POR RODRIGO FRESÁN
Corregir un libro propio es un poco como una de esas escenas de película del Hollywood dorado pero en blanco y negro en el que el/la protagonista corre a lo largo del andén de una estación mientras el tren se pone en marcha y acelera. Ahí dentro, viaja y se aleja el amor de la vida (uno de tantos/tantas, otro libro) y quien corre despidiéndolo a los gritos y lágrimas es su autor. Y uno y otro se gritan cosas, se prometen eternidades, se arrojan plegarias y oraciones encendidas que sonaban tan bien y sinceras y que, de pronto, ya no parecen tan verdaderas. Y muchas de las palabras en esas apasionadas frases, por supuesto, contienen erratas que -uno podría jurarlo- no estaban allí en la revisión anterior. Pero están. Y, por suerte, todavía se retoca y enmienda en archivo, en .doc, en copia en la que aún hay tiempo para creerse que todo defecto podrá ser subsanado.
Pero, claro, no fue ni es ni será así.
Nunca.
Como en y con el amor.
Ahora mismo -es junio, mi nueva novela estará en librerías el próximo enero- abro ese archivo al azar, desplazo mi índice sobre el cursor que acelera el paso de páginas virtuales, y me detengo en cualquier parte. Es como jugar a la ruleta (rusa) sabiendo que uno, caiga donde caiga, ganará/perderá algo. Y la errata del día de hoy es una de esas a quemarropa. Una errata de las graves, de las que duelen, de las que se pensaba imposibles pero… No es una de esas erratas casi domésticas que se conforman con ser una letra faltante, un error de ortografía, un doble espacio donde debería haber solo uno, una construcción de frase que requiere de una coma o (mi favorito) de un punto y coma. No, esta es una errata feroz y salvaje y carnívora: es un Jeah Rhys en lugar de un Jean Rhys. Primero, claro, el gran alivio de haberlo detectado antes de que sea demasiado tarde (aunque el manuscrito aún no haya pasado por una doble lectura profesional de parte de los correctores de mi editorial); pero, enseguida, el terror casi sacro de pensar que este archivo ya fue leído por varias personas (cinco, algunas de ellas escritores, una me consta como fan de Jean Rhys) y que a todas se les pasó por completo. Entonces, claro, el misterio de qué pasó, de cómo se les pasó, de cómo se les pudo haber pasado (y habérseme pasado a mí) semejante aberración. Esta supuesta imposibilidad súbitamente posible no puede sino provocar pensamientos mágicos del tipo negro: las erratas son pequeños demonios que se pasean por las pantallas y por las páginas. Y que se reproducen y expanden -invisibles hasta que se las ve demasiado tarde- como insectos y virus y aliens y colas de lagartija que vuelven a crecer aunque se las corte. Y entonces allí va uno, como el shakespeareano Henry V, sable corrector desenfundado y en alto, exclamando aquello de «Once more unto the breach, dear friends, once more». Pero, a diferencia del joven monarca, sabiendo de antemano que la batalla está perdida, que más de una sobrevivirá al asedio final. Y que falta cada vez menos para cruzarnos con algún cretino que, de aquí a unos meses, nos dirá primero «Leí tu nuevo libro… Me gustó” y que, de inmediato, congelará nuestra sonrisa en mueca al añadir: “Marqué unas cuantas erratas… ¿Quieres que te las pase?».
Lo que no quita que, también, no haya momentos de absoluta felicidad y de hasta orgullo en este momento de la vida del libro que es una doble vida del mismo modo en que alguna vez hubo una doble noche. Leí en una novela que no tenía ninguna errata que yo recuerde que -desde el Medioevo y hasta el siglo XIX- muchas personas acostumbraban irse a la cama temprano, despertarse a la medianoche, vestirse y tener un nuevo día nocturno (y estas eran las mejores horas del día/noche para fiesta loca o creación artística o reflexión intelectual) para luego regresar bajo las sábanas a eso de las cuatro o cinco de la madrugada y dormir hasta las ocho o nueve de la mañana. La rutina de los últimos momentos del libro (su relectura y corrección) son un poco como, luego de tanto desvelo, esa segunda noche antes del amanecer del trabajo terminado y ya de camino a librerías. Es, claro, un momento feliz: la sensación de que lo más duro y hasta desprolijo ha pasado, y que ahora sólo queda la diversión perfeccionista.
De nuevo: pero no. Porque entonces no sólo florecen las erratas a podar sino, también, la súbita consciencia de un «¿de verdad yo escribí eso así?».
Vladimir Nabokov (acaso el escritor que más y mejor me acompaña de un tiempo a esta parte y, ah, la sorpresa e incluso el perverso consuelo de descubrir sus para mí hasta entonces impensables errores de ortografía en su inglés tan revolucionario como perfecto en las fichas publicadas póstumamente de The Original of Laura) insistía una y otra vez en aquello de que «no se puede leer un libro: sólo se puede releer. Un buen lector, un gran lector, un lector activo y creativo es un relector» y que «aunque leemos con la mente, el asiento del deleite artístico está entre los omóplatos. Ese pequeño escalofrío detrás es sin duda la forma más alta de emoción que la humanidad ha alcanzado al desarrollar el arte puro y la ciencia pura. Adoremos la columna vertebral y su hormigueo».
Nabokov claro, se refería a las obras maestras ajenas (y, seguro, también a sus propias obras maestras).
A mí -aquí y ahora, inequívocamente, casi seguro de que el título en latín de esta página contiene errata- me duele la espalda.
Mucho.