POR KATYA ADAUI

Nos agachamos con mi hermana, bajo la cama, los oímos, deseamos ser hijas de los actores de una telenovela que vemos a escondidas cada tarde, se besan, sus voces lo ocupan todo. Es la repetición del reclamo, la traición, la comparativa de los fracasos, el insulto fácil, lo mortífero que sobrevuela.

Compartimos cuarto, nos levantamos cada mañana preguntándonos: ¿Qué pasará hoy? Espías, atisbamos detrás de la puerta, en el descanso de la escalera, escuchamos, nos petrificamos y huimos a tiempo. Siempre una jala de la mano a la otra y la arranca del lugar donde se quedó sin aire, boqueando. Recorremos con cuidado el espacio, nos encerramos juntas, somos las testigos, las leales, las pasmadas. La pesadilla es matutina, de noche todavía soñamos. Nos aseguramos una misma versión de los hechos, al menos ese alivio (más tarde cada una abandonará el pacto; los negará, modificará o refrendará por puro instinto de preservación). No hay tiempo para aburrirse. Sin poder rendirnos a un estado de confianza, no relajamos jamás la alerta. Replicamos en nuestros muñecos, los vestimos y desmembramos, les sacamos la cabeza, hacemos que se besen y se peguen, les decimos sinvergüenzas, cómo se atreven. Habituadas a pensar lo peor, estructuradas por el conflicto, lo imprevisible es la regla y no la excepción. El suelo de nuestra casa es de parqué, ¿por qué pisamos vidrio?

En la ambivalencia de que todo esté provisto, nunca faltarán la comida, la cama caliente, la rutina, los regalos de cumpleaños, los dos padres puntuales y trabajadores, las peleas y persecuciones.

Siete años. Pido ir a la psicóloga, no digo eso exactamente, sino hablar con alguien. La terapeuta me escucha y me da un silbato. Cita a mis padres. Cuando sus formas me sean insoportables, yo, árbitro. Durante toda su conversación, huiré dentro del pitido que los acalla. El ruido que genero, este grito implacable, no escucho nada más. Al volver a casa, mi madre: Qué bueno que pudimos hablar. Desnacer de ellos, irme del lugar que me ha tocado. El mito de la llegada a la escritura: nueve años, una precocidad que no es tal sino sobreadaptación, mecanismo de defensa, cubrirme del velo protector del lenguaje que me regala la hospitalidad que el silencio y el secreto me habían negado, clemencia que no encuentro en ninguna otra parte. Les robo cuadernos y lapiceros que ellos roban de la oficina. Comienzo un diario, doy cuenta de las pérdidas, de la dicha, de las horas, exhaustividad para auscultar lo cotidiano, voy calibrando, voy al detalle, aprendo a observar, a repartir equidades, y esta es mi vida y así es como voy a defenderme.

Pero no basta con escribir, no basta con hablar, debo correr. Entreno después del colegio y bordeo mi casa, trece vueltas. Combino estos movimientos del alma para sobrevivir. Engaño con mi indiferencia –no pedir también es pedir– un aislamiento voluntario que hace exclamar a mi madre: ¡No me necesita!

Una mañana ella parte molesta, arranca con el auto la puerta del garaje y sigue de largo. Otra mañana mi padre se va furioso, atropella por descuido al cachorrito que por fin nos han permitido tener. Yo también me debo a la rabia, la actúo, quizás me vuelva iridiscente y me puedan admitir, soy una de ustedes. Alzo la voz, tiro puertas, me rehúso. Desaparezco de la vista. Tantos espejos en cualquier lado, la entrada, la sala, las habitaciones, los dos baños, no sé por qué a mi madre le fascinan, ninguno de cuerpo entero, anclados en alturas caprichosas, ninguno a nivel humano, ves fragmentos de ti, por aquí un brazo, un ojo, el hombro hasta el pecho, un recorte, los espejos de mi madre nos editan.

Mi hermana, la silente, hace las tareas, las del colegio y las domésticas, su llanto es silencioso, catarata de interior. No exhibe. Y ya no sé quién de nosotros es más peligroso.

Nos visitan de la parroquia, un cura, una monja. Rezan el Rosario con mi madre. O va al Parque de la Cruz, lleva su almohada y se queda horas sentada, trance de la fe. Pedí por ustedes, y en la misa, en el Padrenuestro, abre los brazos y cierra los ojos, su himno, y en el saludo de la paz, ruega por nosotros. En un instante pasa de la plegaria al grito. Trae, haz, necesito. La textura de su voz, del susurro al engrosamiento, un fondo de agua en ebullición. ¿Pero tú no venías de rezar? Los cinco misterios dolorosos.

Dos meses seguidos nos lleva a un encuentro en nuestra cuadra, al grupo de oración de una vecina, nos reciben con panderetas y cantos, la mesa con bocaditos, chicha, gaseosa, dulces y salados, a mí me da un poco de sueño el zumbido monótono de la plegaria, cabeceo y otro canto me despierta. Mi madre detecta demasiada fiesta o falta de martirio –no hay una sola imagen de Jesús crucificado y ella en su billetera tiene una con peticiones– y los acusa de no ser católicos, ustedes son carismáticos, no tienen perdón, engañar así a una madre y a sus hijas.

Nunca vi llegar a casa a un amigo de mi padre. Los conozco solo de nombre: Atanasio, Fulgencio, Atildado. Compañeros de trabajo, de las clases de inglés. Enseña y corrige. No me conversa en este idioma que domina, es solo suyo. Atildado es el cocinero de la cafetería del instituto. Son nombres de ficción, los ha inventado él y dejan que una les imagine alrededor. Quince años más tarde, viviendo solitario en un taller de mecánica que también es uno de hilados, rescatará un perro paticorto y le pondrá: El Chato.

A diferencia de mi padre, al que nunca supe enfermo, mi madre ingresa en la clínica antes de la Nochebuena. Son desapariciones de calendario, durante cinco Navidades, se internará a propósito. El fin de año la desorienta, la devora de angustia, la desgarra. Sin saber dónde, con quién, cómo, sospechamos la fuga. Dio señales: Algún día me iré y nunca más me verán. Ingresa por Emergencias y luego del triaje, las sales, los analgésicos, le asignan una habitación y nos impide asistir. Cuando le preguntan a qué familiar puede llamar: A ninguno. Vuelve a casa, el diagnóstico impreciso y categórico, en bata, mientras se toca la barriga: Me estrangulé. Suena a intestinos retorcidos, a que se ahorcó a sí misma: nadie logra suicidarse apretándose el cuello con sus propias manos. Pero dice la verdad, el dolor estrangula. Salir de aquí, digo aquí, digo casa, expulsar una pena que la invadía como un mioma que no palpa el médico, que no sale en la ecografía, hasta que te abren y es del tamaño de una manzana. Dejan de tomarla en serio. Me siento mal, la miran con flojera, y no le inyectan intravenosas ni le preguntan sobre su salud, no la regresan en ambulancia. El seguro le cancela la póliza. Convierte en prontuario sus técnicas de manipulación, ahora a enfermeras y doctores: ¿cómo consigue estar y no estar enferma?, ¿por qué caemos hipnotizados al servicio de sus demandas?, ¿por qué la magnificamos? La palabra depresión, impronunciable, pide recetas a diferentes psiquiatras y se automedica en ayunas con pastillas contradictorias.

A diferencia de mi padre, al que nunca supe enfermo, mi madre ingresa en la clínica antes de la Nochebuena. Son desapariciones de calendario, durante cinco Navidades, se internará a propósito. El fin de año la desorienta, la devora de angustia, la desgarra. Sin saber dónde, con quién, cómo, sospechamos la fuga

Una tarde nos unimos para recuperar el ducto de ventilación del baño del primer piso, lleva años atorado. Mi padre arroja baldazos desde la azotea, esperamos, eco turbulento y nos llueve mugre, restos de nidos y huesos de paloma. Reímos embadurnadas, apestosas, la risa nos impregna hasta doblarnos.

Los sábados lo acompaño al mercado. Compra cajas de fruta y preparamos marcianos de mango y fresa. Licuamos la pulpa con agua y azúcar, embolsamos, congelamos. Por las noches, los masticamos frente al televisor. Uno detrás de otro, empalagados. Cena de verano, helado casero, plato principal y postre, el aire acondicionado que nos podemos permitir. La refrigeradora siempre se malogra. Enfría demasiado, icebergs en el frízer, el motor reniega. La desenchufamos, abrimos las puertas, acercamos un balde, el goteo es perezoso. Acuchillamos, acelerar el deshielo, seguir picando, y nos lanzamos los bloques y pretendemos nieve. Sabemos concedernos la alegría, su victoria. Este es el misterio glorioso que me hace olvidar, el repliegue entre un terror y el próximo.

La violencia es confusa, no solo es violencia. Reparte chocolates y besos de buenas noches, pregunta por tus sentimientos y emociones. El vértigo entumece cuando no sabes a qué atenerte, estar en vilo te adiestra, te acomoda, incluso buscas proteger apasionadamente eso que conoces. Y presientes en todos la doble faz, la cachetada y la caricia. En ti crece el miedo al rechazo (tus propios padres no saben bien qué hacer contigo y te lo dicen: Ojalá supiera qué hacer contigo), quieres agradar, caer bien, que te quieran, aprendes a contar chistes, a ser el alma de la fiesta, haces imitaciones y, como bebiste crueldad, encuentras los puntos débiles ajenos y te ríes de ellos antes de que se rían de ti. Perpetúas entre sonrisas una violencia ordinaria. Te sientes a veces genial; otras, porquería. Te crees lo malo que dicen de ti y nunca el halago. Te reconoces y te desconoces. Blanco o negro. Sigues sin completar tu imagen al espejo. Las regresiones te infantilizan, pierdes la fortaleza que alguna vez rozaste. Aleteas en retroceso. Para la pregunta cómo estás, sólo una respuesta: Bien. El carozo de la ambigüedad ya echó raíz. ¿Cómo te amas primero a ti misma?

Natalia Ginzburg dice en Las pequeñas virtudes que lo más importante de la crianza es enseñarles a los hijos el amor a la vida, pero ¿cómo se enseña el amor a la vida? En Todo sobre el amor, Bell Hooks cuenta que en la cocina de su casa se leía este letrero: «Familia que reza, permanece unida» y que ella lo habría reescrito: «Familia que conversa, permanece unida». No desayunábamos juntos, pero sí almorzábamos y cenábamos en familia –ellos cocinaban, misterio luminoso– y, como en las telenovelas, lo grave pivoteaba alrededor de la mesa. No éramos griegos, vi platos volar. Nuestra mesa es redonda para que nadie la presida, decía mi madre, y le creímos, obedientes.

En mi última mudanza, rescato sus álbumes de fotos.

La descubro en primera fila, sus cuatro hermanos detrás, es la menor, al centro y de pie, entre sus padres sentados, les toca las piernas, la única sonriente, la barbilla alzada, vanidosa, desafiante, dos trenzas con lazos blancos, el vestido hasta la rodilla, la enagua sobresale. A mis tíos los conocí casi ancianos, su juventud me sorprende, sobre todo, la niñez de mi madre. Rodeada de adultos, los ojos en travesura, llenos de promesa. Esa mirada la suspendo. Se la llegué a ver, me fue ofrecida y quitada, fue acantilado, me fue Dios.

Rarísimo remontar las vidas anteriores de nuestros padres y parientes, ¿antes de qué?, del derrumbe, supongo. Cuesta creer que fueron niños y niños a color. ¿Qué deseaban y qué hicieron con sus deseos? Mi abuelo tuvo dos hijos con su amante y los hacía jugar con sus otros hijos y llamó a los varones igual. En su velorio se enteraron del parentesco, de los puntos ciegos, llegaron a quererse, a estar del lado de los vivos.

Todos en la foto ya murieron.

Hace una semana, vino el electricista a instalar la cocina nueva, le fallaron tres hornillas de cuatro y la luz del horno. Al revisar la instalación, dijo: Tu cable a tierra está en el aire. Aunque la cocina no terminó de arreglarse, debí cambiarla por otra, eliminó el riesgo de incendio. Con ese efecto de revelación tardía que las palabras de extraños nos dejan a veces: ¿cuál es mi cable a tierra? Puedo vivir en muchos sitios, el territorio es la escritura. Un territorio desprendido del suelo, con márgenes difusos, un cable caprichoso, sin color definido en su entramado; es delgado y se engrosa, grueso y se estrecha y atora en la pata de una silla, a la espera de alguna conexión perdida y también capaz de electrocutar.

Sin bajar el interruptor que me salve, sin quedar al amparo de un apagón general, escribo, acepto otras formas de oscuridad, la negatividad de la existencia. En el misterio sin fin de la memoria voy al encuentro de materiales con los que entender mi paso por el mundo. Apnea. Arqueología. Son reconocibles y extraños, de otras vidas, sucedidos a otros, mal anudados, a la vez íntimamente enlazados a mi historia presente. Acontecimientos que atravesaron a mis ancestros, las sucesiones traumáticas, los malentendidos, los desarraigos, el sufrimiento de los abuelos, el daño de los padres. Rebosamos pasado, aún ajeno. Cuando en mis talleres de escritura se describe el texto de un compañero como nostálgico: la literatura es nostálgica de por sí. ¿Y si la adultez es no desembocar siempre en la infancia?

No me libré de las canas a los veinte, ni de la tiroiditis autoinmune, ni de la escoliosis, ni de los problemas de cadera, como mi madre.

Almuerzo con mi hermana. Sufre de los dientes, se le retroceden las encías. Los dientes malos son herencia de mi padre (la dentadura postiza saltaba en su paladar) y le tocaron a ella. Por un rato conversamos sobre qué cepillo le conviene usar y qué marca de pasta. ¿Recuerdas lo que hacía el papá con el Colgate cuando el tubo era de metal?, le pregunto, lo enrollaba, le pasaba una botella por encima y, si estaba por terminarse, recortaba la punta para que aprovecháramos hasta la última gota. Comienza a reírse. Y sigo: Entraba al baño a ver si apretábamos mal el tubo y renegaba: Cooperen. Su palabra militar favorita. Cooperen. Vivía en modo comando, guardaba para después, para la crisis inevitable, veníamos escapando, estar listos, en cualquier momento nos alcanzaría la fatalidad. No compraba comida, sino provisiones. Racionaba. El papel higiénico, el aceite, el pollo, la mantequilla y la leche. Mi madre, despilfarro. Lo acusaba de miserable, tacaño, qué mezquindad, cuando yo también trabajo. Él tenía que ser el racional y el racionador. Imito su voz grave, ¡observen y cooperen!, el vaivén del pucho en el aire, a punto de tiznarle los dedos, ¡¿por qué aprietan el tubo por arriba y no por abajo?! Mi hermana se mata de risa, le silba el pecho. Me voy a ahogar, basta. Sonríe mucho, pero sacarle risas no es tan fácil. Si le cuento un chiste me suele decir: No entiendo. Y me pide que se lo explique. Hacerla reír solo con pasado, lo sé bien, risa por evocación. Cuando lee lo que escribo: ¿Cómo te acuerdas? Es tal cual. Y como ciertos espectadores de teatro que se carcajean en el momento inoportuno, ella lo hace en pasajes que cualquiera consideraría tremendos. Rompió con su memoria, los recuerdos difieren, deshermanados de los míos, ya no somos la testigo leal de la otra, idealizados, más generosos, al refugio del humor, más bondadosos y más dulces, es su derecho, bendito olvido. Como bióloga, su reino es enorme e infinitesimal, los orígenes, los virus y las bacterias; pipeta, guantes, microscopio. Perdió la huella digital a punta de maniobrarlos. Si le preguntas a su hijo ¿en qué trabaja tu mamá?, responde: Científica loca. Mi sobrino no conoció a su abuela, tiene algunos de sus gestos. Cuando se aburre, revolea los ojos cómicamente y finge un bostezo. Un atisbo de la teatralidad que la hacía encantadora, temprana noción del sarcasmo. La primera vez que lo vi, a los dos años: ¿de dónde sacó esto?, es calcado de mi madre. La transferencia de información sanguínea me asombra y no.

Mi hermana, obsesionada con sus investigaciones y esa fase, la exploración, la prueba, la posibilidad, todo lo toma y no existe nada más, nada mejor. Tenemos en común la ilusión del proceso y fallar, el merodeo en el fracaso: la mayoría de las veces no resultan sus experimentos, a mí no me salen muchos cuentos que varan. Ella necesita evidencia, nada de lo que yo escribo es verdad. Sin embargo, ambas, componer y descomponer, demostrar y convencer. Compartimos la misión de largo plazo, algo en nosotras se resiste a desertar: admitimos que los procesos tardan lo que deben tardar, el atajo puede ser una trampa, dejarse alojar por el rigor, sin ceder a la decepción, al agobio. Oficios contemplativos, cada una en su escala, se sienta a escribir. Se me escapa el lenguaje científico, ella comprende el mío, las elipsis. Ya no somos las pasmadas, las boquiabiertas, las que han perdido. No fuimos anuladas por los padres que tuvimos, aprendimos a estar, a quedarnos y es un milagro, elegir la chispa vital, pese a ellos, pese a todo. Con mi hermana hacia el futuro, hasta el final.

¿Escribimos de la familia porque estamos enojados con ella o nos vamos enojando a medida que escribimos sobre ella? No sé responder, tiro la bomba y guardo la mano.