Sara Barquinero
Los escorpiones
Lumen
816 páginas
Cuando Roberto Bolaño estaba a punto de morir, escribió una conferencia a la que tituló Literatura + enfermedad = enfermedad, una conferencia larga, llena de epígrafes, que se publicó póstumamente en su libro El gaucho insufrible. En uno de esos epígrafes, “Enfermedad y callejón sin salida”, Bolaño analiza “El viaje”, un mítico poema de Baudelaire que describe como “lúcido y delirante” —Bolaño siempre supo escoger los adjetivos perfectos—. El poema es largo también, es un poema sobre la aventura y sobre el horror y comienza con la mirada de un niño que ama los mapas y las estampas. Los tripulantes del barco emprenden un viaje hacia el horror, un viaje que saben que los llevará por territorios desconocidos, a ver qué encuentran, a ver qué pasa, pero antes de partir, es necesario que los viajeros renuncien a lo que tienen, a todo lo que arrastran, porque para viajar de verdad no deben tener nada que perder. Más que un viaje de descubrimiento es un viaje hacia el abismo mismo. El día que comencé a leer Los escorpiones (Lumen, 2024) de Sara Barquinero, sentí algo parecido a lo que debieron de sentir los viajeros del poema de Baudelaire, leía y leía, la primera tarde había recorrido trescientas tres páginas y ya estaba dentro del mismísimo abismo, sin posibilidad de salida. En esas primeras trescientas páginas, Barquinero ya ha desvelado las claves sobre los dos protagonistas y sobre uno de los personajes secundarios: Sara, Thomas y Fabrizio/Manuel/Marta. Y, además, ha lanzado los hilillos de los que el lector deberá tirar y tirar hasta la página 804. Estoy en el barco, quiero decir, en la novela, estoy dentro y me dejo llevar por las aguas de esta tempestad. Me he olvidado de que estoy leyendo como crítica, he dejado de tomar notas, de subrayar líneas, estoy gozando con la lectura. Abrumada, inquieta, por momentos, incómoda, pero muy adentro, como si yo pudiera ser, al mismo tiempo, Sara y Thomas y Manuel. Y paro, cómo no parar, respiro y acomodo las piernas y los brazos, no es fácil sostener entre las manos un volumen así, tan pesado, abro y cierro los ojos, la letra es pequeña, se me nubla la vista. Y me doy cuenta de que esta novela es como una espiral, una espiral de soledades, una soledad que da vueltas indefinidamente alrededor de otra soledad, alejándose más en cada una de las vueltas, una soledad que no tiene fin.
En Los escorpiones hay algo de David Foster Wallace que tiene más que ver con la cultura pop, que con su denso estilo porque la prosa de Barquinero es accesible, comparte códigos con la narrativa comercial, es una novela que podría leer todo el mundo si fuera posible tener el tiempo, la atención y el descanso para leer ochocientas páginas sin pausa, sin prisa. Me parece intuir en la voz de Sara —la protagonista, no la autora—, algo de Alexandra Kleeman y su novela Tú también puedes tener un cuerpo como el mío (Gatopardo, 2020), algo de Ottesa Moshfegh en Mi año de descanso y relajación (Alfaguara, 2019), incluso matices de la Natalia de Un amor (Anagrama, 2020) de Sara Mesa, todas ellas, mujeres al borde, con cuerpos heridos, supervivientes de la soledad, mujeres sometidas a grandes niveles de violencia que buscan una salida, en muchos sentidos, autodestructiva. Creí ver en Seymour Tyler, otro de los personajes secundarios que firman una de las novelas dentro de Los escorpiones, ecos del Vernon de Virginie Despentes. Hay fragmentos brillantes, lúcidos, como cuando Sara se encuentra con Fabrizio en Barcelona después de haber estado chateando un tiempo, la incomodidad, la necesidad de agradar, la dificultad de generar vínculos que no estén sometidos a la misma violencia de la que se quiere escapar: «Fabrizio insiste en desayunar fuera, en una churrería con letrero de neón que está justo debajo de su casa, y también insiste en que le llame Manuel y en que le cuente todo sobre mí, como si conocerme fuese un acto de penetración en mi conciencia. Los días se desenvuelven a través de paseos por la ciudad y conversaciones eternas sobre los mismos temas (…) Fabrizio —Manuel— quiere saber con cuántas personas me he acostado, cuánto tiempo y qué pensé exactamente en cada una de esas veces». Y Thomas, estoy con Thomas en su pueblo, en la pospandemia, paseo con él por los caminos con Mayordomo, su perro, lo acompaño en esa casa familiar destartalada, una capa sobre otra capa y otra capa más de memoria. Y asisto con Manuel a esos primeros encuentros cibernéticos, un espacio tan grande como un océano donde buscarse a uno mismo, donde escapar del bullying y ser otra.
A estas alturas del libro, puedo verlo, Sara Barquinero es una buena novelista, para mí no hay duda. Y una grandísima lectora. Siempre he pensado que quienes mejor escriben son quienes más y mejor leen. Sería una tarea imposible descifrar las decenas, los cientos de referencias que sostienen los andamiajes de esta novela. Una novela que tiene dentro cinco novelas y dos interludios que para mí, sin duda, es una única novela toda entera, oscura, profunda y, sobre todo, muy política. Sara Barquinero ha querido entretenernos con una gran y terrible conspiración en torno a un videojuego El lamento de Orión que, supuestamente, provoca la muerte por inanición de sus jugadores, una conspiración internacional que abarca un siglo entero —desde la Roma de los años veinte hasta 2025 en Nueva York— para hablarnos de los temas que ocupan nuestra conversación cotidiana: lo solos que estamos, la desidia que arrastramos, la ausencia de tiempo, ilusión, espacio para pensarse, para sentir, la destrucción de los vínculos comunitarios, la necesidad de sentirse amado, querido, deseado, escuchado, la identidad de género, el suicidio, el pesimismo que todo lo invade negándonos la posibilidad de esperanza, de reimaginar el mundo y la propia vida, el capitalismo, el capitalismo como un sistema insostenible que nos individualiza, las adicciones como desconexión del propio dolor, la soledad, la soledad, la soledad.
Mi personaje favorito de todo el libro, un personaje muy secundario que podría pasar desapercibido es Margherita Vitale. Ella escribe una de las cinco novelas, Bajo astral, que no es solo una novela, sino una autobiografía que cuenta su vida del 11 de junio al 23 de diciembre de 1922 en Roma. Extraería estas páginas para leerlas una y otra y otra vez, por separado, porque explican algo clave para entender la novela, pero pueden leerse sueltas como una autobiografía que no dejaba de recordarme a El cuaderno prohibido de Alba de Céspedes y al relato “Verano” de Natalia Ginzburg. Son literatura autobiográfica feminista de primera. Es la caída al abismo de una mujer que acaba de abortar, una mujer que, como escribía Ginzburg, se ha cansado de ser mujer y que tiene asco en el corazón: «Jugamos al ajedrez, comimos marisco, nos acostábamos cada noche, todo lo que hicimos durante nuestra luna de miel. Pero si alguien se hubiese fijado, se habría dado cuenta de que nuestros gestos tenían algo de actuación. La edad de oro había terminado, y era imposible predecir qué vendría después, así que actuábamos como debía de hacerlo Teodosio cuando intuía que su imperio estaba a punto de romperse. Al acostarnos yo me esforzaba por ver si algo había cambiado, si Giacomo tenía nuevas técnicas o manías, fruto de su experiencia con Bianca. ¿Le gustaba antes que me diese tanto la vuelta? ¿Había mejorado su manera de tocarme? No era capaz de recordarlo con certeza, pero a menudo me despersonalizaba; en un afán por fijarme en los detalles, fingía orgasmos o los tenía de verdad y me sentía desvalida después».
Había una parte de mí que no quería que la novela acabara. Podría haber leído doscientas, trescientas páginas más, no tanto sobre la conspiración como sobre Sara y Thomas. Pienso que, al final, después de tanto abismo, tanto dolor, tanta pérdida, lo único capaz de salvar el mundo y salvarnos de nosotros mismos es tener a un amigo con el que compartir la soledad. Los escorpiones bebe, se nutre o quizá sea al revés, de las anteriores novelas de la autora. La angustia de sus protagonistas está en la Emma de Terminal (Milenio, 2020), su primera novela, y en la protagonista de Estaré sola y sin fiesta (Lumen, 2021) y en su necesidad de rastrear la vida de Yna, personas solas que se buscan en el abismo, el amor como una obsesión, la necesidad de encontrar algo que los salve, la dificultad de encajar en un mundo que los arrastra con sus inercias sociales. Y duelo, hay muchísimo duelo en toda la obra de Sara Barquinero.
Vuelvo a Bolaño, inevitablemente, porque Bolaño no se acaba nunca, y entre todas las referencias y todos los libros y todas las ideas contenidas en Los escorpiones, me quedo con Bolaño y con Baudelaire. «¿Qué sucede si lo único que siento son pequeños oasis de dolor en un desierto de aburrimiento insoportable? Entre el horror o el vacío ¿qué potencia a qué?», pregunta Sara en sueños a Fabrizio. Para salir del aburrimiento, del punto muerto, explica Bolaño, lo único que tenemos es el mal. «Un oasis siempre es un oasis». Y vuelvo a los versos del poeta que son, además, la cita con la que abre 2666, porque no hay nada dejado al azar en Los escorpiones:
Monótono y pequeño, el mundo, hoy día, ayer,
Mañana, en todo tiempo, nos lanza nuestra
imagen:
¡En desiertos de tedio, un oasis de horror!