POR  ANDRÉS BARBA

Un bebé es siempre una bomba de protones capaz de aniquilar por completo la vida tal y como uno la conocía. El mundo se llena de maravillosas epifanías inesperadas, pero también de miedos, frustraciones, enfados, crisis de identidad, crisis de modelos familiares, luchas sobre criterios de alimentación, educación, medicina, falta de sueño, desaparición inevitable de muchos amigos y revisiones en retrospectiva de la propia educación con la consiguiente convocación de espectros del pasado… Gracias a Dios, y como no podía ser de otro modo, el feminismo ha entrado a sangre y fuego en ese templo «sagrado» de la crianza para darle la vuelta y ayudarnos a todos a repensar como sociedad esas cuestiones (basten, como muestra, tres libros clave: Un oficio para toda la vida, de Rachel Cusk, Las madre no de Katixa Agirre y ¿Dónde está mi tribu?, de Carolina del Olmo), pero la frágil vida de los escritores, ya de por sí frágil en muchos aspectos -desde el económico hasta el mental- se ve siempre sometida a un tsunami cuando nace un bebé.

He comentado muchas veces con mi pareja -la también escritora Carmen Cáceres- todas esas cuestiones, asombrado de lo poco que los escritores (de ambos sexos) han hablado tradicionalmente de cómo la presencia de un niño no solo ha modificado su relación con lo literario, sino la mera posibilidad de escribir. Por hacer referencia solo a dos escritoras canónicas que conozco bien, es interesante la forma en la que Natalia Ginzburg y Clarice Lispector hablan del lugar que la maternidad ocupó con respecto a su escritura de modo indirecto; modificando su mera percepción del mundo, y sobre todo alterando su noción de legado, de lo que «debe transmitirse». En el que probablemente sea el manual de educación más maravilloso que conozco, Las pequeñas virtudes (un libro que habría que regalar en la neonatología de los hospitales) Ginzburg sostiene que, en lo que respecta a los hijos, «no hay que enseñar las pequeñas virtudes, sino las grandes». Y las sintetiza así: «No el ahorro, sino la generosidad y la indiferencia hacia el dinero; no la prudencia, sino el coraje y el desprecio por el peligro; no la astucia, sino la franqueza y el amor por la verdad; no la diplomacia, sino el amor al prójimo y la abnegación; no el deseo de éxito, sino el deseo de ser y de saber». Un bebé, las mujeres lo saben mejor que nadie, establece una violenta conexión con la materialidad más estricta, deja poco espacio para la especulación porque su presencia implica una constante resolución. Si los padres y los educadores tienden a atrincherarse en las «pequeñas virtudes» en vez de optar por las grandes, es porque las pequeñas son más cómodas, no implican riesgos, nos protegen en apariencia, son más manejables y parecen ayudarnos para vivir, pero en última instancia no «resuelven» nada importante. 

Un bebé instaura desde el minuto cero el riesgo de lo inmanejable en el tiempo disponible, en la propia resistencia física, en la desintegración de ese monstruo de dos cabezas que era la pareja antes de que él naciera. Cuando esa pareja es una pareja de escritores hay además un privilegio que se extingue casi de inmediato y que puede ser mortal (porque está relacionado con la «alimentación» necesaria para la subsistencia): el privilegio y el placer de la lectura. Y también: el del propio pensamiento, si se entiende el pensamiento como un flujo. Cuando nace un bebé y se escribe en la propia casa la interrupción se convierte en el estado habitual. Se hace necesario aprender a pensar siendo interrumpido, a pensar «cruzando» la interrupción, que es una forma distinta del pensamiento del flujo, y que genera unos textos literarios distintos. Se deja de ser el escritor que se era sencillamente porque no se puede seguir siéndolo. Una crianza vivida activamente (infinitamente más en el caso de las mujeres) debilita hasta tal punto la posibilidad de la floritura mental, del embelesamiento, que casi podría decirse que ciertos defectos de estilo acaban con la llegada de un bebé. También creo que el hecho de que la conexión que se establece con lo material sea tan distinta (en la medida en que nuestra inteligencia está siempre sopesando las necesidades de un tercero) provoca que los textos que se producen no puedan soportar que algo esté demasiado al margen de «lo real». Ciertos trucos o elusiones que me he permitido durante años de escritura, se me han vuelto intolerables cuando he tenido hijos: como que no se sepa la fuente de subsistencia de un personaje, o que alguien pueda estar detenido en su tristeza de manera permanente. Leo algunos de mis textos y todos me parecen un poco incompletos, como si hubiera una falla de percepción de la realidad, igual que sopeso a veces las afirmaciones (por ejemplo) de alguien que nunca ha estado enfermo, o que no ha experimentado nunca la falta de dinero, o que jamás ha sido abandonado. Ian McEwan me comentó una vez durante una entrevista, que desde que había tenido hijos ya no se permitía a sí mismo terminar un libro que careciera completamente de esperanza, una afirmación que al principio me resultó falsamente conmovedora pero que luego me hizo pensar en que las escritoras mujeres y madres que más admiraba habían hecho justo lo contrario: preferir, como decía Ginzburg, las grandes virtudes de la franqueza y el amor por la verdad, antes que las pequeñas virtudes del confort y, hasta si me apuran, la esperanza.

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