POR  GIOCONDA BELLI

Mis exilios y las ciudades donde debí refugiarme, primero de 1975 a 1979 y ahora en 2022, significaron, además de los múltiples cambios en mi vida y las maneras de vivirla, la necesidad de recurrir al transporte colectivo. Recuerdo, en 1976, en ciudad de México, unos autobuses grandes que recién habían sido puestos en circulación y que llamaban Delfines. Eran mis preferidos pues no era permitido que nadie fuera de pie. No siempre podía uno atraparlos y entonces era obligatorio subir en los abigarrados colectivos donde se corría el riesgo de robos o de manoseos. En Costa Rica,1977, los buses eran destartalados y viejos, pero puntuales y sin los riesgos de los mexicanos. Cuando, de adolescente, estudiaba en Madrid, tomaba con amigas el metro a Sol, del que recuerdo el olor a ajo y un terrible apretujamiento. Hasta el día de hoy, en este exilio madrileño, no soy por lo general usuaria del metro. En cambio, he desarrollado una admiración y gusto por el extraordinario sistema de autobuses de la ciudad. Puedo decir que mis viajes a donde quiera que vaya dentro de esos amplios, pulcros y cómodos vehículos, me brindan la ocasión de observar, no sólo el mundo de las calles, sino la variedad de rostros, maneras y atuendos de sus ocupantes. Es fascinante escuchar los fragmentos de conversaciones, asomarse a esos breves intercambios y especular sobre vidas ajenas en ese efímero tiempo compartido. Por mi oficio ocupo el tiempo en ejercicios mentales para describir las fisonomías que suben o bajan en las paradas y siento sana envidia por los escritores que tienen el don de hacerlo bien. Yo encuentro difícil lograr que las facciones revelen la personalidad de un ser humano en un acto de prestidigitación descriptiva. Opto más bien por los gestos. Hay un tipo de pasajeros, por ejemplo, mujeres y hombres mayores, parejas en las que adivino largos años de matrimonio, en las que me sorprende percibir el amor transformado en una larga y cultivada aceptación. Generalmente son ellas las que han encontrado la manera de apaciguar la impaciencia de los maridos, tocarles la mano, sonreír de una forma que dice que no deben preocuparse, todo está bajo control, dejámelo a mí. No falta el reverso comportamiento, sobre todo cuando ella usa bastón, o se sientan ambos en los asientos reservados para la tercera edad, y él con su físico de ancha cintura, su cara redonda, no muy agraciada, el pelo ralo, exuda un tierno aire de preocupación por ella cuando en las violentas maniobras del autobús deben levantarse ambos para acercarse a la salida. ¿Cómo describiría sus rostros? me pregunto, porque son tantas las similitudes. Uno se da cuenta de que, per se, los rostros son homogéneos; es el espíritu que habita los cuerpos lo que convierte las fisonomías en historias.

Las mujeres de mediana edad, españolas, usan zapatos cómodos, bailarinas, o esos tradicionales mocasines de hebilla dorada. Pocas se dejan las canas. Uno les ve las manos e imagina el trajín de sus vidas. De los fragmentos de conversaciones, me impresiona un intercambio entre tres. Dos de ellas ya abandonadas a su físico de abuelas, sin maquillaje, más bien adustas; la tercera rubia, pelo corto estilo paje, vestida con un suelto traje estampado fondo blanco con arabescos verdes y rojo vino, zapatos y cartera del mismo color, elegante, otra clase social sin duda, pero recibiendo con entusiasmo las recetas de las dos. Pensé, por la confianza que se tenían, que serían vecinas del barrio, o incluso habitantes del mismo edificio que, a estas alturas, estaría empezando a llenarse de ocupantes de mayores ingresos. ¿Cómo las habría descrito Turgenev, me pregunté? Recién había leído su cuento «Los Cantantes» y meditado sobre esta magia suya. Por ejemplo: «Voy, voy, exclamó una voz quebrada, Un sujeto de baja estatura, compacto, renco, apareció por detrás de una cabaña campesina a la derecha. Llevaba puesto un traje de granjero, de algodón, más o menos limpio, con una sola manga. Un sombrero puntiagudo, echado sobre la frente, daba a su redonda cara regordeta un aspecto intrigante y sardónico. Sus pequeños ojos amarillentos giraban de un lado al otro y en sus labios delgados permanecía fija una sonrisa contenida, forzada, mientras su nariz, larga y puntiaguda, se adelantaba como un timón desafiante. «Voy, voy, querido amigo», dijo, mientras avanzaba renqueando en dirección a la taberna». De alguien que no sabemos nada, la pluma de Turgenev nos permite saberlo todo.

En mis recorridos en el autobús, mientras por mi ventana veo la insólita y siempre sorprendente multitud que transita por la Gran Vía, mi mente trata de fijarse en los viajeros del autobús que van descendiendo, como es previsible, en Callao, para sumarse a la marea que sube hacia el Corte Inglés o la calle del FNAC con sus anaqueles a rebosar de libros. Intento retener de ellos su manera de moverse, sus narices apuntando a la acera, las melenas de los jóvenes apurados, absortos durante el viaje en sus teléfonos, las madres bajando los coches de los bebés. Siento deseos de hacer una loa del transporte colectivo eficiente como éste; de esta proximidad con el prójimo de la que por años me he perdido, sola al volante de mi automóvil. Aprendo y comprendo estos raros juegos de la vida que de sopetón me ha trasladado a esta gran ciudad y a este contacto cercano y fértil con mis semejantes.

Total
191
Shares