Para escribir este artículo, quise hacer como Beatriz Silva, el personaje que nos narra en primera persona Noche y océano (Seix Barral, 2020), la talentosa e innovadora novela de Raquel Taranilla, y rebusqué en mis notas «con la confianza de encontrar algún detalle, elemental pero sugerente, que me sirviera de punto de enganche desde el que empezar el artículo que tenía por escribir» (Taranilla, p. 35). Y lo primero que advierto en la narrativa española es menos renovación que, digamos, hace diez años. Algunas voces innovadoras que desde principios del XXI experimentaban con nuevos lenguajes narrativos han ido dulcificando su prosa hacia los modelos comerciales en boga, como la autobiografía o la autoficción, o han buscado ser asimilados a otras corrientes más reconocibles por el mercado, o se han dedicado a otras cosas, dejando en un segundo lugar su actividad literaria. Sin embargo, otras voces no solo han continuado, sino que han acendrado su experimentación, cambiando incluso de lengua narrativa, como es el caso del siempre interesante Germán Sierra, cuyas últimas producciones se han editado en inglés y en el seno de editoriales y revistas alternativas de Estados Unidos. Pero en general puede hablarse de cierto repliegue de la renovación prosística española, salvo las excepciones en las que nos centraremos.
La verdadera renovación siempre es una demostración de talento, porque requiere de dos corajes, el de crear y el de intentar que la creación vaya por derroteros no consabidos. Y creo que la mejor definición de talento literario partiría de la de Antonio Orejudo: «el talento de un novelista se mide en buena parte no por la agudeza de sus lamentos ante el estado de las artes en general y de la literatura en particular, sino por su capacidad para utilizar las formas prestigiadas en su época y trascenderlas»; así es, y por mi parte añadiría también a las formas desprestigiadas: Juan Benet emplea en Una meditación la estructura de la farsa para reírse de un personaje; Virginia Woolf toma elementos de la devaluada novela victoriana para romperlos, etc. No son los temas elegidos los que dan la medida del talento, sino la mezcla afinada de estructura, lenguaje, estilo y diálogo crítico con las formas tradicionales. Y tampoco guarda relación con el gusto de la época; de hecho, creo que es el talento literario lo que hace evolucionar el gusto lector. Porque la escritura convencional se limita a conservar en formol el gusto comercial dominante.
Por esa razón, suele suceder que las mayores renovaciones vienen de mano de voces personalísimas, inclasificables, que no se dejan adscribir a movimientos, tendencias ni categorizaciones. Y en esas coordinadas de singularidad es donde pueden citarse algunas voces impares como las de Begoña Méndez, Rubén Martín Giráldez, Raquel Taranilla, Mario Cuenca, Andrés Ibáñez, Cristina Morales, Javier Moreno, Luis Rodríguez, Aixa de la Cruz, Juan Francisco Ferré y Borja Bagunyà, aunque no hay espacio para hablar de todas ellas.
Una de las principales estrategias de renovación de la narrativa española actual es la presencia de la teoría en la novela, una característica sobre la que han investigado con profundidad David Viñas Piquer y su grupo de investigación de la Universidad de Barcelona, de cuyos esfuerzos han resultado dos libros imprescindibles para entender esa modalidad de innovación: Usos de la Teoría en la narrativa española del siglo XXI (Universidad de San Jorge, 2023), del propio Viñas Piquer, y un volumen colectivo por él coordinado, La Teoría en la ficción literaria española del siglo XXI (Iberoamericana Vervuert, 2023). En esa línea de trabajo podríamos considerar la última novela de Mario Cuenca, Aurora Q. Informe sobre los niños del Arca (2024), elaborada a modo de informes o ponencias de un psiquiatra ficticio, Mateo Jiménez-Irisarri, quien describe «científicamente» el comportamiento de Aurora Q. y, sobre todo, el de sus dos hijos, David y Raquel, que habían cometido unos homicidios. La presencia de numerosas notas al pie, así como la pulsión teórica de Mateo, anotada por un editor que a veces se posiciona desde el paratexto, nos hacen estar ante uno de esos casos de «uso verosímil de la teoría», que según David Viñas hacen justicia a su empleo, frente a otros usos «superficiales» o «ambientales» de la misma. Es obvio que la condición de filósofo de Cuenca ayuda a ello, dejándonos en Aurora Q. una dura pero sugestiva novela sobre la posibilidad de interpretar los actos humanos y de entender sus zonas más oscuras.
Otro caso de metateoría, todavía más paradigmático, es el citado al principio del texto, la novela de Raquel Taranilla Noche y océano (2020), una de las obras españolas más importantes en lo que va de siglo, y que encuentra uno de sus puntos fuertes en el uso autocrítico de los elementos teóricos, hasta el punto de hacer de la crítica del saber académico entendido como mercancía una de sus mayores virtudes. La mezcla de parodia del protocolo investigador de las ciencias sociales –que llega a momentos puntuales de «novela de campus»– con la visión metafísica del mundo de Beatriz como aquello que no puede ser vivido, sino solamente estudiado, es un enorme logro narrativo. Como apuntara con acierto Rodrigo Guijarro Lasheras, en un artículo sobre la precariedad en la novela de campus española, «a la frustración vital se llega seleccionando y analizando un corpus representativo, es decir, aplicando el método propio de la academia, que es el único con el que sabe operar la narradora». En efecto, Bea se obsesiona con los méritos que han hecho todo tipo de personajes históricos a sus 32 años, y ceba la novela con notas al pie cuyo número y extensión revelan su obsesión patológica. La potencia expresiva de Noche y océano y su capacidad para descender al abismo psicológico demuestran que Taranilla es ya una referencia inexcusable.
En esta línea «metateórica» podríamos incluir a Borja Bagunyà, autor de otra obra de gran calado, Els angles morts (2021), traducida por Rubén Martín Giráldez al español como Los puntos ciegos (Malas Tierras, 2022). Con claros ecos de La broma infinita de David Foster Wallace –una novela cuya gravitación pesa también sobre la reciente Los escorpiones, de Sara Barquinero–, Bagunyà centra su narración sobre dos personajes, la pareja sentimental conformada por Morella y Sesé, que viven o sobreviven sus existencias en entornos jerarquizados: la universidad y el hospital. El primer entorno permite al autor recrear con enorme agudeza la vida académica, cuya «aluminosis intelectual» (p. 267) queda perfectamente descrita. El segundo entorno le deja sumergirse en las cuevas de la obsesión y la monstruosidad, con no menos felices resultados.
Como vemos, la teoría enriquece mucho las novelas. Mariano Antolín Rato incluye en Silencio tras el telón del sueño (2017) a Juan Gálvez, un teórico de la literatura, lo que le permite reseñar la propia novela (algo que también hizo Bruno Galindo, otro narrador arriesgado, en El público) y emitir opiniones (meta)literarias. Procedimientos irónicos como el «wikipeding» empleado por Natalia Carrero en Vistas olímpicas (Lengua de Trapo, 2021), consistente en «expoliar textos de obras magnas en sus ediciones canónicas y, en los últimos tiempos, quizá por el desgaste y la pérdida progresiva de valores, memorias y otros dislates, incluso se dedica a copiar, cortar y pegar directamente de la red» (p. 9), son consecuencia de esta línea teórica –también Raquel Taranilla ironiza sobre el saber wikipédico en Noche y océano–. El libro de Carrero es un híbrido intergenérico (ficción, memoria, ensayo, apropiacionismo) que examina críticamente la Barcelona olímpica, donde los distintos estratos textuales responden a una retorización de la ciudad o a una urbanización discursiva que teje analogías entre el texto y Barcelona, más próximas a los Pasajes benjaminianos que a las correspondencias de Baudelaire.
Otra vía de renovación se está produciendo a través de la evolución de los narradores hacia formas no humanas, libres de antropocentrismo. Aunque son rastreables, por supuesto, formas de narradores animales en la tradición (por lo común, pero no solo, ligadas a narrativas lucianescas o cómicas), hay un auténtico movimiento de despersonalización en la figura narratorial, como han señalado críticos como Cristina Gutiérrez Valencia o Javier Moreno en sendos artículos de Cuadernos Hispanoamericanos. En esta senda podemos encontrar ejemplos latinoamericanos, como los hongos de Simón López Trujillo en El vasto territorio (2023) o las Cantoras de Mónica Ojeda en Chamanes eléctricos en la fiesta del sol (2024), pero también narran en novelas de Irene Solà como Canto jo i la muntaya balla (2019).
Dos autores especialmente singulares –es decir, únicos entre los demás singulares, raros en segundo grado– son Luis Rodríguez y Rubén Martín Giráldez, quizá los más experimentales de todos. Publican en excelentes editoriales alternativas (Candaya, Jekyll&Jill, Malas Tierras, Hurtado & Ortega), son ignorados por el mercado pero adorados por sus lectores como lo que son: autores de culto.
Las de Luis Rodríguez se cuentan entre las obras más complejas, extrañas y en algunos momentos difíciles de la narrativa española última. Aunque sus novelas son dispares, hay un tono similar, algunos personajes fluctúan entre las tramas de varias obras, los territorios geográficos descritos a veces coinciden y, sobre todo, hay una expectación lectora de que cualquier cosa puede suceder en sus libros. En La herida se mueve (2015), por ejemplo, asistimos a unos tachados que nos hacen dudar de si lo que leemos es un relato o la escritura de un relato, ambigüedad a la que hay que añadir las interminables dudas de Genaro –un personaje guadianesco de Rodríguez, que se mueve entre obras–. En El retablo de no (2017) la ambigüedad cambia, se vuelve estructural, pues estamos ante una novela doble y reversible, publicada con dos cubiertas; la primera de ellas reproduce una versión de El retablo de no compuesta por 20 000 palabras; la otra, otra versión de 10 000. La siguiente obra de Rodríguez, 8.38 (2019) cuenta una imposibilidad, la imposibilidad de escribir la novela que se describe, de forma muy similar a cómo La novela luminosa de Levrero detalla la imposible escritura de la novela becada. Mira que eres (2021) lleva la estrategia de la conspiración a la escritura de la propia novela: el narrador se cree otro, que ha hecho algo horrible; y se escribe un libro que otro no ha podido redactar (y que quizá sea esa novela sobre los maquis que no se pudo escribir en 8.38)… Sobre Mira que eres, escribió el propio Luis Rodríguez: «La idea de esta novela (una de tantas) es situar al lector entre el narrador y el biografiado sin la certeza de que alejándose de uno esté más cerca del otro. Ojalá lo haya conseguido». Se genera así un universo paralelo, un mundo narrativo posible donde hay cierta lógica, aunque su cadena silogística no responde en absoluto a lo que entendemos como lógico en el mundo de aquí.
Según exponía Ricardo Menéndez Salmón en su prólogo a Novienvre (2013), segunda novela de Rodríguez, sus personajes «no pueden hacer otra cosa que sumar su desconcierto al desconcierto primordial del mundo […] su fracaso inevitable no reside tanto en la dificultad de levantar un ‘yo’ pleno y significativo, como en la imposibilidad de que exista un mundo estable y duradero sobre el que semejante “yo” actúe». Hay un desplazamiento ontológico en el mundo rodriguezco, con personajes siempre dudosos de quiénes son –porque quizá se sospechan personajes de novela, o autores incapaces–, que adquieren nuevas encarnaciones, como Jacinta y Genaro, en distintas partes del cosmos ficcional de Rodríguez, uno de los más diferentes y sugestivos de nuestra narrativa.
Por su parte, la línea de trabajo de Rubén Martín Giráldez se caracteriza por tres elementos principales: los juegos de lenguaje (en un sentido tanto lúdico como de práctica del método ensayo-acierto, frente al ensayo-error científico), la infidelidad de la voz narrativa y el entendimiento de la tradición literaria como utilería o arsenal para crear nuevos materiales constructivos. En el primer sentido, pueden hallarse ecos en Martín Giráldez de los desplazamientos lingüísticos de Raymond Roussel, pero también de la fiebre neologista del Julián Ríos de Larva, con algunos hallazgos memorables; no cabe duda de que es uno de los escritores actuales que llega más lejos en su trabajo con el lenguaje, rozando límites a los que llegan pocos poetas. En segundo lugar, en sus obras no es fácil saber quién nos cuenta las historias; de hecho en varios de sus textos hay dos o más narradores cuyas visiones no coinciden o se contradicen, desde los siameses de su relato «Prólogo a Centauros extirpados» (2011), al «archilector» que comenta Menos joven (2012), o los dos personajes beckettianos que sostienen Sagrado y desagrado (2022).
Por último, en el diálogo –a veces destructivo– de Martín Giráldez con la tradición podemos encontrar Thomas Pynchon, un escritor sin orificios (2010) que parte del estadounidense para ubicarse en un lugar distinto de enunciación, deconstruyendo géneros; Magistral (2016) combina la perorata clásica con los experimentos de traducción; Pinitos en pedantería (2018) es la mezcla de un sermón con una sátira a lo Juvenal, incrustado en un libro coescrito con el innovador prosista Ben Marcus; Sagrado y desagrado dialoga con el teatro en general y la dramaturgia clásica inglesa en particular, para exponer la interpretación que dos personajes hacen del discurso de un tercero, etc. Un lugar específico ocupa el maravilloso experimento El fill del corrector. Arre, arre, corrector (Hurtado y Ortega Editores, 2018), escrito a dos o cuatro manos por Adrià Pujol Cruells y Martín Giráldez, donde el texto en catalán del primero y la tradición infiel –por no decir traidora, traicionera y libertina– del segundo consiguen uno de los juegos de lenguaje, narrativa y traducción más interesantes de las últimas décadas. Sus juegos con la traducción no terminan ahí: en la versión inglesa de su novela Magistral (2016) de la mano del traductor Peter Kahn –siendo Magistral un diálogo con Ben Marcus, a quien tradujo Martín Giráldez al español– bajo el título de Masterful (Quantum Press, 2023), algunos elementos del original han sido alterados, y la metanovela original se convierte en inglés en una metatraducción novelesca: de un metarranador que escribe: «Magistral, escúchame: no hay nada más triste que un libro que no sabe que lo es» (p. 100) hemos pasado a un metatraductor que traslada lo siguiente: «Masterful, listen to me: there’s nothing sadder than a book that doesn’t know it’s a book, nor anything more satisfiying for a translator than a translation that doesn’t know it’s a translation» (Masterful, p. 101). En resumen, la obra de Martín Giráldez es siempre sorpresiva, libre, gamberra y erudita, con un pie en el pasado y otro en el futuro, y siempre clavada de hoz y coz en el lenguaje.
Por todos estos nombres y motivos parece que la renovación de la narrativa española contemporánea no corre peligro; ojalá encuentre más apoyo por parte de las editoriales y más conocimiento por parte de la crítica «especializada» y el periodismo cultural, que son las instancias que deberían ayudar a los lectores a encontrar estos libros y disfrutarlos en la enorme medida de sus posibilidades.