanes como este, como minimizar el sufrimiento, igualan tanto a la población mundial. Buscamos el buen vivir y ese buen vivir es cada vez más exigente, más implacable. Wilhelm Schmidt recuerda que La enciclopedia francesa, editada en 1751, en su artículo sobre la felicidad se plantea la pregunta de si cada uno de nosotros no tiene incluso el derecho a ser feliz según su propia concepción. Y efectivamente el derecho a la búsqueda de la felicidad, abreviado como derecho a la felicidad, logró entrar en la declaración de independencia americana de 1776 (Schmidt, 17). Pero con el derecho a la vivienda por confirmar, el de la felicidad suena a entelequia o casi a provocación. Y a falta de sentir felicidad, nos hemos limitado a definirla, que es lo mismo que imaginarla. En esa proyección, las drogas y su negación de vida como forma de vida ha sido un ideal que ha acompañado (y destruido) a muchas generaciones. José María Eguren escribe que «el ideal de la vida tiene algo de muerte. El ideal de la muerte es una aspiración al infinito» (Eguren, 178). El infinito confirma lo eterno. La eternidad no es una mera interrupción del tiempo, sino un merecimiento. La eternidad es el sueño lisérgico de los que buscan la confirmación de lo que palpita. Y lo vivo es el requisito de la felicidad. En su novela Crematorio, Rafael Chibes escribe: «Platón decía que somos seres infelices que buscan la mitad de la que fueron desgajados, pero nuestra infelicidad no viene de una mutilación, sino de nuestra conciencia» (Chirbes, 327). Las adicciones moldean esa conciencia. Chirbes presentó en sus novelas los adentros más humanos de sus personajes rotos:
«Juan no sabía de dónde conseguía Federico las drogas: cocaína, alcohol, un muestrario de pastillas y polvos de todas las clases. (…) Juan piensa de Federico: es un agonizante. Tiene la misma edad que su suegro, quizá un año o dos más, en cualquier caso, poco más de setenta, pero está completamente deteriorado, su suegro casado con una mujer casi medio siglo menor que él, llevando todo el peso de la empresa, y Federico agonizando o poco menos, calcinado por las alas de un ángel medio siglo más joven que él, cuidado por un enfermero treinta años menor que él. (Chirbes, 339)».
En su libro póstumo Paris-Austerlitz, narra la relación entre un artista burgués nacido en España y Michel, un obrero francés enfermó de sida: «En aquel bar, discreto, esquinado, se traficaba, se consumía y vendía cocaína y hachís, carne humana de todos los sexos y edades y mano de obra en todos los estadios de la ilegalidad» (Chirbes, 11). Y más adelante continua: «Michel gime como si estuviera enfermo o drogado cuando empujo para meterme en él, y yo, también enfermo y drogado, quiero ir más allá, hacer un interior imposible. Es hermoso disponer libremente de un cuerpo» (Chirbes, 118).
Otro autor que se fue de este mundo demasiado pronto, el poeta Alfonso Costafreda retrató bien aquellas inercias sostenidas entre la elevación y la desesperanza: «entrará el mar lentamente en mis venas / oh nadador que esperaste la noche / y la soledad para medir tus fuerzas» (Costafreda, 187). Javier Cercas lo dijo de manera más explícita en El impostor: «La ficción salva y la realidad mata» (Cercas, 297).
Bibliografía
Bergareche, Jacobo, Estaciones de regreso, Madrid, Círculo de Tiza, 2019.
—Las despedidas, Madrid, Libros del Asteroide, 2023.
Cercas, Javier, El impostor, Barcelona, Penguin Random House, 2014.
Chirbes, Rafael, Crematorio, Barcelona, Anagrama, 2010.
—Paris-Austerlitz, Barcelona, Anagrama, 2016.
Costafreda, Alfonso, Poesía completa, Barcelona, Tusquets, 1990.
Duch, Lluis, El exilio de Dios, Barcelona, Fragmenta, 2017.
Eguren, José María, Motivos, Madrid, Huerga y Fierro, 2008.
Enríquez, Mariana, Bajar es lo peor, Barcelona, Anagrama, 2022.
Garcés, Marina, El tiempo de la promesa, Barcelona, Anagrama, 2023.
Lagardera, Juan, Psicodelia, Valencia, Contrabando, 2022.
Louis, Édouard, Quién mató a mi padre, Barcelona, Salamandra, 2019.
Montero, Rosa, La ridícula idea de no volver a verte, Barcelona, Seix Barral, 2022.
Schmidt, Wilhelm, La felicidad. Todo lo que debe saber al respecto y por qué no es lo más importante en la vida, Valencia, Pre-Textos, 2007.
Tallón, Juan, Rewind, Barcelona, Anagrama, 2020.
Țîbuleac, Tatiana, El año en que mi madre tuvo los ojos verdes, Madrid, Impedimenta, 2019.
Vilas, Manuel, Ordesa, Madrid, Alfaguara, 2018.